Tomado de El País
La lectura suele no detenerse en la última página de un libro, sino continuar más allá, contagiando a otros lectores y engendrando nuevos libros. Un libro que nos conmueve, nos irrita o nos hace reír, nos incita a hablar de él, a rodearlo de comentarios y glosas, a reescribirlo según nuestro entendimiento. Para apropiarnos de él, le otorgamos nuestro aval o nuestro rechazo, echándolo por la ventana u ofreciéndoselo a un amigo, a otro lector, para que prosiga nuestras labores. Bibliotecas enteras han nacido de este canibalismo literario, cuyos autores más célebres (Averroes, Samuel Johnson, Alfonso Reyes, Walter Benjamin) son leídos para saber qué han leído ellos, dando lugar a nuevas lecturas y nuevas bibliotecas. Quizás por eso Mallarmé supuso que sólo un buen libro debería bastarnos puesto que, a partir de él, sus lectores se encargarían de componer todos los otros.
Libros de lectura en el sentido más literal, las colecciones de ensayos literarios arman no ya un modelo del mundo (como hacen poetas y novelistas) sino modelos de ese modelo. Michel de Montaigne, inventor del género, advierte que el ensayo no tiene otro fin que el "doméstico y privado"; el ensayo literario insiste aún más sobre ese fin íntimo, ya que su propósito evidente es dar cuenta de una cierta lectura, singular, ocasional y tal vez arbitraria.
Sin embargo, a veces, el ensayo literario se presenta, no como la lectura de un determinado individuo sino como una suerte de juicio universal. Tal grandilocuencia es en pocas ocasiones convincente, quizás porque en estos casos el gusto literario se confunde con el dogma. El prolífico profesor de humanidades de la Universidad de Yale, Harold Bloom, es uno de los más notables representantes de esta escuela dogmática. Los cánones le encantan, como prueban los títulos de sus últimos libros: Cómo leer y por qué, Genios: un mosaico de cien mentes creativas ejemplares, Dónde se encuentra la sabiduría y otros más. El más reciente, Cuentos y cuentistas: el canon del cuento, sigue el mismo esquema. Si bien Bloom lamenta que ciertos cuentistas autorizados (por él, claro) no han hallado lugar en su volumen (Alice Munro, Saki, Tolstói, entre otros) los que sí están aquí presentes lucen su nihil obstat y son propuestos al público ceñidos de eruditos comentarios brumosamente esclarecedores. Según Bloom, a Borges, vigésimo octavo en su canon, le faltan agallas para cometer lo que Bloom llama "la extravagancia del narrador"; Maupassant, que ocupa el undécimo lugar, "puede parecer simple pero es siempre profundamente sutil"; en Kafka, número veintiuno, "lo negativo kafkiano es sencillamente su judaísmo". No sé qué lector se beneficiará de este inventario inobjetable, clínico y banal. Ciertamente no un ávido lector de cuentos.
Natalia Ginzburg fue lo contrario de un promotor de cánones. En sus escritos, que apenas aspiran al rótulo de relato o ensayo, retrató los personajes de su difícil vida e intentó la crónica de sus experiencias cotidianas. Su actividad política, clandestina durante el fascismo y oficial después (fue senadora en los años ochenta) no aparece casi nunca en los textos aquí reunidos, salvo en su irónica descripción del Partido Comunista ideal, de los "años perdidos" del editor Giulio Einaudi durante el régimen de Mussolini, y de la ley contra la violencia de género que olvida las raíces de la violencia sexual. La mayor parte de estas reflexiones íntimas, refinadas, sagaces, hablan de lo que la conmueve o le aburre, o le hace detenerse y reflexionar, en películas y libros, recuerdos de muertos y de vivos, eventos contemporáneos, pequeños temas circunstanciales. Natalia Ginzburg es una de las figuras esenciales de la literatura italiana del siglo veinte: estas crónicas (la palabra Ensayos que trona en la cubierta no conviene a su delicado estilo) lo prueban cabalmente.
En Mecanismos internos (el tétrico título anuncia el tono del libro), J. M Coetzee, magnífico novelista que recibió en 2003 el Premio Nobel, comenta sus lecturas de unos veinte autores contemporáneos. Desgraciadamente, aquí también, como en Bloom, prima el modo didáctico. Coetzee, el imaginativo y sutil estilista de Desgracia, desparece, y en su lugar surge un profesor universitario, sin duda inteligente y letrado, pero aterrado de demostrar la más mínima emoción en sus juicios. Un ejemplo: comparando dos novelas de Italo Svevo, el profesor Coetzee nos instruye: "La atmósfera moral de esta última obra [El viejo y la jovencita] puede ser más oscura y la autocrítica más cáustica que la que podemos percibir en Zeno, un libro esencialmente cómico, pero es sólo una cuestión de grado de oscuridad o de causticidad". Tomamos nota, pero nada sabemos, como lectores, del verdadero sentimiento del lector que las describe. Ni siquiera la admirable versión castellana de Eduardo Hojman logra conceder algo de ardor a estas páginas glaciales.
Aldous Huxley pertenece a ese notable círculo de genios menores que regularmente rescatamos del olvido para volver a olvidarnos de ellos al cabo de una temporada en nuestras estanterías. Leo a Huxley desde mi adolescencia: lo leo y lo admiro. Sus ensayos no proponen ni la instrucción ni la conversión, sólo la pasión que lo lleva a querer compartir un descubrimiento, una iluminación, un goce intelectual o estético. Caballero eduardiano que llegó a conocer el lanzamiento de los Beatles, Huxley gozó de una curiosidad casi sin límites: intentó con éxito la novela psicológica, la utopía literaria, la crónica de viajes, el relato policiaco, la experiencia de las drogas, las ciencias ópticas, la música, las artes visuales y, por supuesto, la lectura. Esta antología, Si mi biblioteca ardiera esta noche, seleccionada con exquisito gusto e inteligencia por Matías Serra Bradford, es una espléndida introducción a su sabiduría que, como dice Bradford, puede "torcer el destino de un lector que nunca podría haberlo anticipado". Sin arrogancia ni dogmatismo, Huxley se convierte en nuestro contemporáneo, compartiendo con nosotros ciertas iluminaciones olvidadas: "La cultura no deriva de la lectura de libros", escribe en uno de estos ensayos, "sino de la lectura exhaustiva e intensa de buenos libros". Lectores, editores, libreros, responsables de las páginas literarias, todos necesitamos que alguien como Huxley nos recuerde estas verdades esenciales.
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