domingo, 13 de septiembre de 2009

Algunos poemas de "Navajas sobre la mesa" de María Ramírez Delgado

Condenada

No nací en una isla pero contengo en los labios todas las arenas.

Escucho las piedras obstinadas gritando contra el arrecife. Como ellas soy terca, improbable, negra.

También soy el pájaro manchado transformado en serpiente que se arrastra cantándole a la tierra con las escamas.

¿Quién soñaría ver como la mar se abre y deja ver su vientre?

Sus hijos rasgados y desesperados se lanzan sobre mi boca y escupen dentro sus trozos de vida. Y ya no hay nada más, sólo la oscuridad del agua huyendo inútil del horror, para volver, cumpliendo una condena sobre el arrecife, sobre el pájaro que no he sido nunca, sobre la arena.

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Sin apelaciones

A Chantal Sébire

Enganchados en el borde de la cama se alimentan los sueños de la inexistencia.

Por última vez habrás doblado cuidadosa la cobija que te regaló tu madre, por última vez habrás regado las plantas y sentido el frío de la obediencia, la amargura de las pastillas, la inútil radiación es el camino a la ceguera.

Frente al espejo ya no puedes ver tu propio monstruo atormentado. ¿Alguien puede comprender el incurable sabor de la sangre? El peso de tu rostro es una manzana reventada e hirviente en el aire. Entonces, tus días son indestructibles. ¡Cuánto espanto pueden engendrar!

El consuelo no está, los tribunales escriben pequeñas degeneraciones, incurables sentencias como sonrisas desmembradas se tragan el silencio y cierran las puertas con el miedo.

Esperas quieta y efímera la desfiguración del no. Por eso, esta tarde, sin apelaciones, doblarás la eutanasia, la respiración se hace lenta, la colocarás lentamente sobre la mesa, sola, intocada, cesará al fin el dolor.

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Naufragio

a Eduardo Ramírez

Con el abandono de una sirena zarpamos en el vientre de cartón.

Mi hermano y yo tenemos sobre el timón una cotorrita que nos duele. Gira y canta.

Mi hermano y yo aprendimos a guardar las lágrimas en los bolsillos para sacarlas secretamente y alumbrarnos. Durante las noches atrapábamos a Caribdis en una caja bajo la cama, escondiéndola junto a los juguetes que no eran nuestros. Con la adoración del jueves santo, izábamos la Jolly Roger que resultaba ridícula, inofensiva.

Mi hermano y yo veíamos la isla que nos esperaba, la desolación de un pelícano rompiéndose el pecho.

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