El espejo que no podía dormir
Había una vez un espejo de mano que cuando se quedaba solo y nadie se veía en él se sentía de lo peor, como que no existía, y quizá tenía razón; pero los otros espejos se burlaban de él, y cuando por las noches los guardaban en el mismo cajón del tocador dormían a pierna suelta satisfechos, ajenos a la preocupación del neurótico.
Había una vez un espejo de mano que cuando se quedaba solo y nadie se veía en él se sentía de lo peor, como que no existía, y quizá tenía razón; pero los otros espejos se burlaban de él, y cuando por las noches los guardaban en el mismo cajón del tocador dormían a pierna suelta satisfechos, ajenos a la preocupación del neurótico.
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La oveja negra
En un lejano país existió hace muchos años una Oveja negra. Fue fusilada.
Un siglo después, el rebaño arrepentido le levantó una estatua ecuestre que quedó muy bien en el parque.
Así, en lo sucesivo, cada vez que aparecían ovejas negras eran rápidamente pasadas por las armas para que las futuras generaciones de ovejas comunes y corrientes pudieran ejercitarse también en la escultura.
Un siglo después, el rebaño arrepentido le levantó una estatua ecuestre que quedó muy bien en el parque.
Así, en lo sucesivo, cada vez que aparecían ovejas negras eran rápidamente pasadas por las armas para que las futuras generaciones de ovejas comunes y corrientes pudieran ejercitarse también en la escultura.
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Vaca
Cuando iba el otro día en el tren me erguí de pronto feliz sobre mis dos patas y empecé a manotear de alegría y a invitar a todos a ver el paisaje y a contemplar el crepúsculo que estaba de lo más bien. Las mujeres y los niños y unos señores que detuvieron su conversación me miraban sorprendidos y se reían de mí pero cuando me senté otra vez silencioso no podían imaginar que yo acababa de ver alejarse lentamente a la orilla del camino una vaca muerta muertita sin quien la enterrara ni quien le editara sus obras completas ni quien le dijera un sentido y lloroso discurso por lo buena que había sido y por todos los chorritos de humeante leche con que contribuyó a que la vida en general y el tren en particular siguieran su marcha.
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El dinosaurio
Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí.
"Desde pequeño fui pequeño", advirtió una vez Augusto Monterroso, hombre de corta estatura, modesto y sabio, propenso a escribir poco y a publicar sólo lo que consideraba necesario. Nació el 21 de diciembre de 1921 en Tegucigalpa, la capital de Honduras, pero su padre era general en el Ejército de Guatemala y en este país vivió el escritor hasta 1944. Ese año marchó al exilio por sus actividades contra el dictador Jorge Ubico.
Monterroso residió en Bolivia durante un tiempo y desde 1951 hasta 1954, coincidiendo con la presidencia del progresista Jacobo Arbenz en Guatemala, fue vicecónsul de su país en México. Tras el derrocamiento de Arbenz en 1954, el escritor vivió en Chile, donde trabajó como secretario de Pablo Neruda, hasta que en 1956 volvió a Ciudad de México. En su atípico diario La letra e, recuerda lo siguiente: "Cuando vine a México tropezaba mucho con un anuncio que decía: 'No hable, telegrafíe', que yo interpreté al pie de la letra y quizá, habiéndolo tomado demasiado en serio, sea de donde procede mi tendencia a escribir con brevedad, o por lo menos con frases breves".
Sea como fuere, en 1959 Monterroso publicó Obras completas (y otros cuentos), su primer libro, al que seguiría diez años más tarde La oveja negra y demás fábulas. El autor era ya profesor de Filosofía en la Universidad Autónoma de México y había contraído matrimonio con la escritora mexicana Bárbara Jacobs.
Sin prisas
En 1972 aparece Movimiento perpetuo, y seis años después se publica la novela Lo demás es silencio. Monterroso reconocía no tener prisa. "Yo creo en las musas, en la inspiración, y, si no me viene, pueden pasar tres o cuatro meses, o cinco, sin hacer nada", comentó en una ocasión. Muchas obras las guardaba durante años, a veces 13 o 14, sin terminar de decidir si ya podían publicarse o todavía no. Una colección de ensayos, recogidos bajo el título de La palabra mágica, fue publicada en 1983, y cuatro años después, La letra e: fragmentos de un diario.
En los años siguientes aparecerían Viaje al centro de la fábula, obra de 1989 en la que Monterroso reflexiona sobre su oficio, y Los buscadores de oro, primer volumen de sus memorias inconclusas. Tras publicar Sinfonía concluida y otros cuentos en 1994, reunió toda su obra de ficción en Cuentos, fábulas y Lo demás es silencio. Con la colaboración de su esposa, publicaría en 1998 una Antología del cuento triste. El 7 de febrero de 2003 moría de un ataque al corazón, pocos meses después de presentar su último libro, Pájaros de Hispanoamérica.
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