La luz de la
luna entraba por todas las rendijas del rancho y el ruido del viento en el
maizal,
compacto y
menudo como de lluvia. En la sombra acuchillada de láminas claras oscilaba el
chinchorro
lento del viejo zambo; acompasadamente chirriaba la atadura de la cuerda sobre
la madera y
se oía la respiración corta y silbosa de la mujer que estaba echada sobre el
catre
del rincón.
La
patinadura del aire sobre las hojas secas del maíz y de los árboles sonaba cada
vez más a
lluvia,
poniendo un eco húmedo en el ambiente terroso y sólido.
Se oía en el
hondo, como bajo piedra, el latido de la sangre girando ansiosamente.
La mujer
sudorosa e insomne prestó oído, entreabrió los ojos, trató de adivinar por las
rayas
luminosas,
atisbó un momento, miró el chinchorro quieto y pesado, y llamó con voz agria.
- ¡Jesuso!
Calmó la voz
esperando respuesta y entre tanto, comentó alzadamente:
- Duerme
como un palo. Para nada sirve. Si vive como si estuviera muerto...
El dormido
salió a la vista con la llamada, desperezóse y preguntó con voz cansina:
- ¿Qué pasa
Eusebia? ¿Qué escándalo es ése? Ni a la noche puedes dejar en paz a la gente.
- Cállate,
Jesuso, y oye.
- Qué.
- Está
lloviendo, lloviendo, ¡Jesuso! Y ni lo oyes. ¡Hasta sordo te has puesto!
Con
esfuerzo, malhumorado, el viejo se incorporó, corrió a la puerta, la abrió
violentamente
y recibió en
la cara y en el cuerpo medio desnudo la plateadura de la luna llena y el soplo
ardiente que
subía por la ladera del conuco agitando las sombras. Lucían todas las
estrellas.
Alargó hacia
la intemperie la mano abierta, sin sentir una gota.
Dejó caer la
mano, aflojó los músculos y recostóse en el marco de la puerta.
- ¿Ves,
vieja loca, tu aguacero? Ganas de trabajar la paciencia. La mujer quedóse con
los
ojos fijos
mirando la gran claridad que entraba por la puerta. Una rápida gota de sudor le
cosquilleó
la mejilla. El vaho cálido inundaba el recinto.
Jesús tornó
a cerrar, caminó suavemente hasta el chinchorro, estiróse y se volvió a oír el
crujido de
la madera de la madera en la mecida. Una mano colgaba hasta el suelo
resbalando
sobre la tierra del piso.
La tierra
estaba seca como una piel áspera, seca hasta el extremo de las raíces, ya como
huesos; se
sentía flotar sobre ella una fiebre de sed, un jadeo, que torturaba a los
hombres.
Las nubes
oscuras como sombra de árbol se habían ido, se habían perdido tras de los
últimos
cerros más altos, se habían ido como el sueño, como el reposo. El día era
ardiente.
La noche era
ardiente, encendida de luces fijas y metálicas.
En los
cerros y en los valles pelados, llenos de grietas como bocas, los hombres se
consumían
torpes, obsesionados por el fantasma pulido del agua, mirando señales,
escudriñando
anuncios...
Sobre los
valles y cerros, en cada rancho, pasaban y repasaban las mismas palabras:
- Cantó el
carraó. Va a llover...
- ¡No
lloverá!
Se lo
repetían como para fortalecerse en la espera infinita.
- Se
callaron los chicharras. Va a llover...
- ¡No
lloverá!
La luz y el
sol eran de cal cegadora y asfixiante.
- Si no
llueve, Jesuso, ¿qué va a pasar?
Miró la
sombra que se agitaba fatigosa sobre el catre, comprendió su intención de
multiplicar
el sufrimiento con las palabras, quiso hablar, pero la somnolencia le tenía
tomado el
cuerpo, cerró los ojos y se sintió entrando en el sueño.
Con la
primera luz de la mañana Jesuso salió al conuco y comenzó a recorrerlo a paso
lento. Bajo
sus pies descalzos crujían las hojas vidriosas. Miraba a ambos lados las largas
hileras del
maizal amarillas y tostadas, los escasos árboles desnudos y en lo alto de la
colina,
verde y profundo, un cactus vertical. A ratos deteníase, tomaba en la mano una
vaina de
frijol reseca y triturábala con lentitud haciendo saltar por entre los dedos
los
granos
rugosos y malogrados.
A medida que subía el sol, la sensación y el
calor de aridez eran mayores. No se veía nube
en el cielo
de un azul de llama. Jesuso, como todos los días, iba, sin objeto, porque la
siembra
estaba ya perdida, recorriendo las veredas del conuco, en parte por
inconsciente
costumbre,
en parte por descansar de la hostil murmuración de Usebia.
Todo lo que
dominaba del paisaje, desde la colina, era una sola variedad de amarillo
sediento
sobre valles sedientos y estrechos y cerros calvos, en cuyo flanco una mancha
de
polvo
calcáreo señalaba el camino.
No se
observaba ningún movimiento de vida, el viento quieto, la luz fulgurante.
Apenas la
sombra sí se
iba empequeñeciendo. Parecía aguardase un incendio.
Jesuso
marchaba despacio, deteniéndose a ratos como un animal amaestrado, la vista
sobre
el suelo, y
a ratos conversando consigo mismo.
- ¡Bendito y
alabado! ¿Qué va a ser de la pobre gente con esta sequía? Este año ni una
gota de agua
y el pasado fue el inviernazo que se pasó de aguado, llovió más de la cuenta,
creció el
río, acabó con las vegas, se llevó el puente... Está visto que no hay manera...
Si
llueve,
porque llueve... Si no llueve, porque no llueve...
Pasaba del
monólogo a un silencio desierto y a la marcha perezosa, la mirada por tierra,
cuando sin
ver sintió algo inusitado, en el fondo de la vereda y alzó los ojos.
Era el
cuerpo de un niño. Delgado, menudo, des espaldas, en cuclillas, fijo y
abstraído
mirando
hacia el suelo.
Jesuso
avanzó sin ruido, y sin que el muchacho lo advirtiera, vino a colocársele por
detrás,
dominando
con su estatura lo que hacía. Corría por tierra culebreando un delgado hilo de
orina,
achatado y turbio de polvo en el extremo, que arrastraba algunas pajas mínimas.
En
ese
instante, de entre sus dedos mugrientos, el niño dejaba caer una hormiga.
- Y se
rompió la represa... ya ha venido la corriente... bruum... bruum, y la gente
corriendo...
y se llevó la hacienda de tío sapo... y después el hato de tía tara... y todos
los
palos
grandes... zaaas... bruuuum... ya y ahora tía hormiga metida en ese aguazón...
Sintió la
mirada, volvióse bruscamente, miró con susto la cara rugosa del viejo y se alzó
entre
colérico y vergonzoso.
Era fino,
elástico, las extremidades largas y perfectas, el pecho angosto, por entre el
dril
pardo la
piel dorada y sucia, la cabeza inteligente, móviles los ojos, la nariz vibrante
y
aguda, la
boca femenina. Lo cubría un viejo sombrero de fieltro, ya humando de uso,
plegado
sobre las orejas como bicornio, que contribuía a darle expresión de roedor, de
pequeño
animal inquieto y ágil.
Jesuso
terminó de examinarlo en silencio y sonrió.
- ¿De dónde
sales, muchacho?
- De por
ahí...
- ¿De dónde?
- De por
ahí...
Y extendió
con vaguedad la mano sobre los campos que se alcanzaban.
- ¿Y qué
vienes haciendo?
- Caminando.
La impresión
de la respuesta dábale cierto tono autoritario y alto, que extrañó al hombre.
- ¿Cómo te
llamas?
- Como me
puso el cura.
Jesús arrugó
el gesto, desagradado por la actitud terca y huraña. El niño pareció advertirlo
y compensó
las palabras con una expresión confiada y familiar.
- No seas
malcriado - comenzó el viejo, pero desarmado por la gracia bajó a un tono más
íntimo -.
¿Por qué no contestas?
- ¿Para qué
pregunta? - replicó con candor extraordinario.
- Tú
escondes algo. O te has ido de casa de tu taita.
- No, señor.
Jesuso se
rascó la cabeza y agregó con sorna:
- O te
empezaron a comer las patas y te fuiste, ¿ah, vagabundito?
El muchacho
no respondió, se puso a mecerse sobre los pies, los brazos a la espalda,
chasqueando
la lengua contra el paladar.
- ¿Y para
dónde vas ahora?
- ¿Y qué
estás haciendo?
- Lo que
usted ve.
- ¡Buena
cochinada!
El viejo Jesuso no halló más que decir,
quedaron callados frente a frente, sin que ninguno
de los dos
se atreviese a mirarse a los ojos. Al rato, molesto por aquel silencio y
aquella
quietud que
no hallaba cómo romper, empezó a caminar lentamente como un animal
fantástico,
advirtió que lo estaba haciendo y lo ruborizó pensar que pudiera hacerlo para
divertir al
niño.
- ¿Vienes? -
le preguntó simplemente. Calladamente el muchacho se vino siguiéndolo.
En llegando
a la puerta del rancho halló a Usebia atareada encendiendo fuego. Soplaba con
fuerza sobre
un montoncito de maderas de cajón de papeles amarillos.
- Usebia,
mira - llamó con timidez - mira lo que ha llegado.
- Ujú -
gruñó sin tornarse, y continuó soplando.
El viejo
tomó al niño y lo colocó ante así, como presentándolo, las dos manos oscuras y
gruesas
sobre los hombros finos.
- ¡Mira,
pues!
Giró agria y
brusca y quedó frente al grupo, viendo con esfuerzo por los ojos llorosos de
humo.
- ¿Ah?
Una vaga
dulzura le suavizó lentamente la expresión.
- Ajá.
¿Quién es?
Y respondía
con sonrisa a la sonrisa del niño.
- ¿Quién
eres?
- Pierdes tu
tiempo en preguntarle, porque este sinvergüenza no contesta.
Quedó un
rato viéndolo, respirando su aire, sonriéndole, pareciendo comprender algo que
se escapaba
a Jesuso. Luego muy despacio se fue a un rincón, hurgó en el fondo de una
bolsa de
tela roja y sacó una galleta amarilla, pulida como metal de dura y vieja. La
dio al
niño y
mientras éste mascaba con dificultad la vieja pasta, continúo contemplándolos,
a él y
al viejo
alternativamente, con aire de asombro, casi de angustia.
Parecía
buscar dificultosamente un fino y perdido hilo de recuerdo.
- ¿Te
acuerdas, Jesuso, de Cacique? El pobre.
La imagen
del viejo perro fiel desfiló por sus memorias. Una compungida emoción los
acercaba.
-
Ca-ci-que... - dijo el viejo como comprendiendo a deletrear.
El niño
volvió la cabeza y lo miró con su mirada entera y pura. Miró a su mujer y
sonrieron
ambos tímidos y sorprendidos.
A medida que
el día se hacía grande y profundo, la luz situaba la imagen del muchacho
dentro del
cuadro familiar y pequeño del rancho. El color de la piel enriquecía el tono
moreno de la
tierra pisada, y en los ojos la sombra fresca estaba viva y ardiente.
Poco a poco
las cosas iban dejando sitio y organizándose para su presencia. Ya la mano
corría fácil
sobre la lustrosa madera de la mesa, el pie hallaba el desnivel del umbral, el
cuerpo se
amoldaba exacto al butaque de cuero y los movimientos cabían con gracia en el
espacio que
los esperaba.
Jesuso,
entre alegre y nervioso, había salido de nuevo al campo y Usebia se atareaba,
procurando
evadirse de la soledad frente al ser nuevo. Removía la olla sobre el fuego, iba
y
venía
buscando ingredientes para la comida, y a ratos, mientras le volvía la espalda,
miraba
de reojo al
niño.
Desde dónde
lo vislumbraba quieto, con las manos entre las piernas, la cabeza doblada
mirando los
pies golpear el suelo, comenzó a llegarle un silbido menudo y libre que no
recordaba
música.
Al rato
preguntó casi sin dirigirse a él:
- ¿Quién el
grillo que chilla?
Creyó haber
hablado muy suave, porque no recibió respuesta sino el silbido, ahora más
alegre y
parecido a la brusca exaltación del canto de los pájaros.
- ¡Cacique!
- insinuó casi con vergüenza - ¡Cacique!
Mucho gusto
le produjo el oír el ¡ah!, del niño.
- ¿Cómo que
te está gustando el nombre?
Una pausa y
añadió:
- Yo me
llamo Usebia.
Oyó como un
eco apagado:
- Velita de
sebo...
Sonrió entre
sorprendida y disgustada.
- ¿Cómo que te gusta poner nombres?
- Usted fue
quien me lo puso a mí.
- Verdad es.
Iba a
preguntarle si estaba contengo, pero la dura costra que la vida solitaria había
acumulado
sobre sus sentimientos le hacía difícil, casi dolorosa, la expresión.
Tornó a
callar y a moverse mecánicamente en una imaginaria tarea, eludiendo, los
impulsos
que la
hacían comunicativa y abierta. El niño recomenzó el silbido.
La luz
crecía, haciendo más pesado el silencio. Hubiera querido comenzar a hablar
disparatadamente
de todo cuanto le pasaba por la cabeza, o huir a la soledad para hallarse
de nuevo
consigo misma.
Soportó
callada aquél vértigo interior hasta el límite de la tortura, y cuando se
sorprendió
hablando ya
no se sentía ella, sino algo que fluía como la sangre de una vena rota.
- Tú vas a
ver cómo todo cambiará ahora, Cacique. Ya yo no podía aguantar más a
Jesuso...
La visión
del viejo oscuro, callado, seco, pasó entre las palabras. Le pareció que el
muchacho
había dicho "lechuzo", y sonrió con torpeza, no sabiendo si era la
resonancia de
sus propias
palabras.
- ... no sé
cómo lo he aguantado por toda la vida. Siempre ha sido malo y mentiroso. Sin
ocuparse de
mí...
El sabor de
la vida amarga y dura se concentraba en el recuerdo de su hombre, cargándolo
con las
culpas que no podía aceptar.
- ... ni el
trabajo del campo lo sabe con tantos años. Otros hubieran salido de abajo y
nosotros
para atrás y para atrás. Y ahora este año, Cacique...
Se
interrumpió suspirando y continuó con firmeza y la voz alzada, como si quisiera
que la
oyese
alguien más lejos:
- ... no ha
venido el agua. El verano se ha quedado viejo quemándolo todo. ¡No ha caído ni
una gota!
La voz
cálida en el aire tórrido trajo una ansia de frescura imperiosa, una angustia
de ser.
El
resplandor de la colina tostada, las hojas secas, de la tierra agrietada, se
hizo presente
como otro
cuerpo y alejó las demás preocupaciones.
Guardó
silencio algún tiempo y luego concluyó con voz dolorosa:
- Cacique, coge esa lata y baja a la quebrada
a buscar agua.
Miraba a
Eusebia atarearse en los preparativos del almuerzo y sentía un contento íntimo
como si se
preparara una ceremonia extraordinaria, como si acaso acabara de descubrir el
carácter
religioso del alimento.
Todas las
cosas usuales se habían endomingado, se veían más hermosas, parecían vivir por
primera vez.
- ¿Está
buena la comida, Usebia?
La respuesta
fue extraordinaria como la pregunta.
- Está
buena, viejo.
El niño
estaba afuera, pero su presencia llegaba hasta ellos de un modo imperceptible y
eficaz.
La imagen
del pequeño rostro agudo y huroneante, les provocaba asociaciones de ideas
nuevas.
Pensaban con ternura en objetos que antes nunca habían tenido importancia.
Alpargaticas
menudas, pequeños caballos de madera, carritos hechos con ruedas de limón,
metras de
vidrio irisado.
El gozo
mutuo y callado los unía y hermoseaba. También ambos parecían acabar de
conocerse, y
tener sueños para la vida venidera. Estaban hermosos hasta sus nombres y se
complacían
en decirlo solamente.
- Jesuso...
- Usebia...
Ya el tiempo
no era un desesperado aguardar, sino una cosa ligera, como fuente que
brotaba.
Cuando
estuvo lista la mesa, el viejo se levantó, atravesó la puerta y fue a llamar al
niño
que jugaba
afuera, echado por tierra, con una cerbatana.
- ¡Cacique,
vente a comer!
El niño no
lo oía, abstraído en la contemplación del insecto verde y fino como el nervio
de
una hoja.
Con los ojos pegados a la tierra, la veía crecida como si fuese de su mismo
tamaño, como
un gran animal terrible y monstruoso. La cerbatana se movía apena, girando
sobre sus
patas, entre la voz del muchacho, que canturreaba interminablemente:
-
"Cerbatana, cerbatanita, ¿de qué tamaño es tu conuquito?
El insecto
abría acompasadamente las dos patas delanteras, como mensurando vagamente.
La cantinela
continuaba acompañando el movimiento de la cerbatana, y el niño iba viendo
cada vez más
diferente e inesperado el aspecto de la bestezuela, hasta hacerla irreconocible
en su
imaginación.
- Cacique,
vente a comer.
Volvió la
cara y se alzó con fatiga, como si regresase de un largo viaje.
Penetró tras
el viejo en el rancho lleno de humo. Usebia servía el almuerzo en platos de
peltre
desportillados. En el centro de la mesa se destacaba blanco el pan de maíz,
frío y
rugoso.
Contra su
costumbre que era estarse lo más del día vagando por las siembras y laderas,
Jesuso
regresó al rancho poco después del almuerzo.
Cuando
volvía a las horas habituales, le era fácil repetir gestos consuetudinarios,
decir las
frases
acostumbradas y hallar el sitio exacto en que su presencia aparecía como un
fruto
natural de
la hora, pero aquel regreso inusitado representaba una tan formidable
alteración
del curso de
su vida, que entró como avergonzado y comprendió que Usebia debía estar
llena de
sorpresa.
Sin mirarla
de frente, se fue al chinchorro y echóse a lo largo. Oyó sin extrañeza como lo
interpelaba.
- ¡Ajá!
¿Cómo que arreció la flojera?
Buscó una
excusa.
- ¿Y qué voy
a hacer en ese cerro achicharrado?
Al rato
volvió la voz de Usebia, ya dócil y con más simpatía.
- ¡Tanta
falta que hace el agua! Si acabara de venir un buen aguacero, largo y bueno.
¡Santo Dios!
- La calor
es mucha y el cielo purito. No se mira venir agua de ningún lado.
- Pero si
lloviera se podría hacer otra siembra.
- Sí, se
podría.
- Y daría
más plata, porque se ha secado mucho conuco.
- Sí, daría.
- Con un solo aguacero, se pondría verdecita
toda esa falda.
- Y con esa
plata podríamos comprarnos un burro, que nos hace mucha falta. Y unos
camisones
para ti, Usebia.
La corriente
ternura brotó inesperadamente y con su milagro hizo sonreír a los viejos.
- Y para ti,
Jesuso, una buena cobija que no se pase.
Y casi en
coro los dos:
- ¿Y para
Cacique?
- Lo
llevaremos al pueblo para que coja lo que le guste.
La luz que
entraba por la puerta del rancho se iba haciendo tenue, difusa, oscura, como si
la
hora
avanzase y sin embargo no parecía haber pasado tanto tiempo desde el almuerzo.
Llegaba la
brisa teñida de humedad, que hacía más grato el encierro de la habitación.
Todo el
mediodía lo había pasado casi en silencio, diciendo sólo, muy de tiempo en
tiempo,
algunas
palabras vagas y banales por las que secretamente y de modo basto asomaba un
estado de
alma nuevo, una especie de calma, de paz, de cansancio feliz.
- Ahorita
está oscuro - dijo Usebia, mirando el color ceniciento que llegaba a la puerta.
- Ahorita -
asintió distraídamente el viejo.
E
inesperadamente agregó:
- ¿Y qué se
ha hecho Cacique en toda la tarde?... Se habrá quedado por el conuco jugando
con los
animales que encuentra. Con cuanto bicho mira, se para y se pone a conversar
como si
fuera gente.
Y más luego
añadió, después de haber dejado desfilar lentamente por su cabeza todas las
imágenes que
suscitaban sus palabras dichas:
- ... y lo
voy a buscar, pues.
Alzóse del
chinchorro, con pereza y llegó a la puerta. Todo el amarillo de la colina seca
se
había
tornado violeta bajo la luz de gruesos nubarrones negros que cubrían el cielo.
Una
brisa aguda
agitaba todas las hojas tostadas y chirriantes.
- Mira,
Usebia - llamó.
Vino la
vieja al umbral preguntando:
- ¿Cacique
está ahí?
- ¡No! Mira
el cielo negrito, negrito.
- Ya así se
ha puesto otras veces y no ha sido agua.
Ella se
quedó enmarcada en la puerta y él salió al raso, hizo hueco con las manos y
lanzó un
grito lento
y espacioso:
- ¡Cacique!
¡Caciiiiique!
- La voz se
fue con la brisa, mezclada al ruido de las hojas, al hervor de mil ruidos
menudos
que como
burbujas rodeaban la colina.
Jesuso
comenzó a andar por la vereda más ancha del conuco.
En la
primera vuelta vio de reojo a Usebia, inmóvil, incrustada en las cuatro líneas
del
umbral, y la
perdió siguiendo las sinuosidades.
Cruzaba un
ruido de bestezuelas veloces por la hojarasca caída y se oía el escalofriante
vuelo de las
palomitas pardas sobre el ancho fondo del viento inmenso que pasaba
pesadamente.
Por la luz y el aire penetraba una frialdad de agua.
Sin
sentirlo, estaba como ausente y metido por otras veredas más torcidas y
complicadas
que las del
conuco, más oscuras y misteriosas. Caminaba mecánicamente, cambiando de
velocidad,
deteniéndose y hallándose de pronto parado en otro sitio.
Suavemente
las cosas iban desdibujándose y haciéndose grises y mudables, como de
sustancia de
agua.
A ratos
parecía a Jesuso ver el cuerpecito del niño en cuclillas entre los tallos del
maíz, y
llamaba
rápido: - "Cacique" - pero pronto la brisa y la sombra deshacían el
dibujo y
formaban
otra figura irreconocible.
Las nubes
mucho más hondas y bajas aumentaban por segundos la oscuridad. Iba a media
falda de la
colina y ya los árboles altos parecían columnas de humo deshaciéndose en la
atmósfera
oscura.
Ya no se
fiaba de los ojos, porque todas las formas eran sombras indistintas, sino que a
ratos se
paraba y prestaba oído a los rumores que pasaban.
- ¡Cacique!
Hervía una
sustancia de murmullos, de ecos, de crujidos, resonante y vasta.
Había
distinguido clara su voz entre la zarabanda de ruidos menudos y dispersos que
arrastraba
el viento.
- Cerbatana, cerbatanita...
Era eso,
eran sílabas, eran palabras de su voz infantil y no el eco de un guijarro que
rodaba,
y no algún
canto de pájaro desfigurado en la distancia, ni siquiera su propio grito que
regresaba
decrecido y delgado.
- Cerbatana,
cerbatanita...
Entre el
humo vago que le llenaba la cabeza, una angustia fría y aguda lo hostigaba
acelerando
sus pasos y precipitándolo locamente. Entró en cuclillas, a ratos a cuatro
patas,
hurgando
febril entre los tallos del maíz, y parándose continuamente a oír su propia
respiración,
casi sintiéndose él mismo, perdido y llamado.
- ¡Cacique!
¡Caciiiique!
Había ido
dando vueltas entre gritos y jadeos, extraviado y sólo ahora advertía que iba
de
nuevo
subiendo la colina. Con la sombra, la velocidad de la sangre y la angustia de
la
búsqueda
inútil, ya no reconocía en sí mismo el manso viejo habitual, sino un animal
extraño
presa de un impulso de la naturaleza. No veía en la coli
na los familiares
contornos,
sino como un
crecimiento y una deformación inopinados que se la hacían ajena y poblada
de ruidos y
movimientos desconocidos.
El aire
estaba espeso e irrespirable, el sudor le corría copioso y él giraba y corría
siempre
aguijoneado
por la angustia.
- ¡Cacique!
Ya era una
cosa de vida o muerte. Hallar algo desmedido que saldría de aquella áspera
soledad
torturadora. Su propio grito ronco parecía llamarlo hacia mil rumbos distintos,
dónde algo
de la noche aplastante lo esperaba.
Era agonía.
Era sed. Un olor de surco recién removido flotaba ahora a ras de tierra, olor
de
hoja tierna
triturada.
Ya
irreconocible, como las demás formas, el rostro del niño se deshacía en la
tiniebla
gruesa, ya
no le miraba aspecto humano, a ratos no le recordaba la fisonomía, ni el
timbre,
ni recordaba
su silueta.
- ¡Cacique!
Una gruesa
gota fresca estalló sobre su frente sudorosa. Alzó la cara y otra le cayó sobre
los labios
partidos, y otras en las manos terrosas.
- ¡Cacique!
Y otras
frías en el pecho grasiento de sudor, y otras en los ojos turbios, que se
empañaron.
- ¡Cacique! ¡Cacique! ¡Cacique!...
Ya el
contacto frío le acariciaba toda la piel, le adhería las ropas, le corría por
los miembros
lasos.
Un gran
ruido compacto se alzaba de toda la hojarasca y ahogaba su voz. Olía
profundamente
a raíz, a lombriz de tierra, a semilla germinada, a ese olor ensordecedor de
la lluvia.
Ya no
reconocía su propia voz, vuelta en el eco redondo de las gotas. Su boca callaba
como saciada
y parecía dormir marchando lentamente, apretando en la lluvia, calado en
ella,
acunado por su resonar profundo y vasto.
Ya no sabía
si regresaba. Miraba como entre lágrimas al través de los claros flecos del
agua la
imagen oscura de Usebia, quieta entre la luz del umbral.
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