...Esta poeta nacida en Caracas el 14 de febrero de 1946 dejó un gran vacío con su muerte el 31 de diciembre de 2002. Recibió los Premios de Poesía Ramos Sucre y Lazo Martí. Tradujo a poetas como Rainer Maria Rilke y Emily Dickinson.
Tomado de Verbigracia
¿Cómo decirle adiós a Hanni Ossott? ¿Cómo despedirse de su voz, desgarrada y tenaz, capaz de iluminar las zonas más ocultas del ser y de la vida? ¿Cómo aceptar su desaparición, su silencio, la interrupción de su canto, cuando todavía esperábamos de ella una respuesta para nuestro extravío, una plegaria que pudiese compensar nuestra incapacidad de orar? Quizás se trate de aceptar nuestra impotencia, la falta de palabras para rendir un homenaje digno de su nombre y de su poesía; quizás se trate también de una despedida sin adiós porque su "grito" no tiene fin y nos seguirá interpelando más allá de su muerte y de nuestra tristeza por haberla perdido.
Desde Espacios para decir lo mismo (1973), Espacios en disolución (1976), Espacios de ausencia y de luz (1982), El reino donde la noche se abre (1987), Cielo, tu arco grande (1989), hasta Casa de agua y de sombras (1992) y El circo roto (1996), -entre sus poemarios más importantes- su obra ha sido una larga interrogación sobre la existencia, la identidad, el alma, la palabra, la nada, el deterioro, la ausencia, el extravío, la memoria, lo sagrado, la incertidumbre, la enfermedad.
Voz en permanente duda, voz quebrada y agobiada por ese "ininterrumpido deshacerse" de la vida y los sentimientos, por esa "promesa de ruina" que amenaza todo intento de construcción, por esa grieta por donde habrá de fugarse la luz de lo que un día fue pleno y entero. "Permanecemos sólo en la brevedad", escribe Ossott, porque "todo se desmiembra, ninguna forma es capaz de sostenerse, ningún nombre", "eso queda: retener en la mirada el deshacerse". No hay enmienda que pueda reestablecer el quiebre, la desgarradura: hay que aprender a (sobre)vivir en el desierto, a poblar la carencia, a amar lo que se despide, lo que permanece como cicatriz de lo perdido porque también en la aridez puede nacer una flor, la flor del poema que se eleva hacia el cielo para iluminar nuestra precariedad y miseria.
Hanni Ossott nos enseñó a aceptar, a dejar de esperar, a saber renovar "el vigor", "el pulso contra el agobio", a permanecer de pie, a "prolongarnos", a pesar del desamparo y la irreversible caída de todas las cosas. Su vuelo no fue para llegar sino para volar, para desplegar su canto y hacer del canto una morada, un centro "extraño, inabordable, enteramente propio", para interrogarse y otorgarse un rostro.
De ahí que, en su obra, la poesía sea el espacio de la pregunta sobre la identidad, el espejo donde el yo se mira y asume la necesidad de nombrarse, de decir lo que es a pesar de la imposibilidad de asir su fragmentación en una sola y definitiva respuesta: "Soy casa abierta", "soy templo", "soy una trayectoria", "soy la fisura", "soy los árboles y las plantas", "soy el otoño, el sol", "soy cuerpo cansado de tanta errancia", "soy el temor", "soy…lo precario de mí", "soy profesora universitaria", "soy un pedazo de luna, / el rasgo de una playa / el arañazo de un gato…". Un yo que se identifica con cualquier espacio donde la vida se manifiesta: desde la naturaleza hasta la intimidad más oculta del ser y que, por un instante, tiene la ilusión de haber encontrado una respuesta que inmediatamente replantea la imposibilidad de una definición única y permanente. Porque, para Ossott, la identidad nunca es una respuesta sino una búsqueda que se realiza a través de su incumplimiento; es la conciencia de saberse inconstante, intermitente, carente de un contorno que pueda articular y definir lo que uno es.
Pero, a pesar de esta precariedad que desarraiga al sujeto y lo condena al exilio de sí mismo, el yo posee una memoria: la memoria de su origen que es el origen de su memoria, el núcleo de su identidad inestable. Allí, en el estanque de la infancia, en las paredes de la casa de Altamira, en el cuarto "poblado de libros, cajitas, souvenires, postales… fotos", la niña-mujer se reconoce, halla en el traje negro de lentejuelas de la madre su "más propio traje", "mi decir", una herencia "inscrita en la más oculta piel". "La fuerza de la sangre" la inscribe, la "hila", la "ata" a esa raíz que se renueva a través del diálogo con los ausentes: "Cada muerto, en cada casa es un habitante más", "sólo los fantasmas nos acompañan", "quiero recobrar a todos mis muertos", dice el yo poético en su afán por asumir la responsabilidad de esa herencia que hay que preservar, llevándola a cuestas, defendiéndola del olvido, padeciendo la deuda que reclama. Porque el yo que construye la poesía de Ossott elige la melancolía como manera de habitar la realidad: ese yo nunca entierra a sus muertos, nunca visitó la tumba de sus padres porque "la llev(a)" consigo. Y llevar los ausentes con uno mismo significa estar en la realidad a medias, en un entre-lugar donde la vida y la muerte se confrontan todo el tiempo, en un espacio aferrado a su propia indecisión y "retardo" en el que la pérdida es una forma de posesión, una afirmación de lo poseído, "una segunda adquisición -esta vez toda interior- y mucho más intensa", como quería Rilke.
Quizás podríamos decir, entonces, que ese "deshacerse" que puebla los versos de Hanni Ossott y que fue para ella motivo de reflexión y duda constantes es una forma de permanencia y de "adquisición", una suerte de conciencia y lucidez que, más allá de su despiadada verdad, nunca paralizó su canto y su deseo de escribir ese "gran poema" "único", capaz de contener todo el universo y que deriva sólo de la "carencia y de la pobreza".
Nunca conocí a Hanni Ossott. La vi una sola vez, hace más de diez años, en la Escuela de Letras de la Universidad Central. No puedo olvidar su mirada. En ese entonces comencé a leer sus poemarios y cada vez que los he releído ha sido un descubrimiento y un deslumbramiento, un estímulo para mi escritura.
La noche del 31, antes de acostarme, entre los numerosos libros apilados cerca de la cama, elegí Casa de agua y de sombras y leí algunos textos.
Al día siguiente supe que había muerto la noche anterior. Tuve un escalofrío y recordé el "Prefacio" de El circo roto. Allí Hanni cuenta que la noche en que Borges falleció, ella sacó de la biblioteca sus Obras completas y, mirando la noche, desde la ventana, "sintió" que su poeta había muerto: "Nada del mundo exterior me lo había confirmado (al día siguiente salió en la prensa)".
Al final del prefacio, dice de Borges lo que yo hubiera querido decir de ella. Ese homenaje y esa despedida que no he podido escribir, esas palabras que no he podido hallar para confesar mi deuda, llegan en mi auxilio de la grandeza de su voz:
"…lo más importante es cuidar a un poeta, mimarlo, secretamente. Rezar por él al paso de las Noches. Para que se nos aparezca, no sólo como un fantasma, sino con el aliento y la fuerte voz que da el coraje. Y con esto poder decir después que una ha dormido en paz con él. Abrazada, en Amor".
Enero de 2003 por Gina Alessandra Saraceni. Ensayista y poeta
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