miércoles, 31 de diciembre de 2014

“El hombre que amaba a los perros” y una cachetada histórica

...Una muy breve reflexión acerca de la novela de Leonardo Padura. 


Las novelas históricas suelen, como la historia misma, darnos fuertes cachetadas de realidad.

La novela “El hombre que amaba a los perros”, de Leonardo Padura, no rompe la regla de los buenos ejecutores del oficio.

En todo caso comparto un extracto, de las páginas iniciales de este libro, para que ilustre mis palabras. Sé que los venezolanos sabrán entender muy bien a lo que me refiero.









sábado, 26 de julio de 2014

Para los estudiosos de "Cine Prado"


A quienes gustan del cuento "Cine Prado" de Elena Poniatowska y quieren ir más allá sobre su contenido añado esta entrada al blog. Se trata de algunos trabajos que me topé en la web acerca de este relato.

Sin entrar en detalles acerca de la redacción del trabajo en cuestión que estoy citando, quizá sus referencias puedan servir de ayuda a los interesados en este cuento de Poniatowska. Vale decir que tal es mi único propósito con esta entrada, así que acá va: se puede consultar completa esta monografía en: 
http://es.scribd.com/doc/112321791/Monografia-Final-Cine-Prado-El-Espectro

Allí se plantean cosas como:


“El cuento nos habla sobre la decepción amorosa que vive el personaje principal, por la actriz de cine, quien a través de su trayectoria cinematográfica y encantos logra una gran admiración desenfrenada por su fan número uno, poniendo al cine como un campo espectral”.


En este trabajo se señalan cosas como que “la escritora da forma a un personaje que también está casado pero que vive obsesionado por una actriz de cine erótico, a quien escribe una carta desde la cárcel, para reprocharle por lo destrozado que ha quedado su corazón luego de haberla visto en una escena besar a su coestrella con pasión y no como antes cuando ‘besaba como se besa a un muñeco de cartón’”.

lunes, 14 de julio de 2014

Carta de Carl Jung a James Joyce

...La respuesta que provocó la lectura del “Ulises”

Tomado de Pijamasurf
Querido señor,
Su Ulises le ha presentado al mundo un problema psicológico tan pesaroso que he sido llamado repetidamente como una supuesta autoridad en materias psicológicas.
Ulises probó ser una nuez excesivamente dura de roer y ha forzado a mi mente no sólo a los esfuerzos más inusuales, sino también a peregrinaciones más bien extravagantes (hablando desde el punto de vista de un científico). Su libro como un todo no me ha dado descanso de dificultades y lo estuve revisando por tres años hasta que logré sumergirme en él. Pero debo decirle que le estoy profundamente agradecido a usted al igual que a su gigante opus, porque aprendí muchísimo de él. Seguramente nunca estaré muy seguro si lo disfruté, porque significó demasiado estrujamiento de nervios y de materia gris. Tampoco sé si usted disfrutará lo que yo he escrito acerca del Ulises porque no pude evitar decirle al mundo cuánto me aburrió, cuánto refunfuñé, cómo maldije y cómo admiré. Las 40 páginas de texto corrido del final es un hilo de verdaderos duraznos psicológicos. Supongo que la abuela del diablo sabe tanto así de la psicología real de la mujer, yo no lo sabía.
Bien, sólo trato de recomendar a usted mi pequeño ensayo, como un intento divertido de un perfecto extraño que perdió su rumbo en el laberinto de su Ulises y por pura buena suerte logró salir de él. En todo caso, en mi ensayo usted podrá darse cuenta de lo que Ulises le hizo a un psicólogo supuestamente balanceado.
Con la expresión de mi agradecimiento más profundo, quedo, querido Señor,
Sinceramente suyo,
C. G. Jung


domingo, 22 de junio de 2014

"La lluvia" de Arturo Uslar Pietri

La luz de la luna entraba por todas las rendijas del rancho y el ruido del viento en el maizal,
compacto y menudo como de lluvia. En la sombra acuchillada de láminas claras oscilaba el
chinchorro lento del viejo zambo; acompasadamente chirriaba la atadura de la cuerda sobre
la madera y se oía la respiración corta y silbosa de la mujer que estaba echada sobre el catre
del rincón.

La patinadura del aire sobre las hojas secas del maíz y de los árboles sonaba cada vez más a
lluvia, poniendo un eco húmedo en el ambiente terroso y sólido.

Se oía en el hondo, como bajo piedra, el latido de la sangre girando ansiosamente.

La mujer sudorosa e insomne prestó oído, entreabrió los ojos, trató de adivinar por las rayas
luminosas, atisbó un momento, miró el chinchorro quieto y pesado, y llamó con voz agria.

- ¡Jesuso!

Calmó la voz esperando respuesta y entre tanto, comentó alzadamente:

- Duerme como un palo. Para nada sirve. Si vive como si estuviera muerto...

El dormido salió a la vista con la llamada, desperezóse y preguntó con voz cansina:

- ¿Qué pasa Eusebia? ¿Qué escándalo es ése? Ni a la noche puedes dejar en paz a la gente.

- Cállate, Jesuso, y oye.

- Qué.

- Está lloviendo, lloviendo, ¡Jesuso! Y ni lo oyes. ¡Hasta sordo te has puesto!

Con esfuerzo, malhumorado, el viejo se incorporó, corrió a la puerta, la abrió violentamente
y recibió en la cara y en el cuerpo medio desnudo la plateadura de la luna llena y el soplo
ardiente que subía por la ladera del conuco agitando las sombras. Lucían todas las estrellas.

Alargó hacia la intemperie la mano abierta, sin sentir una gota.

Dejó caer la mano, aflojó los músculos y recostóse en el marco de la puerta. 
- ¿Ves, vieja loca, tu aguacero? Ganas de trabajar la paciencia. La mujer quedóse con los
ojos fijos mirando la gran claridad que entraba por la puerta. Una rápida gota de sudor le
cosquilleó la mejilla. El vaho cálido inundaba el recinto.

Jesús tornó a cerrar, caminó suavemente hasta el chinchorro, estiróse y se volvió a oír el
crujido de la madera de la madera en la mecida. Una mano colgaba hasta el suelo
resbalando sobre la tierra del piso.

La tierra estaba seca como una piel áspera, seca hasta el extremo de las raíces, ya como
huesos; se sentía flotar sobre ella una fiebre de sed, un jadeo, que torturaba a los hombres.

Las nubes oscuras como sombra de árbol se habían ido, se habían perdido tras de los
últimos cerros más altos, se habían ido como el sueño, como el reposo. El día era ardiente.
La noche era ardiente, encendida de luces fijas y metálicas.

En los cerros y en los valles pelados, llenos de grietas como bocas, los hombres se
consumían torpes, obsesionados por el fantasma pulido del agua, mirando señales,
escudriñando anuncios...

Sobre los valles y cerros, en cada rancho, pasaban y repasaban las mismas palabras:

- Cantó el carraó. Va a llover...

- ¡No lloverá!

Se lo repetían como para fortalecerse en la espera infinita.

- Se callaron los chicharras. Va a llover...

- ¡No lloverá!

La luz y el sol eran de cal cegadora y asfixiante.

- Si no llueve, Jesuso, ¿qué va a pasar?

Miró la sombra que se agitaba fatigosa sobre el catre, comprendió su intención de
multiplicar el sufrimiento con las palabras, quiso hablar, pero la somnolencia le tenía
tomado el cuerpo, cerró los ojos y se sintió entrando en el sueño.

Con la primera luz de la mañana Jesuso salió al conuco y comenzó a recorrerlo a paso
lento. Bajo sus pies descalzos crujían las hojas vidriosas. Miraba a ambos lados las largas
hileras del maizal amarillas y tostadas, los escasos árboles desnudos y en lo alto de la
colina, verde y profundo, un cactus vertical. A ratos deteníase, tomaba en la mano una
vaina de frijol reseca y triturábala con lentitud haciendo saltar por entre los dedos los
granos rugosos y malogrados.
 A medida que subía el sol, la sensación y el calor de aridez eran mayores. No se veía nube
en el cielo de un azul de llama. Jesuso, como todos los días, iba, sin objeto, porque la
siembra estaba ya perdida, recorriendo las veredas del conuco, en parte por inconsciente
costumbre, en parte por descansar de la hostil murmuración de Usebia.

Todo lo que dominaba del paisaje, desde la colina, era una sola variedad de amarillo
sediento sobre valles sedientos y estrechos y cerros calvos, en cuyo flanco una mancha de
polvo calcáreo señalaba el camino.

No se observaba ningún movimiento de vida, el viento quieto, la luz fulgurante. Apenas la
sombra sí se iba empequeñeciendo. Parecía aguardase un incendio.

Jesuso marchaba despacio, deteniéndose a ratos como un animal amaestrado, la vista sobre
el suelo, y a ratos conversando consigo mismo.

- ¡Bendito y alabado! ¿Qué va a ser de la pobre gente con esta sequía? Este año ni una
gota de agua y el pasado fue el inviernazo que se pasó de aguado, llovió más de la cuenta,
creció el río, acabó con las vegas, se llevó el puente... Está visto que no hay manera... Si
llueve, porque llueve... Si no llueve, porque no llueve...

Pasaba del monólogo a un silencio desierto y a la marcha perezosa, la mirada por tierra,
cuando sin ver sintió algo inusitado, en el fondo de la vereda y alzó los ojos.

Era el cuerpo de un niño. Delgado, menudo, des espaldas, en cuclillas, fijo y abstraído
mirando hacia el suelo.

Jesuso avanzó sin ruido, y sin que el muchacho lo advirtiera, vino a colocársele por detrás,
dominando con su estatura lo que hacía. Corría por tierra culebreando un delgado hilo de
orina, achatado y turbio de polvo en el extremo, que arrastraba algunas pajas mínimas. En
ese instante, de entre sus dedos mugrientos, el niño dejaba caer una hormiga.

- Y se rompió la represa... ya ha venido la corriente... bruum... bruum, y la gente
corriendo... y se llevó la hacienda de tío sapo... y después el hato de tía tara... y todos los
palos grandes... zaaas... bruuuum... ya y ahora tía hormiga metida en ese aguazón...

Sintió la mirada, volvióse bruscamente, miró con susto la cara rugosa del viejo y se alzó
entre colérico y vergonzoso.

Era fino, elástico, las extremidades largas y perfectas, el pecho angosto, por entre el dril
pardo la piel dorada y sucia, la cabeza inteligente, móviles los ojos, la nariz vibrante y
aguda, la boca femenina. Lo cubría un viejo sombrero de fieltro, ya humando de uso,
plegado sobre las orejas como bicornio, que contribuía a darle expresión de roedor, de
pequeño animal inquieto y ágil.

Jesuso terminó de examinarlo en silencio y sonrió.

- ¿De dónde sales, muchacho? 
- De por ahí...

- ¿De dónde?

- De por ahí...

Y extendió con vaguedad la mano sobre los campos que se alcanzaban.

- ¿Y qué vienes haciendo?

- Caminando.

La impresión de la respuesta dábale cierto tono autoritario y alto, que extrañó al hombre.

- ¿Cómo te llamas?

- Como me puso el cura.

Jesús arrugó el gesto, desagradado por la actitud terca y huraña. El niño pareció advertirlo
y compensó las palabras con una expresión confiada y familiar.

- No seas malcriado - comenzó el viejo, pero desarmado por la gracia bajó a un tono más
íntimo -. ¿Por qué no contestas?

- ¿Para qué pregunta? - replicó con candor extraordinario.

- Tú escondes algo. O te has ido de casa de tu taita.

- No, señor.

Jesuso se rascó la cabeza y agregó con sorna:

- O te empezaron a comer las patas y te fuiste, ¿ah, vagabundito?

El muchacho no respondió, se puso a mecerse sobre los pies, los brazos a la espalda,
chasqueando la lengua contra el paladar.

- ¿Y para dónde vas ahora?

- ¿Y qué estás haciendo?

- Lo que usted ve.

- ¡Buena cochinada!
 El viejo Jesuso no halló más que decir, quedaron callados frente a frente, sin que ninguno
de los dos se atreviese a mirarse a los ojos. Al rato, molesto por aquel silencio y aquella
quietud que no hallaba cómo romper, empezó a caminar lentamente como un animal
fantástico, advirtió que lo estaba haciendo y lo ruborizó pensar que pudiera hacerlo para
divertir al niño.

- ¿Vienes? - le preguntó simplemente. Calladamente el muchacho se vino siguiéndolo.

En llegando a la puerta del rancho halló a Usebia atareada encendiendo fuego. Soplaba con
fuerza sobre un montoncito de maderas de cajón de papeles amarillos.

- Usebia, mira - llamó con timidez - mira lo que ha llegado.

- Ujú - gruñó sin tornarse, y continuó soplando.

El viejo tomó al niño y lo colocó ante así, como presentándolo, las dos manos oscuras y
gruesas sobre los hombros finos.

- ¡Mira, pues!

Giró agria y brusca y quedó frente al grupo, viendo con esfuerzo por los ojos llorosos de
humo.

- ¿Ah?

Una vaga dulzura le suavizó lentamente la expresión.

- Ajá. ¿Quién es?

Y respondía con sonrisa a la sonrisa del niño.

- ¿Quién eres?

- Pierdes tu tiempo en preguntarle, porque este sinvergüenza no contesta.

Quedó un rato viéndolo, respirando su aire, sonriéndole, pareciendo comprender algo que
se escapaba a Jesuso. Luego muy despacio se fue a un rincón, hurgó en el fondo de una
bolsa de tela roja y sacó una galleta amarilla, pulida como metal de dura y vieja. La dio al
niño y mientras éste mascaba con dificultad la vieja pasta, continúo contemplándolos, a él y
al viejo alternativamente, con aire de asombro, casi de angustia.

Parecía buscar dificultosamente un fino y perdido hilo de recuerdo.

- ¿Te acuerdas, Jesuso, de Cacique? El pobre.

La imagen del viejo perro fiel desfiló por sus memorias. Una compungida emoción los
acercaba. 
- Ca-ci-que... - dijo el viejo como comprendiendo a deletrear.

El niño volvió la cabeza y lo miró con su mirada entera y pura. Miró a su mujer y
sonrieron ambos tímidos y sorprendidos.

A medida que el día se hacía grande y profundo, la luz situaba la imagen del muchacho
dentro del cuadro familiar y pequeño del rancho. El color de la piel enriquecía el tono
moreno de la tierra pisada, y en los ojos la sombra fresca estaba viva y ardiente.

Poco a poco las cosas iban dejando sitio y organizándose para su presencia. Ya la mano
corría fácil sobre la lustrosa madera de la mesa, el pie hallaba el desnivel del umbral, el
cuerpo se amoldaba exacto al butaque de cuero y los movimientos cabían con gracia en el
espacio que los esperaba.

Jesuso, entre alegre y nervioso, había salido de nuevo al campo y Usebia se atareaba,
procurando evadirse de la soledad frente al ser nuevo. Removía la olla sobre el fuego, iba y
venía buscando ingredientes para la comida, y a ratos, mientras le volvía la espalda, miraba
de reojo al niño.

Desde dónde lo vislumbraba quieto, con las manos entre las piernas, la cabeza doblada
mirando los pies golpear el suelo, comenzó a llegarle un silbido menudo y libre que no
recordaba música.

Al rato preguntó casi sin dirigirse a él:

- ¿Quién el grillo que chilla?

Creyó haber hablado muy suave, porque no recibió respuesta sino el silbido, ahora más
alegre y parecido a la brusca exaltación del canto de los pájaros.

- ¡Cacique! - insinuó casi con vergüenza - ¡Cacique!

Mucho gusto le produjo el oír el ¡ah!, del niño.

- ¿Cómo que te está gustando el nombre?

Una pausa y añadió:

- Yo me llamo Usebia.

Oyó como un eco apagado:

- Velita de sebo...

Sonrió entre sorprendida y disgustada.
 - ¿Cómo que te gusta poner nombres?

- Usted fue quien me lo puso a mí.

- Verdad es.

Iba a preguntarle si estaba contengo, pero la dura costra que la vida solitaria había
acumulado sobre sus sentimientos le hacía difícil, casi dolorosa, la expresión.

Tornó a callar y a moverse mecánicamente en una imaginaria tarea, eludiendo, los impulsos
que la hacían comunicativa y abierta. El niño recomenzó el silbido.

La luz crecía, haciendo más pesado el silencio. Hubiera querido comenzar a hablar
disparatadamente de todo cuanto le pasaba por la cabeza, o huir a la soledad para hallarse
de nuevo consigo misma.

Soportó callada aquél vértigo interior hasta el límite de la tortura, y cuando se sorprendió
hablando ya no se sentía ella, sino algo que fluía como la sangre de una vena rota.

- Tú vas a ver cómo todo cambiará ahora, Cacique. Ya yo no podía aguantar más a
Jesuso...

La visión del viejo oscuro, callado, seco, pasó entre las palabras. Le pareció que el
muchacho había dicho "lechuzo", y sonrió con torpeza, no sabiendo si era la resonancia de
sus propias palabras.

- ... no sé cómo lo he aguantado por toda la vida. Siempre ha sido malo y mentiroso. Sin
ocuparse de mí...

El sabor de la vida amarga y dura se concentraba en el recuerdo de su hombre, cargándolo
con las culpas que no podía aceptar.

- ... ni el trabajo del campo lo sabe con tantos años. Otros hubieran salido de abajo y
nosotros para atrás y para atrás. Y ahora este año, Cacique...

Se interrumpió suspirando y continuó con firmeza y la voz alzada, como si quisiera que la
oyese alguien más lejos:

- ... no ha venido el agua. El verano se ha quedado viejo quemándolo todo. ¡No ha caído ni
una gota!

La voz cálida en el aire tórrido trajo una ansia de frescura imperiosa, una angustia de ser.
El resplandor de la colina tostada, las hojas secas, de la tierra agrietada, se hizo presente
como otro cuerpo y alejó las demás preocupaciones.

Guardó silencio algún tiempo y luego concluyó con voz dolorosa:
 - Cacique, coge esa lata y baja a la quebrada a buscar agua.



Miraba a Eusebia atarearse en los preparativos del almuerzo y sentía un contento íntimo
como si se preparara una ceremonia extraordinaria, como si acaso acabara de descubrir el
carácter religioso del alimento.

Todas las cosas usuales se habían endomingado, se veían más hermosas, parecían vivir por
primera vez.

- ¿Está buena la comida, Usebia?

La respuesta fue extraordinaria como la pregunta.

- Está buena, viejo.

El niño estaba afuera, pero su presencia llegaba hasta ellos de un modo imperceptible y
eficaz.

La imagen del pequeño rostro agudo y huroneante, les provocaba asociaciones de ideas
nuevas. Pensaban con ternura en objetos que antes nunca habían tenido importancia.
Alpargaticas menudas, pequeños caballos de madera, carritos hechos con ruedas de limón,
metras de vidrio irisado.

El gozo mutuo y callado los unía y hermoseaba. También ambos parecían acabar de
conocerse, y tener sueños para la vida venidera. Estaban hermosos hasta sus nombres y se
complacían en decirlo solamente.

- Jesuso...

- Usebia...

Ya el tiempo no era un desesperado aguardar, sino una cosa ligera, como fuente que
brotaba.

Cuando estuvo lista la mesa, el viejo se levantó, atravesó la puerta y fue a llamar al niño
que jugaba afuera, echado por tierra, con una cerbatana.

- ¡Cacique, vente a comer!

El niño no lo oía, abstraído en la contemplación del insecto verde y fino como el nervio de
una hoja. Con los ojos pegados a la tierra, la veía crecida como si fuese de su mismo
tamaño, como un gran animal terrible y monstruoso. La cerbatana se movía apena, girando
sobre sus patas, entre la voz del muchacho, que canturreaba interminablemente:

- "Cerbatana, cerbatanita, ¿de qué tamaño es tu conuquito? 
El insecto abría acompasadamente las dos patas delanteras, como mensurando vagamente.
La cantinela continuaba acompañando el movimiento de la cerbatana, y el niño iba viendo
cada vez más diferente e inesperado el aspecto de la bestezuela, hasta hacerla irreconocible
en su imaginación.

- Cacique, vente a comer.

Volvió la cara y se alzó con fatiga, como si regresase de un largo viaje.

Penetró tras el viejo en el rancho lleno de humo. Usebia servía el almuerzo en platos de
peltre desportillados. En el centro de la mesa se destacaba blanco el pan de maíz, frío y
rugoso.

Contra su costumbre que era estarse lo más del día vagando por las siembras y laderas,
Jesuso regresó al rancho poco después del almuerzo.

Cuando volvía a las horas habituales, le era fácil repetir gestos consuetudinarios, decir las
frases acostumbradas y hallar el sitio exacto en que su presencia aparecía como un fruto
natural de la hora, pero aquel regreso inusitado representaba una tan formidable alteración
del curso de su vida, que entró como avergonzado y comprendió que Usebia debía estar
llena de sorpresa.

Sin mirarla de frente, se fue al chinchorro y echóse a lo largo. Oyó sin extrañeza como lo
interpelaba.

- ¡Ajá! ¿Cómo que arreció la flojera?

Buscó una excusa.

- ¿Y qué voy a hacer en ese cerro achicharrado?

Al rato volvió la voz de Usebia, ya dócil y con más simpatía.

- ¡Tanta falta que hace el agua! Si acabara de venir un buen aguacero, largo y bueno.
¡Santo Dios!

- La calor es mucha y el cielo purito. No se mira venir agua de ningún lado.

- Pero si lloviera se podría hacer otra siembra.

- Sí, se podría.

- Y daría más plata, porque se ha secado mucho conuco.

- Sí, daría.
 - Con un solo aguacero, se pondría verdecita toda esa falda.

- Y con esa plata podríamos comprarnos un burro, que nos hace mucha falta. Y unos
camisones para ti, Usebia.

La corriente ternura brotó inesperadamente y con su milagro hizo sonreír a los viejos.

- Y para ti, Jesuso, una buena cobija que no se pase.

Y casi en coro los dos:

- ¿Y para Cacique?

- Lo llevaremos al pueblo para que coja lo que le guste.

La luz que entraba por la puerta del rancho se iba haciendo tenue, difusa, oscura, como si la
hora avanzase y sin embargo no parecía haber pasado tanto tiempo desde el almuerzo.
Llegaba la brisa teñida de humedad, que hacía más grato el encierro de la habitación.

Todo el mediodía lo había pasado casi en silencio, diciendo sólo, muy de tiempo en tiempo,
algunas palabras vagas y banales por las que secretamente y de modo basto asomaba un
estado de alma nuevo, una especie de calma, de paz, de cansancio feliz.

- Ahorita está oscuro - dijo Usebia, mirando el color ceniciento que llegaba a la puerta.

- Ahorita - asintió distraídamente el viejo.

E inesperadamente agregó:

- ¿Y qué se ha hecho Cacique en toda la tarde?... Se habrá quedado por el conuco jugando
con los animales que encuentra. Con cuanto bicho mira, se para y se pone a conversar
como si fuera gente.

Y más luego añadió, después de haber dejado desfilar lentamente por su cabeza todas las
imágenes que suscitaban sus palabras dichas:

- ... y lo voy a buscar, pues.

Alzóse del chinchorro, con pereza y llegó a la puerta. Todo el amarillo de la colina seca se
había tornado violeta bajo la luz de gruesos nubarrones negros que cubrían el cielo. Una
brisa aguda agitaba todas las hojas tostadas y chirriantes.

- Mira, Usebia - llamó.

Vino la vieja al umbral preguntando:

- ¿Cacique está ahí? 
- ¡No! Mira el cielo negrito, negrito.

- Ya así se ha puesto otras veces y no ha sido agua.

Ella se quedó enmarcada en la puerta y él salió al raso, hizo hueco con las manos y lanzó un
grito lento y espacioso:

- ¡Cacique! ¡Caciiiiique!

- La voz se fue con la brisa, mezclada al ruido de las hojas, al hervor de mil ruidos menudos
que como burbujas rodeaban la colina.

Jesuso comenzó a andar por la vereda más ancha del conuco.

En la primera vuelta vio de reojo a Usebia, inmóvil, incrustada en las cuatro líneas del
umbral, y la perdió siguiendo las sinuosidades.

Cruzaba un ruido de bestezuelas veloces por la hojarasca caída y se oía el escalofriante
vuelo de las palomitas pardas sobre el ancho fondo del viento inmenso que pasaba
pesadamente. Por la luz y el aire penetraba una frialdad de agua.

Sin sentirlo, estaba como ausente y metido por otras veredas más torcidas y complicadas
que las del conuco, más oscuras y misteriosas. Caminaba mecánicamente, cambiando de
velocidad, deteniéndose y hallándose de pronto parado en otro sitio.

Suavemente las cosas iban desdibujándose y haciéndose grises y mudables, como de
sustancia de agua.

A ratos parecía a Jesuso ver el cuerpecito del niño en cuclillas entre los tallos del maíz, y
llamaba rápido: - "Cacique" - pero pronto la brisa y la sombra deshacían el dibujo y
formaban otra figura irreconocible.

Las nubes mucho más hondas y bajas aumentaban por segundos la oscuridad. Iba a media
falda de la colina y ya los árboles altos parecían columnas de humo deshaciéndose en la
atmósfera oscura.

Ya no se fiaba de los ojos, porque todas las formas eran sombras indistintas, sino que a
ratos se paraba y prestaba oído a los rumores que pasaban.

- ¡Cacique!

Hervía una sustancia de murmullos, de ecos, de crujidos, resonante y vasta.

Había distinguido clara su voz entre la zarabanda de ruidos menudos y dispersos que
arrastraba el viento.
 - Cerbatana, cerbatanita...

Era eso, eran sílabas, eran palabras de su voz infantil y no el eco de un guijarro que rodaba,
y no algún canto de pájaro desfigurado en la distancia, ni siquiera su propio grito que
regresaba decrecido y delgado.

- Cerbatana, cerbatanita...

Entre el humo vago que le llenaba la cabeza, una angustia fría y aguda lo hostigaba
acelerando sus pasos y precipitándolo locamente. Entró en cuclillas, a ratos a cuatro patas,
hurgando febril entre los tallos del maíz, y parándose continuamente a oír su propia
respiración, casi sintiéndose él mismo, perdido y llamado.

- ¡Cacique! ¡Caciiiique!

Había ido dando vueltas entre gritos y jadeos, extraviado y sólo ahora advertía que iba de
nuevo subiendo la colina. Con la sombra, la velocidad de la sangre y la angustia de la

búsqueda inútil, ya no reconocía en sí mismo el manso viejo habitual, sino un animal
extraño presa de un impulso de la naturaleza. No veía en la coli
na los familiares contornos,
sino como un crecimiento y una deformación inopinados que se la hacían ajena y poblada
de ruidos y movimientos desconocidos.

El aire estaba espeso e irrespirable, el sudor le corría copioso y él giraba y corría siempre
aguijoneado por la angustia.

- ¡Cacique!

Ya era una cosa de vida o muerte. Hallar algo desmedido que saldría de aquella áspera
soledad torturadora. Su propio grito ronco parecía llamarlo hacia mil rumbos distintos,
dónde algo de la noche aplastante lo esperaba.

Era agonía. Era sed. Un olor de surco recién removido flotaba ahora a ras de tierra, olor de
hoja tierna triturada.

Ya irreconocible, como las demás formas, el rostro del niño se deshacía en la tiniebla
gruesa, ya no le miraba aspecto humano, a ratos no le recordaba la fisonomía, ni el timbre,
ni recordaba su silueta.

- ¡Cacique!

Una gruesa gota fresca estalló sobre su frente sudorosa. Alzó la cara y otra le cayó sobre
los labios partidos, y otras en las manos terrosas.

- ¡Cacique!

Y otras frías en el pecho grasiento de sudor, y otras en los ojos turbios, que se empañaron.
 - ¡Cacique! ¡Cacique! ¡Cacique!...

Ya el contacto frío le acariciaba toda la piel, le adhería las ropas, le corría por los miembros
lasos.

Un gran ruido compacto se alzaba de toda la hojarasca y ahogaba su voz. Olía
profundamente a raíz, a lombriz de tierra, a semilla germinada, a ese olor ensordecedor de
la lluvia.

Ya no reconocía su propia voz, vuelta en el eco redondo de las gotas. Su boca callaba
como saciada y parecía dormir marchando lentamente, apretando en la lluvia, calado en
ella, acunado por su resonar profundo y vasto.

Ya no sabía si regresaba. Miraba como entre lágrimas al través de los claros flecos del
agua la imagen oscura de Usebia, quieta entre la luz del umbral.

martes, 29 de abril de 2014

"La tercera resignación" de Gabriel García Márquez

 ..."La tercera resignación" fue publicado por quien años más tarde recibiera el Premio Nobel colombiano en respuesta a Eduardo Zalamea, el entonces editor cultural de el diario "El Espectador", quien sostenía que no había un escritor en Colombia que fuera capaz a medírsele a escribir una obra literaria con el rigor y la precisión que exige el género.


Allí estaba otra vez, ese ruido. Aquel ruido frío, cortante, vertical, que ya tanto conocía pero que ahora se le presentaba agudo y doloroso, como si de un día a otro se hubiera desacostumbrado a él.
         Le giraba dentro del cráneo vacío, sordo y punzante. Un panal se había levantado en las cuatro paredes de su calavera. Se agrandaba cada vez más en espirales sucesivos, y le golpeaba por dentro haciendo vibrar su tallo de vértebras con una vibración destemplada, desentonada, con el ritmo seguro de su cuerpo. Algo se había desadaptado en su estructura material de hombre firme; algo que “las otras veces” había funcionado normalmente y que ahora le estaba martillando de cabeza por dentro con un golpe seco y duro dado por unos huesos de mano descarnada, esquelética, y le hacía recordar todas las sensaciones amargas de la vida. Tuvo el impulso animal de cerrar los puños y apretarse la sien brotada de arterias azules, moradas, con la firme presión de su dolor desesperado. Hubiera querido localizar entre las palmas de sus dos manos sensitivas el ruido que le estaba a punta de diamante. Un gesto de gato doméstico contrajo sus músculos cuando lo imaginó perseguido por los rincones atormentados de su cabeza caliente, desgarrada por la fiebre. Ya iba a alcanzarlo. No.
         El ruido tenía la piel resbaladiza, intangible casi. Pero él estaba dispuesto a alcanzarlo con su estrategia bien aprendida y apretarlo larga y definitivamente con toda la fuerza de su desesperación. No permitiría que penetrara otra vez por su oído: que saliera por su boca, por cada uno de sus poros o por sus ojos que se desorbitarían a su paso y se quedarían ciegos mirando la huída del ruido desde el fondo de su desgarrada oscuridad. No permitiría que le estrujara más sus cristales molidos, sus estrellas de hielo, contra las paredes interiores del cráneo. Así era el ruido aquel:
         Pero le era imposible apretarse las sienes. Sus brazos se habían reducido y eran ahora los brazos de un enano; unos brazos pequeños, regordetes, adiposos. Trató de sacudir la cabeza. La sacudió. El ruido apareció entonces con mayor fuerza dentro del cráneo que se había endurecido, agrandado y que se sentía atraído con mayor fuerza por la gravedad. Estaba pesado y duro aquel ruido. Tan pesado y duro que de haberlo alcanzado y destruido había tenido habría tenido la impresión de estar deshojando una flor de plomo.
         Había sentido ese ruido “las otras veces”, con la misma insistencia. Lo había sentido, por ejemplo, el día en que murió por primera vez. Cuando –ante la vista de un cadáver– se dio cuenta de que era su propio cadáver. Lo miró y se palpó. Se sintió intangible, inespacial, inexistente. El era verdaderamente un cadáver y estaba sintiendo ya, sobre su cuerpo joven y enfermizo, el tránsito de la muerte. La atmósfera se había endurecido en toda la casa como si hubiera sido rellena de cemento, y en medio de aquel bosque –en el que había dejado los objetos como cuando era una atmósfera de aire– estaba él, cuidadosamente colocado dentro del ataúd de un cemento duro pero transparente. Aquella vez, en su cabeza estaba también “ese ruido”. Qué lejanas y qué frías sentía las plantas de sus pies; allá en el otro extremo del ataúd, donde habían puesto una almohada, porque la caja le quedaba aún demasiado grande y hubo que ajustarlo, adaptar el cuerpo muerto a su nuevo y último vestido. Lo cubrieron de blanco y alrededor de su mandíbula apretaron un pañuelo. Se sintió bello envuelto en su mortaja; mortalmente bello.
         Estaba en su ataúd, listo a ser enterrado, y sin embargo, él sabía que no estaba muerto. Que si hubiera tratado de levantarse lo hubiera hecho con toda facilidad. Al menos “espiritualmente”. Pero no valía la pena. Era mejor dejarse morir allí; morirse de “muerte”, que era su enfermedad. Hacía tiempo que el médico había dicho a su madre, secamente:
         –Señora, su niño tiene una enfermedad grave: está muerto. Sin embargo –prosiguió–, haremos todo lo posible por conservarle la vida más allá de su muerte. Lograremos que continúen sus funciones orgánicas por un complejo sistema de autonutrición. Sólo variarán las funciones motrices, los movimientos espontáneos. Sabremos de su vida por el crecimiento que continuará también normalmente. Es simplemente “una muerte viva”. Una real y verdadera muerte...
         Recordaba las palabras, pero confundidas. Tal vez no las oyó nunca y fue creación de su cerebro cuando subía la temperatura en las crisis de la fiebre tifoidea.
         Cuando se sumergía en el delirio. Cuando leía la historia de los faraones embalsamados. Al subir la fiebre, él mismo se sentía protagonista de ella. Allí había empezado una especie de vacío en su vida. Desde entonces no podía distinguir, recordar cuáles acontecimientos eran parte de su delirio y cuáles de su vida real. Por tanto, ahora dudaba. Tal vez el médico nunca habló de esa extraña “muerte viva”. Es ilógica, paradojal, sencillamente contradictoria. Y eso lo hacía sospechar ahora que, efectivamente, estaba muerto de verdad. Que hacía dieciocho años que lo estaba.
         Desde entonces –en el tiempo de su muerte tenía siete años– su madre le mandó hacer un ataúd pequeño, de madera verde; un ataúd para un niño. Pero el médico ordenó que le hicieran una caja más grande, una caja para un adulto normal, pues aquella, podría atrofiar el crecimiento y llegaría a ser un muerto deforme o un vivo anormal. O la detención del crecimiento impediría darse cuenta de la mejoría. En vista de aquella advertencia, su madre le hizo construir un ataúd grande, para un cadáver adulto, y le colocó tres almohadas a los pies, con el fin de ajustarlo.
         Pronto empezó a crecer dentro de la caja, de tal manera que cada año podían sacarle un poco de lana a la almohada extrema para darle margen al crecimiento. Había pasado así media vida. Dieciocho años (ahora tenía veinticinco). Y había llegado a su estatura definitiva, normal. El carpintero y el médico se equivocaron en el cálculo e hicieron el ataúd medio metro más grande. Supusieron que él tendría la estatura de su padre, que era un gigante semibárbaro. Pero no fue así. Lo único que de él heredó fue la barba poblada. Una barba azul, espesa, que su madre acostumbraba arreglar para verlo decentemente dentro de su ataúd. Esa barba le molestaba terriblemente en los días de calor.
         Pero había algo que le preocupaba más que “¡ese ruido!”. Eran los ratones. Precisamente, cuando niño, nada había en el mundo que le preocupara más, que le produjera más terror, que los ratones. Y eran precisamente esos animales asquerosos los que habían acudido al olor de las bujías que ardían a sus pies. Ya habían roído sus ropas y sabía que muy pronto empezarían a roerlo a él, a comerse su cuerpo. Un día pudo verlos: eran cinco ratones lucios, resbaladizos, que subían a la caja por la pata de la mesa y lo estaban devorando. Cuando su madre lo advirtiera, no quedaría ya de él sino los escombros, los huesos duros y fríos. Lo que más horror le producía no era exactamente que se lo comieran los ratones. Al fin y al cabo podría seguir viviendo con su esqueleto. Lo que lo atormentaba era el terror innato que sentía hacia esos animalitos. Se le erizaba la piel con sólo pensar en esos seres velludos que recorrían todo su cuerpo, que penetraban por los pliegues de su piel y le rozaban los labios con sus patas heladas. Uno de ellos subió hasta sus párpados y trató de roer su córnea. Le vio grande, monstruoso, en su lucha desesperada por taladrarle la retina. Creyó entonces una nueva muerte y se entregó, todo entero, a la inminencia del vértigo.
         Recordó que había llegado a mayor de edad. Tenía veinticinco años y eso significaba que no crecería ya más. Sus facciones se volverían firmes, serias. Pero cuando estuviera sano no podría hablar de su infancia. No la había tenido. La pasó muerto.
         Su madre había tenido rigurosos cuidados durante el tiempo que duró la transición de la infancia a la pubertad. Se preocupó por la higiene perfecta del ataúd y de la habitación en general. Cambiaba frecuentemente las flores de los jarrones y abría las ventanas todos los días para que penetrara el aire fresco. Con qué satisfacción miró la cinta métrica en aquel tiempo, cuando, después de medirlo, ¡comprobaba que había crecido varios centímetros! Tenía la maternal satisfacción de verlo vivo. Cuidó, así mismo, de evitar la presencia de extraños en la casa. Al fin y al cabo era desagradable y misteriosa la existencia de un muerto por largos años en una habitación familiar. Fue una mujer abnegada. Pero muy pronto empezó a decaer su optimismo. En los últimos años, la vio mirar con tristeza la cinta métrica. Su niño no crecía ya más. En los meses pasados no progresó el crecimiento un milímetro siquiera. Su madre sabía que iba a ser difícil ahora encontrar la manera de advertir la presencia de la vida en su muerto querido. Tenía el temor de que una mañana amaneciera “realmente” muerto y tal vez por eso aquel día él pudo observar que se acercaba a su caja, discretamente, y olfateaba su cuerpo. Había caído en una crisis de pesimismo. Últimamente descuidó las atenciones y ya ni siquiera tenía la precaución de llevar la cinta métrica. Sabía que ya no crecería más.
         Y él sabía que ahora estaba “realmente” muerto, Lo sabía por aquella apacible tranquilidad con que su organismo se dejaba llevar. Todo había cambiado intempestivamente. Los latidos imperceptibles que sólo él podía percibir se habían desvanecido ahora de su pulso. Se sentía pesado, atraído por una fuerza reclamadora y potente hacia la primitiva substancia de la tierra. La fuerza de gravedad parecía atraerlo ahora con un poder irrevocable. Estaba innegable. Pero estaba más descansado así. Ni siquiera tenía que respirar para vivir su muerte.
         Imaginariamente, sin tocarse, recorrió uno a uno cada uno de sus miembros. Allí, sobre una almohada dura, estaba su cabeza levemente vuelta hacia la izquierda. Imaginó su boca entreabierta por la delgada orilla de frío que le llenaba la garganta de granizo. Estaba tronchado como un árbol de veinticinco años. Quizá trató de cerrar la boca. El pañuelo que había apretado a su quijada estaba flojo. No pudo colocarse, componerse, tomar una “pose” siquiera para parecer un muerto decente. Ya los músculos, los miembros, no acudían como antes, puntuales al llamado de su sistema nervioso. Ya no era el de dieciocho años atrás, un niño normal que podía moverse a gusto. Sintió sus brazos caídos, tumbados para siempre, apretados contra las paredes acojinadas del ataúd. Su vientre duro, como una corteza de nogal. Y más allá las piernas íntegras, exactas, complementando su perfecta anatomía de adulto. Su cuerpo reposaba con pesadez, pero apaciblemente, sin malestar alguno, como si el mundo se hubiera detenido de repente, y nadie interrumpiera el silencio; como si todos los pulmones de la tierra hubieran dejado de respirar para no interrumpir la liviana quietud del aire. Se sentía feliz como un niño bocarriba sobre la hierba fresca y apretada, contemplando una nube alta que se aleja por el cielo de la tarde. Era feliz, aunque sabía que estaba muerto, que reposaba para siempre en la caja recubierta de seda artificial. Tenía una gran lucidez. No era como antes, después de su primera muerte, en que se sintió embotado, bruto. Las cuatro bujías que habían puesto en derredor suyo, y que eran renovadas cada tres meses, empezaban a agotarse nuevamente: precisamente cuando iban a ser indispensables. Sintió la vecindad de la frescura en las violetas húmedas que su madre había llevado aquella terrible mañana. La sintió en las azucenas, en las rosas. Pero toda aquella terrible realidad no le causaba ninguna inquietud; al contrario, era feliz allí, sólo con su soledad. ¿Sentirse miedo después?
         Quién sabe. Era duro pensar en el momento en que el martillo golpeara los clavos sobre la madera verde y crujiera el ataúd bajo la esperanza segura de volver a ser árbol. Su cuerpo atraído ahora con mayor fuerza por el imperativo de la tierra, quedaría ladeado en un fondo húmedo, arcilloso y blanco, y allá arriba, sobre cuatro metros cúbicos, se irían apagando los últimos golpes de los sepultureros. No. Allí tampoco sentiría miedo. Eso sería la prolongación de su muerte, la prolongación más natural de su nuevo estado.
         No quedaría ya ni un grado de calor en su cuerpo, su médula se habría enfriado para siempre, y unas estrellitas de hielo penetrarían hasta el tuétano de sus huesos. ¡Qué bien se acostumbraría a su nueva vida de muerto! Un día –sin embargo– sentirá que se derrumba su armadura sólida; y cuando trate de citar, de repasar cada uno de sus miembros, no los encontrará. Sentirá que no tiene forma exacta definida, y sabrá resignadamente que ha perdido su perfecta anatomía de 25 años y que se ha convertido en un puñado de polvo sin forma, sin definición geométrica.
         En el polvillo bíblico de la muerte. Acaso sienta entonces una ligera nostalgia: nostalgia de no ser un cadáver formal, anatómico, sino un cadáver imaginario, abstracto, armado únicamente en el recuerdo gorroso de sus parientes. Sabrá entonces, que va a subir por los vasos capilares de un manzano y al despertarse medido por el hambre de un niño en una mañana otoñal. Sabrá entonces –y eso sí le entristecía– que ha perdido su unidad: que ya no es –siquiera– un muerto ordinario, un cadáver común.
         La última noche la había pasado feliz, en la solitaria compañía de su propio cadáver.
         Pero al nuevo día, al penetrar los primeros rayos del sol tibio por la ventana, abierta, sintió que su piel se había reblandecido. Observó un momento. Quieto, rígido. Dejó que el aire corriera sobre su cuerpo. No pudo dudarlo: allí estaba el “olor”. Durante la noche la cadaverina había empezado a hacer sus efectos. Su organismo había empezado a descomponerse, a pudrirse, como el cuerpo de todos los muertos. El “olor” era, indudablemente, un olor inconfundible a carne manida, que desaparecía y reaparecía después más penetrante. Su cuerpo se había descompuesto con el calor de la noche anterior. Sí. Se estaba pudriendo. Dentro de p ocas horas vendría su madre a cambiar las flores y desde el umbral la azotaría el tufo de la carne descompuesta. Entonces sí lo llevarían a dormir su segunda muerte entre los otros muertos.
         Pero de pronto el miedo le dio una puñalada por la espalda. ¡El miedo! ¡Qué palabra tan honda, tan significativa! Ahora tenía miedo, un miedo “físico”, verdadero. ¿A qué se debía? Él lo comprendía perfectamente y se le estremecía la carne: probablemente no estaba muerto. Lo habían metido allí, en esa caja que ahora sentía perfectamente, blanda, acolchada, terriblemente cómoda; y el fantasma del miedo le abrió la ventana de la realidad: ¡Lo iban a enterrar vivo!
         No podía estar muerto, porque se daba cuenta exacta de todo; de la vida que giraba en torno suyo, murmurante. Del olor tibio de los heliotropos que penetraba por la ventana abierta y se confundía con el otro “olor”. Se daba perfecta cuenta del lento caer del agua en el estanque. Del grillo que se había quedado en el rincón y seguía cantando, creyendo que aún duraba la madrugada.
         Todo le negaba su muerte. Todo menos el “olor”. Pero, ¿cómo podía saber que ese olor era suyo? Tal vez su madre había olvidado el día anterior cambiar el agua de los jarrones, y los tallos estaban pudriéndose. O tal vez el ratón, que el gato había arrastrado hasta su pieza, se descompuso con el calor. No. El “olor” no podías ser de su cuerpo.
         Hacía unos momentos estaba feliz con su muerte, porque creía estar muerto. Porque un muerto puede ser feliz con su situación irremediable. Pero un vivo no puede resignarse a ser enterrado vivo. Sin embargo, sus miembros no respondían a su llamada. No podía expresarse, y era eso lo que le causaba terror; el mayor terror de su vida y de su muerte. Lo enterrarían vivo. Sentiría el vacío del cuerpo suspendido en hombros de los amigos, mientras su angustia y su desesperación se irían agrandando a cada paso de la procesión.
         Inútilmente trataría de levantarse, de llamar con todas sus fuerzas desfallecidas, de golpear por dentro del ataúd oscuro y estrecho para que supieran que aún vivía, que iban a enterrarlo vivo. Sería inútil; allí tampoco responderían sus miembros al urgente y último llamado de su sistema nervioso.
         Oyó ruidos en la pieza contigua. ¿Estaría dormido? ¿Habría sido una pesadilla toda esa vida de muerto? Pero el ruido de la vajilla no continuó. Se puso triste y quizá tuvo disgusto por ello. Hubiera querido que todas las vajillas de la tierra se quebraran de un sólo golpe allí a su lado, para despertar por una causa exterior, ya que su voluntad había fracasado.
         Pero, no. No era un sueño. Estaba seguro de que de haber sido un sueño no habría fallado el último intento de volver a la realidad. El no despertaría ya más. Sentía la blandura del ataúd y el “olor” había vuelto ahora con mayor fuerza, con tanta fuerza, que ya dudaba de que era su propio olor. Hubiera querido ver allí a sus parientes, antes que comenzara a deshacerse, y el espectáculo de la carne putrefacta les produjera asco. Los vecinos huirían espantados del féretro con un pañuelo en la boca. Escupirían. No. Eso no. Era mejor que lo enterraran. Era preferible salir de “eso” cuanto antes. El mismo quería ahora deshacerse de su propio cadáver. Ahora sabía que estaba verdaderamente muer to, o al menos inapreciablemente vivo. Daba lo mismo. De todos modos persistía el “olor”.
         Resignado oiría las últimas oraciones, los últimos latinajos mal respondidos por los acólitos. El frío lleno de polvo y de huesos del cementerio penetrará hasta sus huesos y tal vez disipe un poco ese “olor”. Tal vez –¡quién sabe!— la inminencia del momento le haga salir de ese letargo. Cuando se sienta nadando en su propio sudor, en una agua viscosa, espesa, como estuvo nadando antes de nacer en el útero de su madre. Tal vez entonces esté vivo.
         Pero estará ya tan resignado a morir, que acaso muera de resignación.