Tomado de Revista Ñ
En El Museo de la Inocencia, la nueva novela de Orhan Pamuk, un personaje colecciona 4.213 colillas fumadas por la mujer que ama. En la entrada del Museo de la Inocencia, el museo real que Pamuk inaugurará el año que viene en Estambul, habrá una caja de vidrio de cinco metros por tres metros con 4.213 puchos verdaderos dentro. En la novela, Pamuk cuenta la historia de Kemal, que vive durante dos meses y recuerda durante treinta años el romance de primavera que le cambió la vida. En una esquina del barrio de Çukurkuma, en la mitad europea de Estambul, Pamuk ha construido un museo y lo ha llenado con los objetos, las fotos y los sonidos con los que Kemal homenajea a Füsun, la prima lejana y pobre que en 1975 interrumpió la placidez de su vida burguesa. "Esto", dice Pamuk, sin aclarar si se refiere a la novela o el museo, "no es un monumento a la vida de Kemal, sino un monumento a su amor por Füsun".
Sentado en el living de la casa que la Universidad de Harvard le alquiló para vivir este cuatrimestre, Pamuk, Nobel de Literatura en 2006, enumera entusiasmado los contenidos del monumento: "La cosas que ella toca, las cosas que él le va robando a lo largo de los años... Habrá fotos y sonidos de los barrios que visitan, y una sala especial para el salón del hotel Hilton donde Kemal hizo su fiesta de compromiso". De pronto, una mueca extraña se congela en la cara, y su obsesión se confunde con la de su personaje: "En cualquier caso, el museo no va a estar terminado hasta que yo me muera. Quiero decir: llevo diez años coleccionando objetos para este museo y creo que lo seguiré haciendo mucho tiempo más".
El Museo de la Inocencia , narrado en el mismo tono lírico-melancólico que ha hecho famoso a Pamuk, es sencillo y por momentos conmovedor. Pero también es un libro clásico y organizado, que no está nada interesado en expandir el arte de la novela o hacer tartamudear los géneros. Su costado más vanguardista es, sin dudas, la idea insólita y extrañamente metaliteraria de construir un museo con ladrillos de verdad y recuerdos de mentira, con visitantes reales que sólo si han leído el libro comprenderán qué significan esos saleros y esas entradas de cine. Pamuk, sin embargo, en esta tarde de otoño en Cambridge, dice de pronto que no quiere hablar del museo. Quiere hablar del Museo, la novela que se lanza este mes. "Hablemos del museo más tarde", pide, sentado en el borde del sofá y moviendo mucho las manos. "No quiero que los lectores confundan un museo con el otro".
Pamuk se pone de pie y ofrece té. Tiene el pelo gris un poco despeinado, más largo que en las solapas de sus libros, y un uniforme de escritor de entrecasa compuesto por pantalones grises y un suéter azul que le queda grande. Unos anteojos rectangulares de marco plateado encuadran dos ojos chiquitos pero traviesos, que apenas pueden esconder su frustración hacia las preguntas que ya ha contestado mil veces o develar su entusiasmo con las preguntas que le interesan.
Dos temas sobre los que a Pamuk no le gusta hablar son el Nobel y su situación judicial en Turquía, donde sus denuncias sobre el genocidio armenio y su campaña a favor del ingreso de Turquía a la Unión Europea han provocado la ira de distintos grupos nacionalistas, que llevan media década persiguiéndolo y amenazándolo. "No es importante", dice con sequedad. "Ultimamente ha habido pocos cambios en el proceso legal". Sí se permite contar cómo logró mantener la calma en años tan intensos. "Una de las cosas que me salvó fue este libro", reconoce, agarrando de la mesa ratona y dándole una palmada a un ejemplar en inglés. "Estaban pasando muchas cosas: las denuncias políticas, las amenazas de muerte, mis viajes, el Nobel... En todos estos años mi vida fue muy activa, pero a todos lados llevaba conmigo esta novela. Este libro me permitió sobrevivir, y me convirtió en una mejor persona".
Cuando recibió el Nobel, Pamuk ya tenía lectores en todo el mundo y estaba envuelto en un enorme embrollo político-judicial en Estambul, donde desde entonces vive protegido por una custodia de cuatro guardaespaldas. Además, al ser un ejemplo de musulmán refinado y cosmopolita, se había convertido en una esperanza de puente cultural entre Oriente y Occidente. Con tanta importancia encima, Pamuk podría haber escrito una gran novela que combinara su estilo tristón y abigarrado con grandes ideas sobre la vida, la política, la religión y la literatura. Prefirió no hacerlo: escribió una novela de amor y personajes que sufren la represión y el clasismo de la Turquía semioccidental y semimoderna de los '70 y los '80. "Es una novela en la que he puesto mucho trabajo", dice Pamuk. "Y también es una novela muy personal, donde están todos mis recuerdos de cómo era la vida en la Turquía de mi juventud".
Hace diez años, cuando recién comenzaba su proyección internacional, Pamuk empezó a darle forma en su cabeza al personaje de Kemal, intuyó que su amor monumental por Füsun se parecía a un museo y, en una decisión que todavía no puede explicar del todo, compró el terreno donde dentro de unos meses estará su museo de verdad. ¿De dónde surge una idea así? ¿En qué momento saltó la idea del museo desde las páginas de la novela al mundo de la ciudad real? "La verdad es que no lo sé", responde, sonriendo e intenta una explicación psicológica: "El hecho de que, antes de ser escritor, fracasé como pintor, probablemente ha tenido algo de influencia". Después, más interesante, es su acercamiento literario: "También creo que en todas las novelas hay una envidia de la realidad, sobre todo con las cosas visuales". En cualquier caso, estas respuestas no lo convencen: "Simplemente me pareció algo gracioso e interesante. No puedo explicarlo más".
Arte poética
La Universidad de Harvard organiza casi todos los años las Conferencias de Poesía Charles E. Norton, en las que un artista –poetas o novelistas, pero también músicos, pintores y arquitectos– explica su visión del mundo, la vida y el arte. En 1967, Borges provocó una conmoción: sus charlas, tituladas con una cita de Yeats, "Este oficio del verso", se publicaron hace unos años (Arte Poética). En 2006 le tocó a Daniel Barenboim y este año a Pamuk, que ahora está mostrando, alineadas a lo largo de la mesa del comedor, los borradores –escritos por él en turco, traducidos por su asistente al inglés, marcados en inglés por él con lápiz– de sus seis conferencias magistrales. Su ciclo se llama "El escritor ingenuo y sentimental", un título que resume el espíritu de El Museo de la Inocencia, una novela que se hace más bien pocas preguntas sobre cómo es o debe ser la literatura. "Cuando era joven, estaba más interesado en la experimentación", dice Pamuk. "Creía que no hacía falta saber nada de la vida para escribir buenas novelas. Mis amigos y mis parientes me decían: '¡Cómo vas a escribir una novela vos, si tenés 20 años, no sabés nada de la vida!' Y yo les contestaba: '¿Ustedes creen que las novelas deben ser sobre la vida? ¡Están equivocados! ¡Las novelas son sobre mi idea de la literatura!' En esa época, mi edad de oro como lector, yo leía a todos. Borges estaba vivo, Calvino publicaba sus mejores obras, García Márquez, Perec, Cortázar, ¡Rayuela! Los leía y me preguntaba: '¿Para qué necesito la vida? Si leo todos estos libros, ya podré escribir mi novela'."
Tres décadas como autor parecen haberlo hecho cambiar de opinión. Pamuk baja el tono de voz: "Ahora, en cambio, que tengo 57 años, me doy cuenta de que sé mucho sobre la vida y sobre el oficio de escribir novelas. Por eso, la motivación para escribir sobre la vida, para un autor maduro, es mucho más atractiva". Pamuk cita a Hemingway y dice que cada vez que uno quiere ser un buen novelista debe pelearse con los mejores: Tolstoi, Flaubert, Dostoievski. ¿Aún si han pasado más de cien años desde que escribieron sus obras? ¿No debería uno, cien años después, intentar hacer algo distinto? La pregunta lo irrita un poco. "En esta novela están presentes, por supuesto, los placeres de la novela decimonónica: hay un tipo que cuenta cómo es la vida, pasa el tiempo, uno muestra otras cosas, pasa más tiempo. Pero yo traté de hacerlo de una manera distinta, y creo que lo he conseguido". Y agrega, con una sonrisa: "Por otra parte, la historia de la literatura está llena de los cadáveres de escritores que quisieron hacer cosas demasiado distintas".
Uno de los elementos posmodernos que ha usado Pamuk para diferenciarse de los autores del siglo XIX es el blanqueo de la identidad de sus narradores. Así, con la aparición de un narrador que se hacía cargo de las páginas anteriores, terminaban Nieve y Me llamo Rojo (2003), y así también termina El Museo de la Inocencia, cuyos últimos capítulos están contados por un narrador llamado Orhan Pamuk que se parece mucho al Pamuk de carne y hueso. En las primeras 600 páginas, la única voz que conocemos –algo llorona y malcriada al principio; sabia y emotiva después– es la de Kemal. Al final nos enteramos de que todo el libro ha sido escrito por el Pamuk narrador, después de una docena de entrevistas con Kemal y el aporte de otras fuentes. "En los últimos veinte o treinta años", explica el Pamuk terrícola, "el arte de la novela ha evolucionado hacia una dirección en la que es habitual hacer visible quién es el narrador, quién es el lector y cuál es la relación entre ambos. Los escritores ya no tenemos problemas en decir "¡Esto es una novela!". Hace cien años, los lectores no querían ver al narrador en la novela". No los querían ver, en parte, porque ni siquiera sabían de su existencia, o de que pudiera ser posible dudar del narrador. Hasta hace no mucho, los lectores creían todo lo que les decían los narradores anónimos de las novelas de Dickens o Balzac. Y también creían lo que les decían sus maestros en las escuelas, los curas en las iglesias y los políticos en los púlpitos. Ahora, en una época en la que ya nadie le cree nada a nadie, menos razones hay para creer en los trucos de los novelistas, fabuladores desde siempre. "Exacto", responde Pamuk, al fin de acuerdo. "Por eso ahora la aparición del narrador está más aceptada. Y para nosotros los escritores es una buena manera de ser más convincentes".
Hace un año, cuando se publicó la versión original de El Museo de la Inocencia, los periodistas turcos sólo querían saber una cosa: ¿es cierto que Orhan Pamuk, el Premio Nobel, dejó a su prometida por el amor de una prima adolescente? Los periodistas probablemente sabían que entre Kemal y Pamuk hay muchas diferencias, pero las coincidencias los ponían como locos: ambos habían crecido en la burguesía turca de la posguerra –modernizante pero elitista, secular pero encapsulada–, habían sido alumnos del bilingüe Robert College y ambos, después de disfrutar con culpa los beneficios de la clase alta, habían decidido, como el Zavalita de Conversación en la Catedral, abandonarla. Pamuk, paternal, reconoce el interés –"está en la naturaleza de la novela que el lector crea que tú eres el héroe", dice– y niega los rumores, pero admite su cariño por Kemal: "Es un tipo normal, inteligente, burgués. Yo era así", recuerda Pamuk, otra vez sentado en su sillón. "Pero algo pasó, me caí de esa clase. Primero fui izquierdista, después elegí el camino de la cultura. Pero sobre todo elegí ser un individuo, diciendo mis cosas, haciendo mis cosas. En eso me identifico con Kemal, porque él también hizo lo que quiso. Prefirió ser un individuo antes que seguir las reglas y los privilegios de una clase social".
En la página 629 del libro hay un dibujo de un rectángulo donde dice, arriba, "Museo de la inocencia", y, abajo, "Válido para una sola visita". A partir de julio de 2010, quienes compraron el libro podrán ingresar al museo usando su ejemplar como entrada. Pamuk, que finalmente se ha reconciliado con la idea de hablar del museo, se divierte abriendo un ejemplar: "¡Esta es la entrada!", dice, riéndose, golpeando la página con un ruido sordo. "¡Los que compraron el libro, los que van a entender los objetos que estarán ahí adentro, tienen entrada gratis!". El entusiasmo de Pamuk es conmovedor: el novelista, ese imitador del mundo, por fin ha cruzado el umbral.
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