viernes, 9 de octubre de 2009

"La calesita" de Silvina Ocampo


En el jardín donde ellas juegan el día está tan claro que pueden contarse las hojas de los árboles. Mis hijas son de la misma altura, llevan gorritas de sol hechas de un género escocés. No se les ve el color del pelo porque lo llevan totalmente escondido debajo de la gorra, no se les ve el color de los ojos porque están velados de sombras: sombras extrañas de forma escocesa enjaulan los ojos de mis hijas.

Las dos son de la misma altura, tienen un peso y una altura que corresponde bien a la edad de cinco años: ese dato que me llena de alegría lo he verificado por veinte centavos en la balanza de la farmacia. Las alegrías que tengo son variadas e infinitas como las hojas de estos árboles, siendo algunas de un verde muy tierno y otras de un verde encendido y azul de fondo de mar.

Salgo de la casa. Es una mañana traslúcida y nacarada. Los pájaros atraviesan el espacio que hay entre cada árbol con indecisión intrépida de bañista. Los rosales están cubiertos de telarañas; no les tengo miedo. No les tengo miedo a las arañas en el jardín, les tengo miedo en los cuartos, congregadas en el techo de la sala e iluminadas por las arañas con caireles del hall.

Se diría que todo está tejido con hebras brillantísimas de seda. Salimos caminando juntas, abrimos el portón y salimos a pasear porque el jardín no nos alcanza para mover nuestro asombro, tenemos piernas ligeras como alas.

Las tres hemos nacido en la alta casa anaranjada que en los días de tormenta brilla entre los árboles madurando un color rojo. Las tres hemos jugado en el mismo jardín y estamos hermanadas por los mismos juegos detrás de los mismos árboles. Las tres nos hemos escondido en el mismo invernáculo que contiene plantas prisioneras entre los vidrios rotos. Las tres hemos subido siempre con preferencia al tercer piso de la casa porque allí reinan las palanganas llenas de agua con lavandina, el azul, el agua jabonada, las planchas, las flores de estearina, la ropa tendida, las viejas niñeras que duermen en un cuarto muy adornado de fotografías o de estampas con olor a sémola. Allí suben como al cielo las lavanderas cantando de tener las manos siempre en el agua. Allí suben las opulentas planchadoras con los ojos llenos de bienaventuranza.
Mis hijas y yo tenemos los mismos secretos: sabemos el imposible misterio de andar en triciclo sobre los caminos de piedras.

Las tres tenemos una calesita. Me la regalaron en mi infancia. Pintada de color verde y rojo, tenía, o más bien tiene aún, cuatro asientos que dan vueltas mediante un movimiento combinado de manubrios y pedales.

Mi alegría daba vueltas vertiginosas con música de muchos colores el día que desempaquetaron la calesita que mi padre había hecho venir de Alemania. Todavía me acuerdo como si fuese hoy: mi padre, el jardinero y un señor muy bajito con grandes bigotes blancos que estaba de visita, tuvieron que armarla entre los tres, mientras yo esperaba la sorpresa en el otro extremo del jardín. Llegaban volando los papeles que la envolvían porque era un día de viento y no un día tranquilo como éste. No se mueve una sola hoja. Llegaban volando los papeles hasta que llegó el último desplegando túnicas y alas como un mensajero muy blanco. Entonces mi nombre empezó a llenar el jardín. Todo el mundo me llamaba. Pero yo no corrí, fui caminando con la cara encendida y me detuve cerca de los árboles de magnolia hasta que volvieron a llamarme.

Los regalos me dolían en proporción a su tamaño, pero me acerqué buscando alivio; la calesita estaba frente a mis ojos, nunca tuve un juguete tan grande y complicado. “Súbase niñita” - “Súbase muñeca” - “Subite mi hijita”, me decían voces por todos lados. Yo me resistía. La calesita parecía frágil y transparente como una lámina de papel, pero insistieron tanto que finalmente tuve que subir. Los manubrios eran duros, los pedales eran duros. No podía hacerla andar. No había música, no había vueltas vertiginosas ni caballos deslumbrantes como en las calesitas de París. “Hay que enaceitarla”, dijo mi padre y sentí ganas de pedirle perdón. Al día siguiente la enaceitaron, pero no anduvo mejor. En cuanto yo subía en la calesita se desvanecía, en cuanto me bajaba de ella volvía a encontrarla con sus vueltas, sus músicas y mi anhelo por subirme.

Hace pocos días que mis hijas descubrieron la vieja calesita arrumbada en un rincón del garaje. Enseguida quisieron andar en ella. El jardinero, ayudado por un peón, transportó la calesita al jardín mientras mis hijas echaban la cabeza para atrás haciendo gárgaras extrañas en signo de júbilo. “Una calesita, una calesita”, gritaban moviendo los brazos en forma de vuelos rápidos y repetidos. Pero no la podían hacer andar. Igual que en mi infancia, recién cuando se bajaban de la calesita andaban en ella. Y pasaron muchos días subiendo y bajando desesperadamente, buscándole vueltas, músicas y caballos como si hubiesen calcado mis movimientos de entonces.

Pienso todas estas cosas y sin darme cuenta camino cada vez más despacio. Mis hijas están protegidas por infinidad de movimientos. Estamos paseando por una calle de paraísos con racimos azules de flores. Un aguaribay nos ofrece su follaje llovido de frescura adentro de una quinta. Nos encaminamos hacia la plaza que queda frente a la iglesia. Dos cuadras antes de llegar les digo a mis hijas para hacerlas correr: “Tomen ese camino, yo tomaré éste. Veremos quién llega antes a la plaza”. Mis hijas salen corriendo entre los árboles. Pero de pronto la cuadra se llena de gente. Las he perdido de vista. “¿Dónde están mis hijas?” Estoy cercada por mis propios gritos. La calle se llena de chicas con gorritas escocesas. No conozco el rostro de mis hijas. Me doy cuenta de que nunca he visto ni mirado el rostro de mis hijas. Voy corriendo y mis llantos llenan la cuadra. Me parece que estoy soñando. Oigo que mis labios repiten una misma frase para apiadar a los transeúntes: “Mis hijas perdidas en la revolución española”, pero nadie me escucha, yo sola estoy conmovida por mis palabras. Se multiplican las chicas con gorritas de sol escocesas.

Las he perdido para siempre. Sólo recuerdo el color del género de las gorritas y la orfandad en que me dejaron. Era verde, blanco y azul con líneas finísimas de rojo y negro. Pero debajo de esas gorritas nunca conocí el rostro que llevaban.

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