domingo, 29 de noviembre de 2009

La música y "En busca del tiempo perdido" de Marcel Proust


Tomado de Revista Ñ
Antes de entrar en la fascinante investigación proustiana del semiólogo musical Jean-Jacques Nattiez, no estaría de más repasar ciertos puntos de la relación música y literatura y establecer algunos modos en cómo la primera se ha representado en la novela moderna. Vienen rápido a la mente tres modelos bien diferenciados, lo que por supuesto no quiere decir que no haya otros. El Dr. Faustus de Thomas Mann es tal vez el mayor ejemplo de la representación de la música en la novela de ideas; por momentos es teoría musical en estado puro, al punto que para su redacción Mann solicitó la ayuda del filósofo y compositor T. W. Adorno. Para decirlo en dos palabras, en el Dr. Faustus se trata de mostrar cómo la historia de la música y la historia de Alemania se inscriben en una sonata de Beethoven o en una invención técnica de Schoenberg.

En las antípodas de ese modelo crítico objetivista se define la dimensión musical del Ulises de Joyce, que se representa de varias maneras de una punta a otra de la novela pero que se consuma en el audaz salto del capítulo 11, organizado como una obertura en la que primero se enumeran los motivos (palabras sueltas, pequeñas frases) que se desarrollarán a lo largo del capítulo sin una lógica narrativa aparente. Podía decirse que si la música se presenta en la novela de Mann como un objeto de reflexión crítica, en el Ulises lo hace miméticamente, aunque podría dudarse de si el casi onomatopéyico capítulo 11 constituye el elemento mimético más significativo del Ulises; por el contrario, se podría postular que lo decisivamente mimético del Ulises no radica en una seudo música sino en la renuncia a toda generalización, a toda mediación conceptual explícita.

La elaboración musical de En busca del tiempo perdido se ubicaría en la tercera punta del triángulo. En Proust la música siempre llega desde la perspectiva del oyente. Su reino es la metáfora, aunque podría hablarse de una metáfora en diferentes escalas; desde las primeras apariciones de la frase de Vinteuil, ante las que la narración persigue figuras esquivas –fracasando hermosamente, por decirlo así–, hasta la metáfora radical que se descorre, por ejemplo, cuando la narración, ya bien avanzada la Recherche (en La prisionera), asocia el recuerdo de esa frase musical con la memorable descripción de un paseo en coche por los alrededores de Balbec (que tuvo lugar en el segundo volumen), cuando unos árboles alineados se le aparecen al Narrador como si le estuviesen formulando una acuciante pregunta. En la asociación proustiana, la expresión de la música se asemeja a la de la naturaleza, y nada más hermosamente persuasivo podría haberse dicho a propósito del carácter enigmático de ambas expresiones.

Pero la música, tanto en su forma ideal (las obras de Vinteuil) como en su forma real (dramas de Wagner o cuartetos de Beethoven), constituye una trama riquísima en la novela de Proust, y difícilmente otra investigación la haya captado tan agudamente como la de Nattiez.

Por detrás de los objetos ideales se encuentra un horizonte histórico, que es lo que Nattiez llama el espacio poiético: "El horizonte a partir del cual el artista, el escritor o el filósofo elaboran su propia concepción del mundo, sus propias ideas, su propio estilo". Y el horizonte musical proustiano es, en rigor, más alemán que francés: no menos que Wagner y Beethoven, la estética de Schopenhauer define el fondo de la Recherche.

Nattiez traza el paralelo Proust-Wagner en más de un frente. No sólo en las citas explícitas o implícitas, sino en la naturaleza de ambas producciones artísticas; es evidente que Proust se identifica con la búsqueda de unidad y con la gran extensión (en la obra misma, como también en la vida del autor) de la empresa wagneriana, que tiene su culminación en la Tetralogía. Pero la novela de Proust también está orientada por un ideal redentor wagneriano, que encuentra en Parsifal su gran coronación. Nattiez reconstruye las referencias a ese drama y en particular al Encantamiento del Viernes Santo en los borradores de El tiempo recobrado (edición Henri Bonnet, 1982), referencias que serán estratégicamente suprimidas en la redacción final de la Recherche, donde lo real se reemplazará por lo ideal. Escribe Nattiez: "A partir del momento en que Proust tuvo la idea de que el absoluto artístico se revelaría al Narrador por el intermedio de una obra musical, y que esta obra sería la amplificación de la misma Sonata que había conducido a Swann al fracaso, no había ninguna razón para conservar, en Le temps retrouvé, una referencia concreta a Parsifal. Era necesario que el Narrador conociera la revelación gracias a una obra de arte imaginaria, pues en la lógica de la novela, una obra real es siempre decepcionante: la aprehensión del absoluto sólo puede ser sugerida por una obra desencarnada, irreal e ideal". Pero hay otro elemento en esta sustitución, que es el partido por la música pura que toma Proust. Agrega Nattiez: "Esta obra debía ser una pieza de música cuyo contenido no fuera transmitido por el lenguaje: en ese sentido, un fragmento de ópera [...] no podía convenir. Y no es casual que, en uno de los esbozos, se lo vea a Proust dudar entre un cuarteto y una sinfonía."

La obra ideal funciona como elemento de revelación y redención. La Sonata había conducido a Swann al fracaso, pues estaba asimilada a su enamoramiento de Odette, como también al amor del Narrador de Albertina. Escribe Nattiez: "El narrador puede tener acceso a la revelación sólo cuando ha logrado sobrepasar las ilusiones del sentimiento amoroso, sobre todo después de la penosa experiencia del beso de Albertine, de la misma manera que Parsifal, después del beso de Kundry, es capaz de asir el misterio del Grial y triunfar allí donde Amfortas fracasó. Parsifal alcanza la comprensión perfecta en el momento de escuchar El encantamiento del viernes santo; el Narrador, al escuchar el Septeto [de Vinteuil]".

Nattiez reconoce tres etapas en la búsqueda del absoluto artístico proustiano, que coinciden con los tres momentos de la comprensión musical en la Recherche: "Al principio, percepción vaga e indecisa, luego intervención de la inteligencia razonante que busca comprender la obra en diversas direcciones; por último, elevación de la inteligencia hacia la purificación del contacto con la obra, ya capaz de asir una verdad". Concluye Nattiez: "Si en la última fase el Narrador puede ver en la música el ejemplo de lo que debería ser la obra literaria, no es sólo porque el Septeto reproduce las innumerables preparaciones, reminiscencias y conexiones que deben, según Proust, caracterizar la obra novelesca, sino también, y sobre todo, porque la música constituye un tipo particular de lenguaje que puede servir de modelo a la literatura".

El progreso de la música en la novela y el progreso de la novela misma tienen otro fondo significativo en los cuartetos de Beethoven, que Proust había oído por el Cuarteto Capet en la Salle Pleyell en 1913 y tres años después se los había hecho tocar en su casa por el Cuarteto Poulet, y sobre los que dejará un significativo párrafo en A la sombra de las muchachas en flor: "Son los mismos cuartetos de Beethoven (los cuartetos XII, XIII, XIV y XV) los que han tardado en dar vida y número a los cuartetos de Beethoven, realizando de este modo, como todas las grandes obras, un progreso, si no en el valor de los artistas, por lo menos en la sociedad espiritual, en la que entran hoy ya muchos de esos elementos imposibles de encontrar cuando nació la obra, es decir, seres capaces de amarla. Eso que se llama posteridad es la posteridad de la obra."

Nattiez detecta la persistencia de esos cuartetos en el plan general de la Recherche: "Aunque el septeto incluya un piano, un arpa, una flauta y un oboe, Proust habla aquí solamente de las cuerdas. Para quien haya oído los últimos cuartetos de Beethoven, las calificaciones de 'penetrante' y 'chillón', así como la 'acritud' parecen verdaderamente pertinentes. El juicio de la posteridad sobre la profundidad de los cuartetos es absolutamente idéntico a lo que se nos dice aquí de las últimas obras de Vinteuil"

En la visión de Nattiez, la presencia beethoveniana significaría a la vez una corrección de la postulación de absoluto wagneriano por su realización en la forma idealizada del cuarteto de cuerdas. La forma "sin materia", para decirlo en los términos de Schopenhauer, cuya estética guía la obra de Proust tanto por la prominencia de la música dentro del sistema de las artes como por la idea de una completa entrega espiritual; la pura contemplación que tiende a librarnos del deseo y, en consecuencia, de un sufrimiento constantemente renovado.

Adorno escribió que la Recherche de Proust –a la que su Teoría estética no debe poco– es obra de arte y metafísica del arte, y difícilmente algo revele con tanta claridad la doble condición de la novela novela como este formidable ensayo de Nattiez que la editorial Gourmet acaba de acercar al lector local en la cuidada traducción de la musicóloga Antonieta Sottile.

En busca del tiempo perdido
La frase con que acababa de terminar el andante era de una ternura a la que yo me entregué por entero; antes del movimiento hubo un momento de descanso en el que los ejecutantes dejaron sus instrumentos y los oyentes intercambiaron impresiones. Un duque, para demostrar que era entendido, dijo: "Es muy difícil tocar el violín". Algunas personas más agradables hablaron un momento conmigo. Pero ¿qué eran sus palabras que, como toda palabra humana exterior, me dejaban tan indiferente, al lado de la celestial frase musical con la que yo acababa de hablar? Yo era verdaderamente como un ángel que, arrojado de las delicias del paraíso, cae en la más insignificante realidad. Y así como algunos seres son los últimos testigos de una forma de vida que la naturaleza ha abandonado, me preguntaba si no sería la música el ejemplo único de lo que hubiera podido ser la comunicación de las almas de no haberse inventado el lenguaje, la formación de las palabras, el análisis de las ideas. La música es como una posibilidad que no se ha realizado; la humanidad ha tomado otros caminos, el del lenguaje hablado y escrito. Pero este retorno a lo no analizado era tan fascinante que, al salir de tal paraíso, el contacto de los seres más o menos inteligentes me parecía de una insignificancia extraordinaria.
("En busca del tiempo perdido", "La prisionera", Marcel Proust. trad. De C. Berges, Alianza, pp. 277-278)

jueves, 26 de noviembre de 2009

Algunos poemas de Claudia Lars


La noche del mundo:
¡qué largos cabellos...!
Los suelta en la torre,
la torre del viento.
Los peina en el valle,
los trenza en el cerro,
los abre en las ramas
frías del almendro.
La noche del mundo:
¡qué oscuro su cuerpo. ..!
En él se transforman
las cosas del suelo:
el lirio descalzo
se calza de acero;
el loro se vuelve
piedra de silencio;
la errante neblina
ángel medio ciego,
y el naranjo en flor
un oso de hielo.
La noche del mundo:
¡qué nombre de sueño,
qué barca volante,
qué tiempo sin tiempo!

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Va sobre espuma alzada, casi en vuelo,
sin rozar el navío ni la roca
y la distancia abierta la provoca
un doloroso afán de agua y de cielo.

El canto suelto, desflecado el pelo,
de la tierra inocente, grave y loca;
encendidos los sueños y en la boca
la extraña sangre de una flor de hielo.

No es el tritón quien le transforma el pecho,
ni el querubín se inflama entre sus labios
para beber después llanto deshecho.

Un hombre, nada más… Con brazos sabios
la tiende sobre el peso de la tierra
y allí se arrastra dulcemente en guerra.

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Ternura móvil que enraizó a mi lado,
niño grande sin nombre y sin alero;
huésped del sueño en cuerpo verdadero,
oscuro corazón iluminado.

Pago del día, saldo del pasado,
dulce heridor y hábil curandero;
mina de venas rotas y venero
que sin reserva da lo que he buscado.

Su silencio tan largo tiene ahora
pájaros irisados y despiertos
bajo una luz madura y vencedora.

De cenizas llegó su forma alzada,
y en rumbos de la sangre su llamada
devuelve la palabra de los muertos.

Claudia Lars (seudónimo de Carmen Brannon), poeta salvadoreña (1899-1974)

martes, 24 de noviembre de 2009

"El recado" de Elena Poniatowska


Vine Martín, y no estás. Me he sentado en el peldaño de tu casa, recargada en tu puerta y pienso que en algún lugar de la ciudad, por una onda que cruza el aire, debes intuir que aquí estoy. Es este tu pedacito de jardín; tu mimosa se inclina hacia afuera y los niños al pasar le arranzan las ramas más accesibles... En la tierra, sembradas alrededor del muro, muy rectilíneas y serias veo unas flores que tienen hojas como espadas. Son azul marino, parecen soldados. Son muy graves, muy honestas. Tú también eres un soldado. Marchas por la vida, uno, dos, uno, dos... Todo tu jardín es sólido, es como tú, tiene una reciedumbre que inspira confianza.

Aquí estoy contra el muro de tu casa, así como estoy a veces contra el muro de tu espalda. El sol da también contra el vidrio de tus ventanas y poco a poco se debilita porque ya es tarde. El cielo enrojecido ha calentado tu madreselva y su olor se vuelve aún más penetrante. Es el atardecer. El día va a decaer. Tu vecina pasa. No sé si me habrá visto. Va a regar su pedazo de jardín. Recuerdo que ella te trae una sopa cuando estás enfermo y que su hija te pone inyecciones... Pienso en ti muy despacio, com si te dibujara dentro de mí y quedaras allí grabado. Quisiera tener la certeza de que te voy a ver mañana y pasado mañana y siempre en una cadena ininterrumpida de días; que podré mirarte lentamente aunque ya me sé cada rinconcito de tu rostro; que nada entre nosotros ha sido provisional o un accidente.

Estoy inclinada ante una hoja de papel y te escribo todo esto y pienso que ahora, en alguna cuadra donde camines apresurado, decidido como sueles hacerlo, en alguna de esas calles por donde te imagino siempre: Donceles y Cinco de Febrero o Venustiano Carranza, en alguna de esas banquetas grises y monocordes rotas sólo por el remolino de gente que va a tomar el camión, has de saber dentro de tí que te espero. Vine nada más a decirte que te quiero y como no estás te lo escribo. Ya casi no puedo escribir porque ya se fue el sol y no sé bien a bien lo que te pongo. Afuera pasan más niños, corriendo. Y una señora con una olla advierte irritada: "No me sacudas la mano porque voy a tirar la leche..." Y dejo este lápiz, Martín, y dejo la hoja rayada y dejo que mis brazos cuelguen inútilmente a lo largo de mi cuerpo y te espero. Pienso que te hubiera querido abrazar. A veces quisiera ser más vieja porque la juventud lleva en sí, la imperiosa, la implacable necesidad de relacionarlo todo con el amor.

Ladra un perro; ladra agresivamente. Creo que es hora de irme. Dentro de poco vendrá la vecina a prender la luz de tu casa; ella tiene llave y encenderá el foco de la recámara que da hacia afuera porque en esta colonia asaltan mucho, roban mucho. A los pobres les roban mucho; los pobres se roban entre sí... Sabes, desde mi infancia me he sentado así a esperar, siempre fui dócil, porque te esperaba. Sé que todas las mujeres aguardan. Aguardan la vida futura, todas esas imágenes forjadas en la soledad, todo ese bosque que camina hacia ellas; toda esa inmensa promesa que es el hombre; una granada que de pronto se abre y muestra sus granos rojos, lustrosos; una granada como una boca pulposa de mil gajos. Más tarde esas horas vividas en la imaginación, hechas horas reales, tendrán que cobrar peso y tamaño y crudeza. Todos estamos -oh mi amor- tan llenos de retratos interiores, tan llenos de paisajes no vividos.

Ha caído la noche y ya ycasi no veo lo que estoy borroneando en la hoja rayada. Ya no percibo las letras. Allí donde no le entiendas en los espacios blancos, en los huecos, pon: "Te quiero..." No sé si voy a echar esta hoja debajo de la puerta, no sé. Me has dado un tal respeto de ti mismo... Quizá ahora que me vaya, sólo pase a pedirle a la vecina que te dé el recado: que te diga que vine.

Un poema de Víctor Valera Mora


¿Cómo camina una mujer que recién ha hecho el amor?
¿En qué piensa una mujer que recién ha hecho el amor?
¿Cómo ve el rostro de los demás y los demás cómo ven el rostro de ella?
¿De qué color es la piel de una mujer que recién ha hecho el amor?
¿De qué modo se sienta una mujer que recién ha hecho el amor?
Saludará a sus amistades
Pensará que en otros países está nevando
Encenderá y consumirá un cigarrillo
Desnuda, en el baño dará vuelta a la llave
del agua fría o del agua caliente
Dará vuelta a las dos a la vez
¿Cómo se arrodilla una mujer que recién ha hecho el amor?
Soñará que la felicidad es un viaje por barco
Regresará a la niñez o más allá de la niñez
Cruzará ríos, montañas, llanuras, noches domésticas
Dormirá con el sol sobre los ojos
Amanecerá triste, alegre, vertiginosa
Bello cuerpo de mujer
que no fue dócil ni amable ni sabio.


Víctor Valera Mora, poeta venezolano (1935-1984).

lunes, 23 de noviembre de 2009

Juan Villoro en la la Biblioteca Virtual Cervantes


Tomado de Informador
El escritor mexicano Juan Villoro, una de las voces más destacadas de la literatura latinoamericana actual, cuenta ya con su “Página de Autor” en la Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes, dedicada a su obra variada y amplia, desde el periodismo y la crónica al ensayo; desde el relato y la novela a la traducción.

Con la inauguración de esta sección consagrada al autor nacido en el Distrito Federal en 1956, “nos podemos plantear si este hombre ha hecho otra cosa que escribir, y luego descubrimos que ha hecho, hace, también cosas”, señala José Carlos Rovira Soler, catedrático de Literatura Hispanoamericana.

“Sus amigos hablan todavía del novelista de éxito que imparte talleres literarios -añade-, homenaje seguro a aquel taller juvenil que él recibió, según cuentan las crónicas, de Augusto Monterroso.

Mirar la realidad mexicana y actuar en ella es también otra faceta que nos atrae de Villoro, a pesar de todas las complejidades y dolores que esa realidad tienen, o precisamente por ellas, y eso hace que la Biblioteca se encuentre orgullosa de dedicarle una ‘Página de Autor’”.

Según Rovira Soler, la literatura del autor de títulos como Dios es redondo y El testigo puede considerarse “diferenciada” o “inhabitual” en el panorama de la escritura actual de México, “al menos de la que determinadas operaciones de marketing han intentado presentar como la más vigente”.

Manifiesta, al hilo de esta cuestión, que “Villoro no es por ejemplo un escritor del llamado ‘crack’, con su comercial postmodernismo, apoliticismo y distancia de la realidad, ni coincide con los presupuestos estéticos y mercantiles de estos autores, y ello resulta, por el cansancio inevitable que generalmente éstos crean, una carta de presentación muy atractiva”.

Además de El testigo, entre las lecturas de Villoro recomendadas por el catedrático de Literatura Hispanoamericana figuran El disparo de argón y Materia dispuesta, “dos novelas que crecen en perspectiva, desde 1991 que es la fecha de la primera, hacia la construcción de un modelo de narrativa que tiene todas las características de novedad y originalidad”.

Pero Rovira Soler asegura que podría señalar otros 10 títulos en los que el relato, el ensayo, la crónica y la novela “densifican la dimensión del escritor”. Y así se refiere al libro Efectos personales, “en el que el ensayo -sobre Monterroso, Borges, Italo Calvino- adquiere una nueva dimensión no académica y, seguramente por ello, repleta de belleza, inteligencia y eficacia”.“El libro es el único medio de transporte que permite estar en otra parte mientras la vida avanza”.


domingo, 22 de noviembre de 2009

Un poema de Antonia Palacios


“Se empuja, se debate, se enrosca, se enrosca, se arranca, se tuerce, se vuelca, penetra ya en mi espacio, mi impenetrable espacio, toca los alvéolos, los poros dilatados , las materias más ásperas, toca los desgastes, los desgastes que giran sin cesar en el fondo, toca las heridas, las inertes heridas, las del humus violeta, las púrpuras heridas, me acosa, me derrumba, me llena de grietas, de hartazgos de cenizas, me palpita, me sombra, penetra en mis cavernas, mis profundas cavernas abiertas al vacío, se cuelga del abismo, cabalga en el abismo, me sacude, me sufre, me destaja, me parte en dos mitades, me atribula, me espanta, me desquicia, me arrastra, se refleja, se avanza, me surca, me transita, me impotencia, me culpa, me fuga, me agoniza ¡oh salto inmóvil!”.


De "Ficciones y aflicciones"

sábado, 21 de noviembre de 2009

Algunos poemas de “Regresaba a las injurias” de María Antonieta Flores


…La poeta venezolana María Antonieta Flores acaba de publicar “Regresaba a las injurias”, de cuyas páginas presento las siguientes “injurias aceptadas”, como las cataloga Jorge Gustavo Portella en la contratapa del libro

sal preservada en la gota de la noche. de lo deshuesado, despierto. sólo ha sido blanca la sangre que suda de mis labios.

revuelta. nube errancia bajo agua cristalina. su violencia de caminos. sólo entendí años después y no era tarde. entonces coloqué mi mano sobre el vientre. mis dedos desprendieron cal aullido y miel suave de vencidos.

vino blanco o aguardiente, azul y brevas. húmedo miedo sobre el deseo, sin un hilo destrenzado por las parcas. te enfrentas a esta mordida. fuego que cauteriza en el dolor no en el jadeo de un orgasmo lento para caer una y otra vez y arrodillada para aguardar la sal de la vida, temprana agua que inquieta.

Leer el futuro: el libro digital




Tomado de elcultural.es
Hasta este momento las altas esferas del mundo editorial se han tranquilizado las unas a las otras afirmando que el libro electrónico ni era tan fiero ni tan inmediato, mostrando mucho menos interés en lo que estaba por venir del que, para su desgracia, connotaba un público ávido siempre de la última novedad con botones.

Pero más allá de estos paños calientes, el aparato en cuestión, y todo el engranaje de posibilidades que acarrea, ha dejado de ser un proyecto embrionario para convertirse en un objeto que se ve, se toca y, sobre todo, se lee. Que no se advierte su presencia todavía entre los viajeros del metro, de acuerdo. Pero hay que esperar a la vuelta de las Navidades para ver qué sucede.

Por ahora, los asistentes a la Feria del Libro Electrónico (que es de todo menos literaria), ya se han puesto al día de lo que está llegando, y los ansiosos jóvenes que hoy funden su paga en tecnología ya aseguran que lo pedirán por Reyes, porque a la larga les ahorrará “una pasta enorme en libros”.

El público ya está ahí, poniéndole cara al asunto, y también las empresas, sobre todo las creadas por jóvenes emprendedores. Porque si algo queda claro es que el negocio del libro electrónico será de y para los que ya nacieron con el PC instalado en sus casas y el ADSL echando chispas en el salón. Pero mientras estos nativos de la era digital se hacen mayores, el nuevo mercado bibliográfico vive días de novedades a raudales, aunque también de desorganización, desinformación y dudas, porque nadie sabe -ni empresarios ni autores ni editoriales- a qué atenerse, por qué derroteros irá la industria y cuál es el camino adecuado.

Esto es, qué formatos, canales y soportes imperarán en el futuro. Tampoco el marco legal que se impondrá, puesto que la experiencia de la nueva forma de distribución de música no es el mejor ejemplo ni tan fácil de aplicar al campo bibliográfico.

En esta edición Cero de la Feria del Libro Digital, enmarcada en la III FICOD, se está averiguando el futuro a trompicones, por eso los visitantes preguntan con un interés similar al que preguntarían a un adivino qué estarán haciendo dentro de diez años. Las cuestiones son de todo tipo: “¿Merece la pena comprarme ya un e-reader o tengo que esperar unos meses a que lo mejoren?, “¿Se abaratará mucho el precio en un par de años?", “¿Podré tener ahí dentro toda mi biblioteca almacenada?”, “¿Si compro este modelo veré limitada mi lectura a un catálogo?”.

La clave está, según los expertos, en eliminar restricciones para universalizar al máximo el mercado.


Leer en pantalla
El lector, que ya se distribuye con todo tipo de prestaciones y colores, es hoy un aparato que al consumidor puede resultarle mucho más rudimentario que su teléfono móvil o su ordenador personal. Los hay de distintos tamaños -siempre similares a los de un libro y nunca superiores en peso a los 150 gramos- y precios (entre los 300 y los 600 euros en la mayoría de los casos), pero su funcionamiento y capacidades, independientemente del fabricante, son similares.

Su gran hallazgo es que su pantalla no está iluminada como la de un ordenador, de forma que lo que en ella se lee, gracias a la tinta electrónica, tiene un aspecto similar al de una hoja de papel. Como tal, no daña ni cansa la vista, y además permite al usuario subrayar, tomar notas y consultar palabras en el diccionario. Asimismo, y gracias a esta aportación, la batería puede durar hasta dos semanas, siendo ésta una de las razones por las que hasta el momento se descarta en la mayoría de los casos la pantalla táctil, que consume mucha más energía.

Los distintos ponentes del sector que estos días disertan en la Feria del Libro Digital insisten en que aún tiene que llover para que la idea se extienda y se perfeccione, pero garantizan su éxito porque “el mundo ya consume de esta manera”, asegura Javier Celaya, vicepresidente de la Asociación de Revistas Digitales de España y uno de los conferenciantes de la Feria.

Como dato, baste decir que en 2007 se vendieron en España sólo 300 dispositivos, en tanto que este año se llegará a los 10.000 y ya se reciben 100 peticiones diarias de libros electrónicos. Por su parte, el escritor Lorenzo Silva, que ha impartido la conferencia inaugural de la Feria, avanza que el soporte “es relevante pero no crucial”. En su opinión, estamos atravesando una fase de “inmadurez” del libro electrónico que concluirá en un desplazamiento parcial de la industria bibliográfica en papel.

Silva aboga además por la "protección pública" de la figura del librero, que será el principal perjudicado en caso de que el incipiente aparato se convierta en la revolución que lleva anunciándose desde hace 10 años. En contra de lo que pronostica el escritor, la joven Alba López, estudiante y diseñadora gráfica, confirma que, tras la experiencia de la feria, el e-reader (se decanta por los HTC) le parece “el mejor invento del mundo” y esto considerándose una romántica de la compilación de volúmenes literarios en papel.


Los nuevos contenidos
No obstante, y más allá del tiempo empleado en la novela, la poesía y el ensayo, en lo que piensan las empresas es en el resto de horas de lectura que el público dedica a información especializada, documentos relacionados con su trabajo, prensa, etcétera (este bloque supone 75 por ciento del total). Un dato importante en este sentido es que a partir de febrero de 2010 la prensa ya podrá leerse en e-readers. “Ahí es donde está el negocio”, soluciona Javier Larraz, director de Márketing de Grammata, una empresa que ofrece a través del dispositivo Papyre un catálogo limitado de escritores cuyas obras están libres de derechos de autor.

Esta es una de las vías, aunque existen otras. Lo más habitual es que los lectores permitan el acceso a la tienda online de la compañía que comercializa el modelo en concreto, además de a las suscripciones de revistas, periódicos e incluso publicaciones de internet.

El Sony Reader y el Amazon Kindle (por cierto, no presente en la feria) son, hasta el momento, los líderes. Sólo estos dos modelos colocarán en el mercado más de tres millones de e-readers este año. En las mesas de debate de la Feria se ha hablado de que no puede ir cada uno por su lado, que lo que se tercia ahora, como ocurrió con iTunes, es aunar el formato para que cada soporte pueda albergar todo tipo de contenidos independientemente de dónde se adquieran.

De cualquier forma, la gran aportación es hoy por hoy la del Kindle, porque ya ha aplicado en sus máquinas la tecnología 3G, que permite la independencia del ordenador a la hora de descargar contenidos. Al margen de las ventajas de cada casa, Ángel María Herrera, creador de la editorial digital Bubok.com, ahora asociada a Google Books, sostiene que más allá del lector electrónico en cuestión, la clave está en el contenido.

“Los editores tenemos que dejar de pensar en tecnología y centrarnos en los servicios”, plantea el joven Herrera, quien a través de su portal ha publicado 15.000 títulos en tan solo un año y medio. En su opinión, la ventaja del libro digital se halla en la infinidad de posibilidades que ofrece para el público, como la ampliación de novelas, la inclusión de audios o la publicación de “obras nicho” destinadas a un sectores muy especializados y para las que 200 ejemplares vendidos es ya un éxito.

Los datos y la piratería
Nadie espera que el libro digital desplace al papel, no al menos en los próximos años, pero sí se aguarda un total 10.000 lectores digitales en el primer trimestre de 2010 en España. La cosa empieza coger carrerilla, pues, en plena celebración de la Feria, el Ministerio de Cultura ha creado un grupo de trabajo sobre el libro electrónico que hará público un informe el próximo 14 de enero.

Según la ministra, Ángeles González-Sinde, en España se editaron 8.447 libros electrónicos en 2008, frente a los 220 de 1994, lo que arroja una producción media de casi un libro a la hora. Asimismo, ha añadido que el libro electrónico representa ya el 8 por ciento de la producción editorial en España.

La política fiscal española mantiene al e-book ligado al IVA general del 16 por ciento, ignorando el impuesto reducido de los libros en papel (sólo del 4 por ciento). Esta peculiaridad se traduce en que, a pesar de que el gasto de producción de un libro digital es mucho menor que el de una obra en papel, ambos tienen hoy un precio similar cuando el primero debiera ser un 50 por ciento menor que el segundo debido a la mencionada disminución de gastos.

En un marco legal aún virgen, la experiencia bibliográfica está repitiendo algunos errores del polémico precedente de la música y del cine.

Google ha sido una de las empresas más criticadas en la Feria por su tendencia a liberar contenidos. El servidor de libros de la multinacional se ha comprometido, sin embargo, a indemnizar a los titulares de derechos de todas las obras que hubiese escaneado sin autorización previa. Lo que sucede, una vez más, es que la industria va por delante de la ley.

El nuevo protagonismo del lector
La relación autor-lector también está cambiando. A la pregunta de si ha seguido alguna vez un consejo de un lector, el escritor Lorenzo Silva es tajante: "Sí, varias veces". Desde hace diez años mantiene una relación fluida con sus lectores a través de su página web. Un vínculo del que se alimenta y que confiesa le aporta "mucha información y muy útil".
Hasta ahora un autor contaba con la opinión de los críticos especializados y las cifras de ventas que manejaba el editor. Ahora, estos datos se ven enriquecidos por uno de los sujetos activos, y hasta ahora en la sombra, más importantes de la cadena: los lectores. Los nuevos formatos literarios, ya sean impresos a la carta o digitales, también se beneficiarán de la participación directa del lector: el dato de demanda será tan ajustado y real como el número de peticiones y descargas.

Por esta razón, el problema del stock en España -ese limbo de los libros que es una de las grandes lacras de las editoriales- podría solventarse.

De la misma manera, la patente reducción de costes de producción y distribución plantea la posibilidad de aumentar el beneficio no sólo para la empresa editora sino también para el gremio de los autores, que ya tienen el ojo puesto en este dato, como ha señalado en la feria Lorenzo Silva. En cambio, hay un aspecto en el que los libros digitales no pueden competir con los impresos. El propio Silva sostiene que “no regalaría un PDF a su mujer”.

Así, el libro, tal y como lo conocemos hasta hoy, podría asociarse de forma más directa con el mercado de regalo y ofrecer otro tipo de ventajas como ediciones muy cuidadas, fotografías e ilustraciones, ejemplares dedicados por los autores, la impresión de lujo y a la carta, etcétera.

Se recomienda también visitar http://www.youtube.com/watch?v=wq49z0Ie8Ds

viernes, 20 de noviembre de 2009

Juan Gelman entrega sus poemas de nostalgia y rebelión


Tomado de Público.es
A sus 79 años de edad el escritor argentino Juan Gelman lanza poemas de amor, rebelión y nostalgia contra el cinismo y el miedo a una vida sin excesos de corazón. "El amor de ser amado/ nunca abandona su juventud", apunta en uno de los poemas del nuevo libro del premio Cervantes 2007, De atrásalante en su porfía (Visor), que aparece la semana que viene en nuestras librerías. Un intenso recorrido por dos años de noches entregado al encuentro con sus adentros y un resultado de más de 150 poemas, en los que destaca la falta de indulgencia que muestra el autor con aquellos amigos que traicionaron sus ideas políticas y se fueron al otro lado. Lo que él califica de "ataque de senilidad ideológica".

"Fueron amigos que estuvieron en la batalla contra el poder y con los años se pasaron con los demonios", así que necesitó escribir sobre esto, porque entre ellos reconoce a personas a las que quiso mucho y que hoy siente que le han "traicionado". "Por supuesto, soy muy poco indulgente con la traición a las ideas, porque las ideas no son sólo ideas cuando hay acción. Son algo más, son ideas que se encarnan. Hay otros, a los que llamo profetas del pasado, no quisieron mojarse el culo y ahora aparecen para decir que tenían razón", cuenta desde su casa en México DF a este periódico.

Gelman se mantiene fiel a su poesía hermética permeable y desmenuza esa pequeña venganza contra sus compañeros fallidos en poemas como Teorías, donde escribe: "Las reglas de la tristeza no/ saben lo que saben. En la/ sala de espera de su tren/ pasan los sueños viejos/ que cada día se abren/ con una moneda que no existe", para referirse a las añejas aspiraciones de la izquierda. "Cuando escribo una moneda que no existe, me refiero a la izquierda que no existe. Los sueños viejos siguen existiendo y me gustaría saber cómo podríamos recuperarlos hoy. Sigo confiando en que como no se puede mutilar la capacidad del sueño, ni se puede acabar con los deseos de la gente, esta situación terminará provocando una respuesta. Por eso lo que me alarma es este desencanto, la desilusión, y esta convivencia con el horror", explica.

Parece desencantado, aunque no desesperado, y no lo decimos por la nostalgia tanguera inherente a sus maneras. Incluso podríamos crear un neogelmanismo de los suyos agrupando dos términos contrarios como desilusión y hechizo, pero no somos él. Seguimos hablando de la izquierda y reconoce tajante que "perdió el norte, el sur, el este y el oeste". "Pero de todos modos, pienso que siempre hubo momentos de aletargamiento, para hacer surgir luego las revoluciones. Así que, aunque esté un poquito lastimada, mantengo mi esperanza en la izquierda".

El poeta hace referencia en un par de ocasiones a una cita imprescindible de Emily Dickinson para definir la situación actual. La autora dijo que acostumbrarse a las catástrofes humanas es una prueba de pérdida de humanidad. Precisamente, uno de los versos de un poema de De atrásalante en su porfía dice: "Poesía, apurémonos antes de que la oscuridad sea completa". Él está convencido de que la poesía es "una luz" en medio de todo esto, porque es capaz de advertir del riesgo de no darse cuenta de que "están manufacturando nuestro pensamiento". "La poesía resiste toda esa situación, aunque no se lo proponga". ¿Y Obama? ¿Es también luz? "Es evidente que no. Ha pasado el tiempo suficiente como para darse cuenta de que no. Ha continuado la guerra en Afganistán, para salir de la crisis ha decidido darle plata a los que la tenían No".

Casualidad o encuentro
Cada poema en De atrásalante en su porfía es un encuentro casual. No tiene ninguna estructura concreta, son acumulaciones de poemas según van presentándosele en las noches de vigilia. A punto de los 80, no ve ningún problema ni miedos en no escribir todo lo que tiene ganas de escribir "antes de tocar el violín en el otro barrio". "El problema realmente es que uno no escribe cuando quiere, sino cuando las señoras quieren, y cuando tocan a la puerta tienes que recibirlas aunque vengan, como decía Lorca, llenas de besos y arena", y asume que esas señoras, conocidas como musas, además, se marchan cuando quieren.

Mantiene vivo el sentido del humor al reconocer que "el único consuelo es que el tiempo envejece con nosotros". Porque el poeta no ve demasiadas diferencias entre el Gelman de 2009 y el Gelman de hace 20 o 30 años. "Sólo veo un tipo 20 o 30 años más viejo". Quizá le mantenga en vivo y lanza en astillero la llama de la memoria, que como escribe: "Dormir en un silencio se puede,/ en la derrota, no".

Siempre crítico, apela a la lectura dura de uno mismo, porque, como él mismo explica, "el poder mirarse forma parte del ser". De ahí que suelte un verdadero latigazo en Azar, uno de los primeros poemas: "Quien se lee a sí mismo encuentra/ faltas de ortografía, faltas/ de su verdad, faltas". Sí, escribir es encontrarse las ruinas de uno mismo, como dice el autor de País que fue será. "Mira, para escribir hay que meterse mucho en sí mismo, por eso es también un descubrimiento de uno mismo. En estos momentos, que puedo escribir tres o cuatro poemas en una noche, encuentro un estado particular en el que lo único que quiero es que desaparezca el mundo para quedarme solo", vuelve a mencionar lo que muchas veces ha comentado, que no es uno el que escribe, sino otro que aparece y desaparece cuando quiere para tomarle la palabra por escrito.

Después de todos estos años hurgándose en el silencio del mundo, en la soledad de su estudio, conoce qué necesita para que las cosas salgan bien. Es una cuestión de equilibrio entre obsesión y densidad. Dice que la expresión gana en intensidad a medida que la obsesión va apaciguándose. Sin ella es incapaz de hacer nada, pero con un exceso de la misma la densidad pierde. "Aunque no haya obsesión uno puede seguir escribiendo, es lo que yo llamo "la maquinita", y hay que tener cuidado para no incurrir en eso. Él tiene un remedio infalible: dejar descansar los poemas unos meses.

En el recuerdo, Ángel
Sin duda alguna este es un libro contra los cínicos: "El amor de ser amado nunca abandona su juventud". Un libro para acabar con descreídos. Un libro lleno de pasión y amor. "Amarte es preciso, vivir no", escribe tomando lo que decían los marinos romanos ("Navegar es preciso, vivir no"). "¿Para qué sirve una vida tan apasionada? Para vivir, claro. Si no hay deseo en la vida, no hay vida".

Y entre los remedios contra el cinismo, Ángel González. Le dedica un poema y le tiene en el recuerdo. Explica cómo le conoció hace años en la casa mexicana de Paco Taibo, cuando el poeta asturiano llegaba a la ciudad para pasar unos días. "Su poesía fue muy importante para mí y su desaparición fue muy triste".

"¿Qué es el contenido de un poema? Esa es la pregunta. El poeta nombra lo que no tiene nombre todavía, ese es el contenido de un poema para referirse a lo que sea". Resuelve así el eterno conflicto entre forma y contenido. Un poema es como el tango, "una manera de conversar y no una manera de caminar, como decía Borges". "Un poeta es hijo de lo que escribe. Él va creando su biografía, va conociéndose. Uno escribe para vivir, como decía Ajmátova". Y en cuanto a la nostalgia en el libro "La verdad es que debo ser un inconsciente porque nunca me pregunto por esas cosas. Sale lo que sale, uno no escribe lo que sabe, sino lo que puede y se acabó".

"El llano en llamas" de Juan Rulfo



Ya mataron a la perra,
pero quedan los perritos... (Corrida popular)


"¡Viva Petronilo Flores!"
El grito se vino rebotando por los paredones de la barranca y subió hasta donde estábamos nosotros. Luego se deshizo.
Por un rato, el viento que soplaba desde abajo nos trajo un tumulto de voces amontonadas, haciendo un ruido igual al que hace el agua crecida cuando rueda sobre pedregales. En seguida, saliendo de allá mismo, otro grito torció por el recodo de la barranca, volvió a rebotar en los paredones y llegó todavía con fuerza junto a nosotros:
"¡Viva mi general Petronilo Flores!"
Nosotros nos miramos.


La Perra se levantó despacio, quitó el cartucho a la carga de su carabina y se lo guardó en la bolsa de la camisa. Después se arrimó a donde estaban "los Cuatro" y les dijo: "¡Síganme, muchachos, vamos a ver que toritos toreamos!" Los cuatro hermanos Benavides se fueron detrás de él, agachados; solamente la Perra iba bien tieso, asomando la mitad de su cuerpo flaco por encima de la cerca.
Nosotros seguimos allí, sin movernos. Estábamos alineados al pie del lienzo, tirados panza arriba, como igua­nas calentándose al sol.
La cerca de piedra culebreaba mucho al subir y bajar por las lomas, y ellos, la Perra y "los Cuatro", iban también culebreando como si fueran con los pies trabados. Así los vimos perderse de nuestros ojos. Luego volvimos la cara para ver otra vez hacia arriba y miramos las ramas bajas de los amoles que nos daban tantita sombra.
Olía a eso: a sombra recalentada por el sol. A amoles podridos.
Se sentía el sueño del mediodía.


La boruca que venía de allá abajo se salía a cada rato de la barranca y nos sacudía el cuerpo para que no nos durmiéramos. Y aunque queríamos oír, parando bien la oreja, sólo nos llegaba la boruca: un remolino de murmullos, como si se estuviera oyendo de muy lejos el rumor que hacen las carretas al pasar por un callejón pedregoso.
De repente sonó un tiro. Lo repitió la barranca como si estuviera derrumbándose. Eso hizo que las cosas despertaran: volaron los totochilos, esos pájaros colorados que habíamos estado viendo jugar entre los amoles. En seguida las chicharras, que se habían dormido a ras del mediodía, también despertaron llenando la tierra de rechinidos.
—¿Qué fue? —preguntó Pedro Zamora, todavía medio amodorrado por la siesta.
Entonces el Chihuila se levantó y, arrastrando su carabina como si fuera un leño, se encaminó detrás de los que se habían ido.
—Voy a ver qué fue lo que fue —dijo perdiéndose tam­bién como los otros.


El chirriar de las chicharras aumentó de tal modo que nos dejó sordos y no nos dimos cuenta de la hora en que ellos aparecieron por allí. Cuando menos acordamos aquí estaban ya, mero enfrente de nosotros, todos desguarnecidos. Parecían ir de paso, ajuareados para otros apuros y no para este de ahorita.
Nos dimos vuelta y los miramos por la mira de las troneras.
Pasaron los primeros, luego los segundos y otros más, con el cuerpo echado para adelante, jorobados de sueño. Les relumbraba la cara de sudor, como si la hubieran zambullido en el agua al pasar por el arroyo.
Siguieron pasando.



Llegó la señal. Se oyó un chiflido largo y comenzó la tracatera allá lejos, por donde se había ido La Perra. Lue­go siguió aquí.
Fue fácil. Casi tapaban el agujero de las troneras con su bulto, de modo que aquello era como tirarles a boca de jarro y hacerles pegar tamaño respingo de la vida a la muerte sin que apenas se dieran cuenta.
Pero esto duró muy poquito. Si acaso la primera y la segunda descarga. Pronto quedó vacío el hueco de la tronera por donde, asomándose uno, sólo se veía a los que estaban acostados en mitad del camino, medio torcidos, como si alguien los hubiera venido a tirar allí. Los vivos desaparecieron. Después volvieron a aparecer, pero por lo pronto ya no estaban allí.
Para la siguiente descarga tuvimos que esperar.



Alguno de nosotros gritó: "¡Viva Pedro Zamora!"
Del otro lado respondieron, casi en secreto: "¡Sálvame patroncito! ¡Sálvame! ¡Santo Niño de Atocha, socórreme!"
Pasaron los pájaros. Bandadas de tordos cruzaron por encima de nosotros hacia los cerros.
La tercera descarga nos llegó por detrás. Brotó de ellos, haciéndonos brincar hasta el otro lado de la cerca, hasta más allá de los muertos que nosotros habíamos matado.
Luego comenzó la corretiza por entre los matorrales. Sentíamos las balas pajueléandonos los talones, como si hubiéramos caído sobre un enjambre de chapulines. Y de vez en cuando, y cada vez más seguido, pegando mero en medio de alguno de nosotros que se quebraba con un crujido de huesos.



Corrimos. Llegamos al borde de la barranca y nos dejamos descolgar por allí como si nos despeñáramos.
Ellos seguían disparando. Siguieron disparando toda­vía después que habíamos subido hasta el otro lado, a gatas, como tejones espantados por la lumbre.
"¡Viva mi general Petronilo Flores, hijos de la tal por cual!", nos gritaron otra vez. Y el grito se fue rebotando como el trueno de una tormenta, barranca abajo.
Nos quedamos agazapados detrás de unas piedras grandes y boludas, todavía resollando fuerte por la carrera. Solamente mirábamos a Pedro Zamora preguntándole con los ojos que era lo que nos había pasado. Pero él también nos miraba sin decirnos nada. Era como si se nos hubiera acabado el habla a todos o como si la lengua se nos hu­biera hecho bola como la de los pericos y nos costara trabajo soltarla para que dijera algo.



Pedro Zamora nos seguía mirando. Estaba haciendo sus cuentas con los ojos; con aquellos ojos que él tenía, todos enrojecidos, como si los trajera siempre desvelados. Nos contaba de uno en uno. Sabía ya cuántos éramos los que estábamos allí, pero parecía no estar seguro todavía; por eso nos repasaba una vez y otra y otra.
Faltaban algunos: once o doce, sin contar a la Perra y al Chihuila y a los que habían arrendado con ellos. El Chihuila bien pudiera ser que estuviera horquetado arriba de algún amole, acostado sobre su retrocarga, aguardando a que se fueran los federales.
Los Joseses, los dos hijos de la Perra, fueron los primeros en levantar la cabeza, luego el cuerpo. Por fin caminaron de un lado a otro esperando que Pedro Zamora les dijera algo. Y dijo:
—Otro agarre como éste y nos acaban.



En seguida, atragantándose como si se tragara un buche de coraje, les gritó a los Joseses: "¡Ya sé que falta su padre, pero aguántense, aguántense tantito! ¡Iremos por él!"
Una bala disparada de allá hizo volar una parvada de tildíos en la ladera de enfrente. Los pájaros cayeron sobre la barranca y revolotearon hasta cerca de nosotros; lue­go, al vernos, se asustaron, dieron media vuelta relumbrando contra el sol y volvieron a llenar de gritos los árboles de la ladera de enfrente.
Los Joseses volvieron al lugar de antes y se acuclillaron en silencio.
Así estuvimos toda la tarde. Cuando empezó a bajar la noche llegó el Chihuila acompañado de uno de “los Cuatro". Nos dijeron que venían de allá abajo, de la Piedra Lisa, pero no supieron decirnos si ya se habían retirado los federales. Lo cierto es que todo parecía estar en calma. De vez en cuando se oían los aullidos de los co­yotes.
—¡Epa tú, Pichón! —me dijo Pedro Zamora—. Te voy a dar la encomienda de que vayas con los Joseses hasta Piedra Lisa y vean a ver qué le pasó a la Perra. Si está muerto, por entiérranlo. Y hagan lo mismo con los otros. A los heridos déjenlos encima de algo para que los vean los guachos; pero no se traigan a nadie.
—Eso haremos.
Y nos fuimos.



Los coyotes se oían más cerquita cuando llegamos al corral donde habíamos encerrado la caballada. Ya no había caballos, sólo estaba un burro trasijado que ya vivía allí desde antes que nosotros viniéramos. De seguro los federales habían cargado con los caballos.
Encontramos al resto de "los Cuatro" detrasito de unos matojos, los tres juntos, encaramados uno encima de otro como si los hubieran apilado allí. Les alzamos la cabeza y se la zangoloteamos un poquito para ver si alguno daba todavía señales; pero no, ya estaban bien difuntos. En el aguaje estaba otro de los nuestros con las costillas de fuera como si lo hubieran macheteado. Y recorriendo el lienzo de arriba abajo encontramos uno aquí y otro más allá, casi todos con la cara renegrida.
—A éstos los remataron, no tiene ni qué — dijo uno de los Joseses.
Nos pusimos a buscar a la Perra; a no hacer caso de ningún otro sino de encontrar a la mentada Perra.
No dimos con él.



"Se lo han de haber llevado —pensamos—. Se lo han de haber llevado para enseñárselo al gobierno"; pero, aún así, seguimos buscando por todas partes, entre el rastrojo. Los coyotes seguían aullando.
Siguieron aullando toda la noche.
Pocos días después, en el Armería, al ir pasando el río, nos volvimos a encontrar con Petronilo Flores. Dimos marcha atrás, pero ya era tarde. Fue como si nos fusilaran. Pedro Zamora pasó por delante haciendo galopar aquel macho barcino y chaparrito que era el mejor animal que yo había conocido. Y detrás de él, nosotros, en manada, agachados sobre el pescuezo de los caballos. De todos modos la matazón fue grande. No me di cuenta de pronto porque me hundí en el río debajo de mi caballo muerto, y la corriente nos arrastró a los dos, lejos, hasta un remanso bajito de agua y lleno de arena.



Aquel fue el último agarre que tuvimos con las fuerzas de Petronilo Flores. Después ya no peleamos. Para decir mejor las cosas, ya teníamos algún tiempo sin pelear, só1o de andar huyendo el bulto; por eso resolvimos remontarnos los pocos que quedamos, echándonos al cerro para escondernos de la persecución. Y acabamos por ser unos grupitos tan ralos que ya nadie nos tenía miedo. Ya nadie corría gritando: "¡Allí vienen los de Zamora!"
Había vuelto la paz al Llano Grande.
Pero no por mucho tiempo.
Hacía cosa de ocho meses que estábamos escondidos en el escondrijo del cañón del Tozín, allí donde el río Armería se encajona durante muchas horas para dejarse caer sobre la costa. Esperábamos dejar pasar los años para luego volver al mundo, cuando ya nadie se acordara de nosotros. Habíamos comenzado a criar gallinas y de vez en cuando subíamos a la sierra en busca de venados. Éramos cinco, casi cuatro, porque a uno de los Joseses se le había gangrenado una pierna por el balazo que le dieron abajito de la nalga, allá, cuando nos balacearon por detrás.



Estábamos allí, empezando a sentir que ya no servíamos para nada. Y de no saber que nos colgarían a todos, hubiéramos ido a pacificarnos.
Pero en eso apareció un tal Armando Alcalá, que era el que le hacía los recados y las cartas a Pedro Zamora.
Fue de mañanita, mientras nos ocupábamos en destazar una vaca, cuando oímos el pitido del cuerno. Venía de muy lejos, por el rumbo del Llano. Pasado un rato volvió a oírse. Era como el bramido de un toro: primero agudo, luego ronco, luego otra vez agudo. El eco lo alargaba más y más y lo traía aquí cerca, hasta que el ronroneo del río lo apagaba.
Y ya estaba para salir el sol, cuando el tal Alcalá se dejó ver asomándose por entre los sabinos. Traía terciadas dos carrilleras con cartuchos del "44" y en las ancas de su caballo venía atravesado un montón de rifles como si fuera una maleta.



Se apeó del macho. Nos repartió las carabinas y volvió a hacer la maleta con las que le sobraban.
—Si no tienen nada urgente que hacer de hoy a mañana, pónganse listos para salir a San Buenaventura. Allí los está aguardando Pedro Zamora. En mientras, yo voy un poquito más abajo a buscar a los Zanates. Luego volveré.
Al día siguiente volvió, ya de atardecida. Y sí, con él venían los Zanates. Se les veía la cara prieta entre el pardear de la tarde. También venían otros tres que no conocíamos.
—En el camino conseguiremos caballos —nos dijo. Y lo seguimos.
Desde mucho antes de llegar a San Buenaventura nos dimos cuenta de que los ranchos estaban ardiendo. De las trojes de la hacienda se alzaba más alta la llamarada, como si estuviera quemándose un charco de aguarrás. Las chispas volaban y se hacían rosca en la oscuridad del cielo formando grandes nubes alumbradas.



Seguimos caminando de frente, encandilados por la luminaria de San Buenaventura, como si algo nos dijera que nuestro trabajo era estar allí, para acabar con lo que quedara.
Pero no habíamos alcanzado a llegar cuando encontramos a los primeros de a caballo que venían al trote, con la soga morreada en la cabeza de la silla y tirando, unos, de hombres pialados que, en ratos, todavía caminaban sobre sus manos, y otros, de hombres a los que ya se les habían caído las manos y traían descolgada la cabeza.
Los miramos pasar. Más atrás venía Pedro Zamora y mucha gente a caballo. Mucha más gente que nunca. Nos dio gusto.
Daba gusto mirar aquella larga fila de hombres cruzando el Llano Grande otra vez, como en los tiempos buenos. Como al principio, cuando nos habíamos levantado de la tierra como huizapoles maduros aventados por el viento, para llenar de terror todos los alrededores del Llano. Hubo un tiempo que así fue. Y ahora parecía volver.



De allí nos encaminamos hacia San Pedro. Le prendimos fuego y luego la emprendimos rumbo al Petacal. Era la época en que el maíz ya estaba por pizcarse y las milpas se veían secas y dobladas por los ventarrones que soplan por este tiempo sobre el Llano. Así que se veía muy bonito ver caminar el fuego en los potreros; ver hecho una pura brasa casi todo el Llano en la quemazón aquella, con el humo ondulado por arriba; aquel humo oloroso a carrizo y a miel, porque la lumbre había llegado también a los cañaverales.
Y de entre el humo íbamos saliendo nosotros, como espantajos, con la cara tiznada, arreando ganado de aquí y de allá para juntarlo en algún lugar y quitarle el pellejo. Ese era ahora nuestro negocio: los cueros de ganado.



Porque, como nos dijo Pedro Zamora: "Esta revolución la vamos a hacer con el dinero de los ricos. Ellos pagarán las armas y los gastos que cueste esta revolución que estamos haciendo. Y aunque no tenemos por ahorita ninguna bandera por qué pelear, debemos apurarnos a amontonar dinero, para que cuando vengan las tropas del gobierno vean que somos poderosos." Eso nos dijo.
Y cuando al fin volvieron las tropas, se soltaron matándonos otra vez, como antes, aunque no con la misma facilidad. Ahora se veía a leguas que nos tenían miedo.



Pero nosotros también les teníamos miedo. Era de verse cómo se nos atoraban los güevos en el pescuezo con solo oír el ruido que hacían sus guarniciones o las pezuñas de sus caballos al golpear las piedras de algún camino, donde estábamos esperando para tenderles una emboscada. Al verlos pasar, casi sentíamos que nos miraban de reojo y como diciendo: “Ya los venteamos, nomás nos estamos haciendo disimulados."
Y así parecía ser, porque de buenas a primeras se echaban sobre suelo, afortinados detrás de sus caballos y nos resistían allí, hasta que otros nos iban cercando poquito a poco, agarrándonos como a gallinas acorraladas. Desde entonces supimos que a ese paso no íbamos a durar mucho, aunque éramos muchos.



Y es que ya no se trataba de aquella gente del general Urbano, que nos habían echado al principio y que se asustaban a puros gritos y sombrerazos; aquellos hombres sacados a la fuerza de sus ranchos para que nos combatieran y que sólo cuando nos veían poquitos se iban sobre nosotros. Esos ya se habían acabado. Después vinieron otros; pero estos últimos eran los peores. Ahora era un tal Olachea, con gente aguantadora y entrona; con alteños traídos desde Teocaltiche, revueltos con indios tepehuanes: unos indios mechudos, acostumbrados a no comer en muchos días y que a veces se estaban horas enteras espiándolo a uno con el ojo fijo y sin parpadear, esperando a que uno asomara la cabeza para dejar ir, derechito a uno, una de esas balas largas de "30-30" que quebraban el espinazo como si se rompiera una rama podrida.
No tiene ni qué, que era más fácil caer sobre los ran­ches en lugar de estar emboscando a las tropas del gobierno. Por eso nos desperdigamos, y con un puñito aquí y otro más allá hicimos mas perjuicios que nunca, siempre a la carrera, pegando la patada y corriendo como mulas brutas.



Y así, mientras en las faldas del volcán se estaban que­mando los ranchos del Jazmín, otros bajábamos de repente sobre los destacamentos, arrastrando ramas de huizache y haciendo creer a la gente que éramos muchos, escondidos entre la polvareda y la gritería que armábamos.
Los soldados mejor se quedaban quietos, esperando. Estuvieron un tiempo yendo de un lado para otro, y ora iban para adelante y ora para atrás, como atarantados. Y desde aquí se veían las fogatas en la sierra, grandes incendios como si estuvieran quemando los desmontes. Des­de aquí veíamos arder día y noche las cuadrillas y los ranchos y a veces algunos pueblos más grandes, como Tuzamilpa y Zapotitlán, que iluminaban la noche. Y los hombres de Olachea salían para allá, forzando la marcha; pero cuando llegaban, comenzaba a arder Totolimispa, muy acá, muy atrás de ellos.
Era bonito ver aquello. Salir de pronto de la maraña de los tepemezquites cuando ya los soldados se iban con sus ganas de pelear, y verlos atravesar el llano vacío, sin enemigo al frente, como si se zambulleran en el agua honda y sin fondo que era aquella gran herradura del Llano encerrada entre montañas.



Los federales se habían ido por el rumbo de Autlán, en busca de un lugar que le dicen La Purificación, donde según ellos estaba la nidada de bandidos de donde habíamos salido nosotros. Se fueron y nos dejaron solos en el Cuastecomate.
Allí hubo modo de jugar al toro. Se les habían quedado olvidados ocho soldados, además del administrador y el caporal de la hacienda. Fueron dos días de toros.
Tuvimos que hacer un corralito redondo como esos que se usan para encerrar chivas, para que sirviera de plaza. Y nosotros nos sentamos sobre las trancas para no dejar salir a los toreros, que corrían muy fuerte en cuanto veían el verduguillo con que los quería cornear Pedro Zamora.
Los ocho soldaditos sirvieron para una tarde. Los otros dos para la otra. Y el que costó más trabajo fue aquel caporal flaco y largo como garrocha de otate, que escurría el bulto sólo con ladearse un poquito. En cambio, el ad­ministrador se murió luego luego. Estaba chaparrito y ovachón y no usó ninguna maña para sacarle el cuerpo al verduguillo. Se murió muy callado, casi sin moverse y como si el mismo hubiera querido ensartarse. Pero el ca­poral si costó trabajo.
Pedro Zamora les había prestado una cobija a cada uno, y esa fue la causa de que al menos el caporal se haya defendido tan bien de los verduguillos con aquella pesada y gruesa cobija; pues en cuanto supo a que atenerse, se dedicó a zangolotear la cobija contra el verduguillo que se le dejaba ir derecho, y así lo capoteó hasta cansar a Pedro Zamora. Se veía a las claras lo cansado que ya estaba de andar correteando al caporal, sin poder darle sino unos cuantos pespuntes. Y perdió la paciencia. Dejó las cosas como estaban y, de repente, en lugar de tirar derecho como lo hacen los toros, le buscó al del Cuastecomate las costillas con el verduguillo, haciéndole a un lado la cobija con la otra mano. El caporal pareció no darse cuenta de lo que había pasado, porque todavía anduvo un buen rato sacudiendo la frazada de arriba abajo como si se anduviera espantando las avispas. Solo cuando vio su sangre dándole vueltas por la cintura dejó de moverse. Se asustó y trató de taparse con sus dedos el agujero que se le había hecho en las costillas, por donde le salía en un solo chorro la cosa aquella colorada que lo hacía ponerse más descolorido. Luego se quedó tirado en medio del corral mirándonos a todos. Y allí se estuvo has­ta que lo colgamos, porque de otra manera hubiera tardado mucho en morirse.



Desde entonces, Pedro Zamora jugó al toro más seguido, mientras hubo modo.
Por ese tiempo casi todos éramos "abajeños", desde Pedro Zamora para abajo; después se nos junto gente de otras partes: los indios güeros de Zacoalco, zanconzotes y con caras como de requesón. Y aquellos otros de la tierra fría, que se decían de Mazamitla y que siempre andaban ensarapados como si a todas horas estuvieran cayendo las aguasnieves. A estos últimos se les quitaba el hambre con el calor, y por eso Pedro Zamora los mandó a cuidar el puerto de los Volcanes, allá arriba, donde no había sino pura arena y rocas lavadas por el viento. Pero los indios güeros pronto se encariñaron con Pedro Zamora y no se quisieron separar de él. Iban siempre pegaditos a él, ha­ciéndole sombra y todos los mandados que él quería que hicieran. A veces hasta se robaban las mejores muchachas que había en los pueblos para que él se encargara de ellas.



Me acuerdo muy bien de todo. De las noches que pasábamos en la sierra, caminando sin hacer ruido y con muchas ganas de dormir, cuando ya las tropas nos seguían de muy cerquita el rastro. Todavía veo a Pedro Zamora con su cobija solferina enrollada en los hombros cuidando que ninguno se quedara rezagado:
—¡Epa, tú, Pitasio, métele espuelas a ese caballo! ¡Y uste no se me duerma, Reséndiz, que lo necesito para platicar!
Si, él nos cuidaba. Íbamos caminando mero en medio de la noche, con los ojos aturdidos de sueño y con la idea ida; pero él, que nos conocía a todos, nos hablaba para que levantáramos la cabeza. Sentíamos aquellos ojos bien abiertos de él, que no dormían y que estaban acostumbrados a ver de noche y a conocernos en lo oscuro. Nos contaba a todos, de uno en uno, como quien está contando dinero. Luego se iba a nuestro lado. Oíamos las pisadas de su caballo y sabíamos que sus ojos estaban siempre alerta; por eso todos, sin quejarnos del frío ni del sueño que hacía, callados, lo seguíamos como si estuviéramos ciegos.



Pero la cosa se descompuso por completo desde el descarrilamiento del tren en la cuesta de Sayula. De no haber sucedido eso, quizás todavía estuviera vivo Pedro Za­mora y el China Arias y el Chihuila y tantos otros, y la revuelta hubiera seguido por el buen camino. Pero Pedro Zamora le picó la cresta al gobierno con el descarrilamiento del tren de Sayula.
Todavía veo las luces de las llamaradas que se alzaban allí donde apilaron a los muertos. Los juntaban con palas o los hacían rodar como troncos hasta el fondo de la cues­ta, y cuando el montón se hacía grande, lo empapaban con petróleo y le prendían fuego. La jedentina se la llevaba el aire muy lejos, y muchos días después todavía se sentía el olor a muerto chamuscado.
Tantito antes no sabíamos bien a bien lo que iba a suceder. Habíamos regado de cuernos y huesos de vaca un tramo largo de la vía y, por si esto fuera poco, habíamos abierto los rieles allí donde el tren iría a entrar en la curva. Hicimos eso y esperamos.
La madrugada estaba comenzando a dar luz a las cosas. Se veía ya casi claramente a la gente apeñuscada en el techo de los carros. Se oía que algunos cantaban. Eran voces de hombres y de mujeres. Pasaron frente a nosotros todavía medio ensombrecidos por la noche, pero pudimos ver que eran soldados con sus galletas. Esperamos. El tren no se detuvo.



De haber querido lo hubiéramos tiroteado, porque el tren caminaba despacio y jadeaba como si a puros pujidos quisiera subir la cuesta. Hubiéramos podido hasta platicar con ellos un rato. Pero las cosas eran de otro modo.
Ellos empezaron a darse cuenta de lo que les pasaba cuando sintieron bambolearse los carros, cimbrarse el tren como si alguien lo estuviera sacudiendo. Luego la máquina se vino para atrás, arrastrada y fuera de la vía por los carros pesados y llenos de gente. Daba unos silbatazos roncos y tristes y muy largos. Pero nadie la ayudaba. Seguía hacia atrás arrastrada por aquel tren al que no se le veía fin, hasta que le faltó tierra y yéndose de lado cayó al fondo de la barranca. Entonces los carros la siguieron, uno tras otro, a toda prisa, tumbándose cada uno en su lugar allá abajo. Después todo se quedó en silencio como si todos, hasta nosotros, nos hubiéramos muerto.
Así pasó aquello.



Cuando los vivos comenzaron a salir de entre las astillas de los carros, nosotros nos retiramos de allí, acalambrados de miedo.
Estuvimos escondidos varios días; pero los federales nos fueron a sacar de nuestro escondite. Ya no nos dieron paz; ni siquiera para mascar un pedazo de cecina en paz. Hicieron que se nos acabaran las horas de dormir y de comer, y que los días y las noches fueran iguales para nosotros. Quisimos llegar al cañón del Tozín; pero el gobierno llegó primero que nosotros. Faldeamos el volcán. Subimos a los montes más altos y allí, en ese lugar que le dicen el Camino de Dios, encontramos otra vez al gobierno tirando a matar. Sentíamos cómo bajaban las balas sobre nosotros, en rachas apretadas, calentando el aire que nos rodeaba. Y hasta las piedras detrás de las que nos escondíamos se hacían trizas una tras otra como si fueran terrones. Después supimos que eran ametralladoras aquellas carabinas con que disparaban ahora sobre nosotros y que dejaban hecho una coladera el cuerpo de uno; pero entonces creímos que eran muchos soldados, por miles, y todo lo que queríamos era correr de ellos.



Corrimos los que pudimos. En el Camino de Dios se quedó el Chihuila, atejonado detrás de un madroño, con la cobija envuelta en el pescuezo como si se estuviera defendiendo del frío. Se nos quedó mirando cuando nos íbamos cada quien por su. lado para repartirnos la muerte. Y él parecía estar riéndose de nosotros, con sus dientes pelones, colorados de sangre.
Aquella desparramada que nos dimos fue buena para muchos; pero a otros les fue mal. Era raro que no viéramos colgado de los pies a alguno de los nuestros en cualquier palo de algún camino. Allí duraban hasta que se hacían viejos y se arriscaban como pellejos sin curtir. Los zopilotes se los comían por dentro, sacándoles las tripas, hasta dejar la pura cáscara. Y como los colgaban alto, allá se estaban campanéandose al soplo del aire muchos días, a veces meses, a veces ya nada más las puras tilangas de los pantalones bulléndose con el viento como si alguien las hubiera puesto a secar allí. Y uno sentía que la cosa ahora sí iba de veras al ver aquello.



Algunos ganamos para el Cerro Grande y arrastrándonos como víboras pasábamos el tiempo rnirando hacia el Llano, hacia aquella tierra de allá abajo donde habíamos nacido y vivido y donde ahora nos estaban aguardando para matarnos. A veces hasta nos asustaba la sombra de las nubes.
Hubiéramos ido de buena gana a decirle a alguien que ya no éramos gente de pleito y que nos dejaran estar en paz; pero, de tanto daño que hicimos por un lado y otro, la gente se había vuelto matrera y lo único que ha­bíamos logrado era agenciamos enemigos. Hasta los indios de acá arriba ya no nos querían. Dijeron que les habíamos matado sus animalitos. Y ahora cargan armas que les dio el gobierno y nos han mandado decir que nos matarán en cuanto nos vean:
"No queremos verlos; pero si los vemos los matamos", nos mandaron decir.
De este modo se nos fue acabando la tierra. Casi no nos quedaba ya ni el pedazo que pudiéramos necesitar para que nos enterraran. Por eso decidimos separarnos los últimos, cada quien arrendando por distinto rumbo.



Con Pedro Zamora anduve cosa de cinco años. Días buenos, días malos, se ajustaron cinco años. Después ya no lo volví a ver. Dicen que se fue a México detrás de una mujer y que por allá lo mataron. Algunos estuvimos esperando a que regresara, que cualquier día apareciera de nuevo para volvernos a levantar en armas; pero nos cansamos de esperar. Es todavía la hora en que no ha vuelto. Lo mataron por allá. Uno que estuvo conmigo en la cárcel me contó eso de que lo habían matado.
Yo salí de la cárcel hace tres años. Me castigaron allí: por muchos delitos; pero no porque hubiera andado con Pedro Zamora. Eso no lo supieron ellos. Me agarraron por otras cosas, entre otras por la mala costumbre que yo tenía de robar muchachas. Ahora vive conmigo una de ellas, quizás la mejor y más buena de todas las mujeres que hay en el mundo. La que estaba allí, afuerita de la cárcel, esperando quién sabe desde cuando a que me soltaran.
—Pichón, te estoy esperando a ti —me dijo—. Te he estado esperando desde hace mucho tiempo.



Yo entonces pensé que me esperaba para matarme. Allá como entre sueños me acordé de quien era ella. Volví a sentir el agua fría de la tormenta que estaba cayendo sobre Telcampana, esa noche que entramos allí y arrasamos el pueblo. Casi estaba seguro de que su padre era aquel viejo al que le dimos su aplaque cuando ya íbamos de salida; al que alguno de nosotros le descerrajó un tiro en la cabeza mientras yo me echaba a su hija sobre la silla del caballo y le daba unos cuantos coscorrones para que se calmara y no me siguiera mordiendo. Era una muchachita de unos catorce años, de ojos bonitos, que me dio mucha guerra y me costó buen trabajo amansarla.
—Tengo un hijo tuyo —me dijo después—. Allí esta.
Y apuntó con el dedo a un muchacho largo con los ojos azorados:
— ¡Quítate el sombrero, para que te vea tu padre!
Y el muchacho se quitó el sombrero. Era igualito a mí y con algo de maldad en la mirada. Algo de eso tenía que haber sacado de su padre.
—También a él le dicen el Pichón —volvió a decir la mujer, aquella que ahora es mi mujer—. Pero él no es ningún bandido ni ningún asesino. El es gente buena.
Yo agaché la cabeza.

martes, 17 de noviembre de 2009

Elena Poniatowska, la vendedora de nubes


Tomado de El Informador
Convencida de que es necesario acercar la literatura a los niños para formar grandes lectores, la reconocida escritora Elena Poniatowska (1932) presentó su libro "La vendedora de nubes" en la Feria Internacional del Libro Infantil y juvenil (FILIJ) de México.

Con ilustraciones del cartonista Rafael Barajas "El Fisgón", la obra cuenta la historia de una niña que tuvo un sueño que se hizo realidad: una hermosa nube la seguía y se dejaba guiar a través de un pequeño hilo, como si se tratara de un cometa. En la noche la metía en una botella porque las nubes, comprimidas, se vuelven gotas de agua. Una mañana, la niña, que era muy pobre, decidió llevar su nube al mercado para venderla.

De acuerdo con Poniatowska, dicho cuento nació a partir de una pregunta que formuló una niña a su madre y a quien ella conoció: ¨Porqué no se pueden vender las nubes? "Siempre se tiene que escribir a partir de los intereses de la gente, entonces, este cuento para niños surge de lo que le dijo una niña a su mamá y ésta me lo contó a mí", expuso.

"La niña vendió su nube en un mercado porque en su casa eran muy pobres. Intentan comprarla un político, un militar, una señora, una científica, tiene varios compradores y cada uno explica la razón de su interés por ella", explicó. Por su parte, el cartonista "El Fisgón" se refirió a "La vendedora de nubes" como uno de los textos más bonitos que le ha tocado ilustrar. "Es un cuento fantástico, realista y mágico", dijo. Sobre la autora, dijo que es "una persona que entiende que la nobleza es sinónimo de generosidad, bondad y empatía con la gente y eso lo demuestra con lo que ha escrito. Una de las intelectuales más queridas de este país y este texto infantil, la va hacer aún más querida por ese público".

Aclaró que al igual que autores como Juan Villoro y Francisco Hinojosa, Poniatowska se suma a la liga de escritores que se dedican a la alta literatura y a la literatura infantil. Tras la presentación, Poniatowska conversó con decenas de niños sobre su amor por las letras y cómo fue que incursionó en el ámbito literario y periodístico.

También aprovechó para afirmar que la reproducción ilegal de textos está presente en México, debido a que los libros son muy caros. "Por eso se sacan muchas copias fotostáticas. En general, un libro no puede ser copiado porque se considera un plagio", dijo la autora.

En el marco de las actividades de la FILIJ, Poniatowska señaló que la literatura es un plagio universal, "pues todos nos plagiamos entre todos".

lunes, 16 de noviembre de 2009

El papel higiénico cuenta el horror de la guerra

...Petter Moen escribió unas memorias sobre su castigo en el cuartel de la Gestapo en Oslo, en el año 1944, que ahora se publican por primera vez en castellano

Tomado de Público.es
"¡¡Donnerwetter [jefe de guardia] me ha hecho un registro domiciliario!! No encontró mi diario. Cuelga pulcramente del clavo del papel higiénico. No encontró mi pluma. Es un pequeño clavo de la cortina opaca. Mi ajedrez estaba en el calcetín en el perchero, ante sus narices. Registro de una celda carcelaria desnuda. También eso es la Gestapo". Las palabras escritas por Petter Moen durante siete meses de cautiverio quedaron perforadas para siempre sobre pliegos de papel higiénico, fueron rescatadas meses después de la liberación de Noruega.

Petter Moen fue detenido por la Gestapo el 3 de febrero de 1944 durante el asedio a la prensa ilegal por parte de los nazis, que consiguieron desar-ticular buena parte de ella. En ese momento Moen (Noruega, 1901-1944), de oficio corredor de seguros, figuraba como el coordinador de todos los periódicos clandestinos del país. Además, era el director de London Nytt (Noticias de Londres), uno de los diarios ilegales de mayor difusión durante la ocupación. Se publicó sin interrupciones desde 1941 hasta el arresto de Moen. Era lo que se llamó un "periódico de radio", una transcripción de las noticias radiadas desde Londres, libres de la censura nazi, que ya había requisado la mayoría de los aparatos de radio del país.

Comienza a escribir el diario una semana después de su internamiento. Ahora, casi 70 años más tarde, la editorial Veintisiete Letras publica el estremecedor Diario de Petter Moen, inédito hasta el momento en castellano y publicado en Francia por petición de Jean-Paul Sartre, en la revista Les Temps Modernes.
Cada letra aparece trazada por una fina hilera de agujeros sobre el miserable papel higiénico parduzco cortado en pliegos de alrededor de 16 x 19 centímetros. Perforaba en mayúsculas y, si bien las primeras notas son muy cortas, al término de la segunda semana la extensión crece y las reflexiones divagan por asuntos más allá del encarcelamiento.

Petter Moen trabajó a ciegas sobre sus escritos, desde el 10 de febrero al 4 de septiembre de 1944, cuando sabía que la ronda no iba a sorprenderle, después enrollaba los pliegos de cinco en cinco y los envolvía en un sexto pliego. Los rollos fueron marcados y numerados minuciosamente. Cuando terminaba de escribirlos, los introducía por una rejilla de ventilación a ras de suelo de la habitación. Allí se conservaron intactos hasta que los recuperaron. El papel higiénico era duro como los sacos de cemento.

Literatura del horror
En el prólogo del libro se recupera un texto de Martín Cerda (1930-1991), en el que recuerda que Ernst Jünger (Alemania, 1895 -1998), en su Tratado del rebelde (1951), esboza el hecho de que "las obras más radicales de la literatura actual han surgido de los objetivos menos literarios: cartas, diarios íntimos, papeles nacidos de las grandes cacerías humanas, emboscadas y desolladeros de nuestro mundo". Una de esas obras es Diario de Petter Moen, austero, directo y libre de pompa y revisiones que hagan de este diario un producto editorial. Diario es un documento único sobre la soledad en represión, la duda, la culpa, la angustia, el miedo y la tortura. Todo y sólo lo que escribió es lo que quedó escrito.

A medida que pasan los días, Moen tiende a cuestionarse la propia vida, "no podría llegar a contar las veces que he estado al borde del suicidio". "Una bombilla rota y una vena cortada habrían bastado", escribe. Moen está aislado, Moen está siempre solo y admite que "el egocentrismo se convierte en necesidad y costumbre". De hecho, llega a compararse con la vida anacoreta de un monje. Paradójicamente, para Moen la escritura fue motivo de cautiverio en libertad y de salvación encerrado. Pero tanto en la cárcel como en la calle, es una pequeña ilegalidad emplear la palabra escrita, primero sobre papel prensa, luego sobre papel higiénico.

En el silencio de la celda, el ruido de los pensamientos de Petter que rasgan la textura del papel. Todos esos rollos que han pasado a la historia contra el olvido, son las actas del juicio terrible al que se somete Moen: pasa por una crisis existencial y de autoestima acompañada por una crisis moral, "que lleva años atormentando mi alma". Hay días en los que apunta sus recuerdos en libertad, y destaca sus jornadas de 15 horas de trabajo en el London Nytt, "era como un juego". "Había una fogosidad en ese trabajo que suponía una renovación diaria de todas las fuerzas".

En el relato del paso de las semanas no deja de crecer un miedo "impúdico", dice él. Es el miedo al sufrimiento, a las torturas. "Sí, estoy desesperadamente asustado". Vuelve una y otra vez a aclarar que lo que le "desgarra el músculo del corazón" no es el anhelo de libertad, sino "los problemas del sótano", en alusión al miedo al látigo, a las patadas en las espinillas, al retorcimiento de las articulaciones y a los golpes en la cabeza.

Los presos son sometidos a las más diversas torturas psicológicas, entre ellas el cartero que llega con el correo muestra por el ventanillo la carta y pregunta al recluso si es suya enseñándole el remitente "Hay que ser idiota para no entender la intención de algo así". Dos veces al día el preso debe decir su número y nombre al carcelero. "Me resulta infame. Estas estúpidas ocurrencias de bedel no tienen ninguna importancia, pero muestran que quienes mandan aquí son seres considerablemente mezquinos".

De vez en cuando habla de la libertad, de todo lo que está dispuesto a sacrificar por recuperarla y por volver a pisar una Noruega libre. Pero reconoce que si esto acabara en muerte desearía que se salvara su diario. Petter Moen escribió cada palabra y cada frase desde la honestidad, sin adornos para la posteridad, con la amenaza diaria de la muerte y el maltrato. En esos términos no hay lugar a las letras doradas. Pero se encontró con la muerte lejos de aquella tortura solitaria, en el mar, camino de Alemania junto con otros 400 presos deportados en el Westphalen. La embarcación chocó con una mina y sólo consiguieron salvarse cuatro de los presos, a uno de ellos Moen le había confiado su secreto y fue quien dio la pista del diario de su compañero. Fue hallado, tras la liberación de Noruega, en la cámara de ventilación de su celda, intacto, apenas humedecido.

domingo, 15 de noviembre de 2009

Orhan Pamuk habla de "El museo de la inocencia"


Tomado de Revista Ñ
En El Museo de la Inocencia, la nueva novela de Orhan Pamuk, un personaje colecciona 4.213 colillas fumadas por la mujer que ama. En la entrada del Museo de la Inocencia, el museo real que Pamuk inaugurará el año que viene en Estambul, habrá una caja de vidrio de cinco metros por tres metros con 4.213 puchos verdaderos dentro. En la novela, Pamuk cuenta la historia de Kemal, que vive durante dos meses y recuerda durante treinta años el romance de primavera que le cambió la vida. En una esquina del barrio de Çukurkuma, en la mitad europea de Estambul, Pamuk ha construido un museo y lo ha llenado con los objetos, las fotos y los sonidos con los que Kemal homenajea a Füsun, la prima lejana y pobre que en 1975 interrumpió la placidez de su vida burguesa. "Esto", dice Pamuk, sin aclarar si se refiere a la novela o el museo, "no es un monumento a la vida de Kemal, sino un monumento a su amor por Füsun".

Sentado en el living de la casa que la Universidad de Harvard le alquiló para vivir este cuatrimestre, Pamuk, Nobel de Literatura en 2006, enumera entusiasmado los contenidos del monumento: "La cosas que ella toca, las cosas que él le va robando a lo largo de los años... Habrá fotos y sonidos de los barrios que visitan, y una sala especial para el salón del hotel Hilton donde Kemal hizo su fiesta de compromiso". De pronto, una mueca extraña se congela en la cara, y su obsesión se confunde con la de su personaje: "En cualquier caso, el museo no va a estar terminado hasta que yo me muera. Quiero decir: llevo diez años coleccionando objetos para este museo y creo que lo seguiré haciendo mucho tiempo más".

El Museo de la Inocencia , narrado en el mismo tono lírico-melancólico que ha hecho famoso a Pamuk, es sencillo y por momentos conmovedor. Pero también es un libro clásico y organizado, que no está nada interesado en expandir el arte de la novela o hacer tartamudear los géneros. Su costado más vanguardista es, sin dudas, la idea insólita y extrañamente metaliteraria de construir un museo con ladrillos de verdad y recuerdos de mentira, con visitantes reales que sólo si han leído el libro comprenderán qué significan esos saleros y esas entradas de cine. Pamuk, sin embargo, en esta tarde de otoño en Cambridge, dice de pronto que no quiere hablar del museo. Quiere hablar del Museo, la novela que se lanza este mes. "Hablemos del museo más tarde", pide, sentado en el borde del sofá y moviendo mucho las manos. "No quiero que los lectores confundan un museo con el otro".

Pamuk se pone de pie y ofrece té. Tiene el pelo gris un poco despeinado, más largo que en las solapas de sus libros, y un uniforme de escritor de entrecasa compuesto por pantalones grises y un suéter azul que le queda grande. Unos anteojos rectangulares de marco plateado encuadran dos ojos chiquitos pero traviesos, que apenas pueden esconder su frustración hacia las preguntas que ya ha contestado mil veces o develar su entusiasmo con las preguntas que le interesan.

Dos temas sobre los que a Pamuk no le gusta hablar son el Nobel y su situación judicial en Turquía, donde sus denuncias sobre el genocidio armenio y su campaña a favor del ingreso de Turquía a la Unión Europea han provocado la ira de distintos grupos nacionalistas, que llevan media década persiguiéndolo y amenazándolo. "No es importante", dice con sequedad. "Ultimamente ha habido pocos cambios en el proceso legal". Sí se permite contar cómo logró mantener la calma en años tan intensos. "Una de las cosas que me salvó fue este libro", reconoce, agarrando de la mesa ratona y dándole una palmada a un ejemplar en inglés. "Estaban pasando muchas cosas: las denuncias políticas, las amenazas de muerte, mis viajes, el Nobel... En todos estos años mi vida fue muy activa, pero a todos lados llevaba conmigo esta novela. Este libro me permitió sobrevivir, y me convirtió en una mejor persona".

Cuando recibió el Nobel, Pamuk ya tenía lectores en todo el mundo y estaba envuelto en un enorme embrollo político-judicial en Estambul, donde desde entonces vive protegido por una custodia de cuatro guardaespaldas. Además, al ser un ejemplo de musulmán refinado y cosmopolita, se había convertido en una esperanza de puente cultural entre Oriente y Occidente. Con tanta importancia encima, Pamuk podría haber escrito una gran novela que combinara su estilo tristón y abigarrado con grandes ideas sobre la vida, la política, la religión y la literatura. Prefirió no hacerlo: escribió una novela de amor y personajes que sufren la represión y el clasismo de la Turquía semioccidental y semimoderna de los '70 y los '80. "Es una novela en la que he puesto mucho trabajo", dice Pamuk. "Y también es una novela muy personal, donde están todos mis recuerdos de cómo era la vida en la Turquía de mi juventud".

Hace diez años, cuando recién comenzaba su proyección internacional, Pamuk empezó a darle forma en su cabeza al personaje de Kemal, intuyó que su amor monumental por Füsun se parecía a un museo y, en una decisión que todavía no puede explicar del todo, compró el terreno donde dentro de unos meses estará su museo de verdad. ¿De dónde surge una idea así? ¿En qué momento saltó la idea del museo desde las páginas de la novela al mundo de la ciudad real? "La verdad es que no lo sé", responde, sonriendo e intenta una explicación psicológica: "El hecho de que, antes de ser escritor, fracasé como pintor, probablemente ha tenido algo de influencia". Después, más interesante, es su acercamiento literario: "También creo que en todas las novelas hay una envidia de la realidad, sobre todo con las cosas visuales". En cualquier caso, estas respuestas no lo convencen: "Simplemente me pareció algo gracioso e interesante. No puedo explicarlo más".

Arte poética
La Universidad de Harvard organiza casi todos los años las Conferencias de Poesía Charles E. Norton, en las que un artista –poetas o novelistas, pero también músicos, pintores y arquitectos– explica su visión del mundo, la vida y el arte. En 1967, Borges provocó una conmoción: sus charlas, tituladas con una cita de Yeats, "Este oficio del verso", se publicaron hace unos años (Arte Poética). En 2006 le tocó a Daniel Barenboim y este año a Pamuk, que ahora está mostrando, alineadas a lo largo de la mesa del comedor, los borradores –escritos por él en turco, traducidos por su asistente al inglés, marcados en inglés por él con lápiz– de sus seis conferencias magistrales. Su ciclo se llama "El escritor ingenuo y sentimental", un título que resume el espíritu de El Museo de la Inocencia, una novela que se hace más bien pocas preguntas sobre cómo es o debe ser la literatura. "Cuando era joven, estaba más interesado en la experimentación", dice Pamuk. "Creía que no hacía falta saber nada de la vida para escribir buenas novelas. Mis amigos y mis parientes me decían: '¡Cómo vas a escribir una novela vos, si tenés 20 años, no sabés nada de la vida!' Y yo les contestaba: '¿Ustedes creen que las novelas deben ser sobre la vida? ¡Están equivocados! ¡Las novelas son sobre mi idea de la literatura!' En esa época, mi edad de oro como lector, yo leía a todos. Borges estaba vivo, Calvino publicaba sus mejores obras, García Márquez, Perec, Cortázar, ¡Rayuela! Los leía y me preguntaba: '¿Para qué necesito la vida? Si leo todos estos libros, ya podré escribir mi novela'."

Tres décadas como autor parecen haberlo hecho cambiar de opinión. Pamuk baja el tono de voz: "Ahora, en cambio, que tengo 57 años, me doy cuenta de que sé mucho sobre la vida y sobre el oficio de escribir novelas. Por eso, la motivación para escribir sobre la vida, para un autor maduro, es mucho más atractiva". Pamuk cita a Hemingway y dice que cada vez que uno quiere ser un buen novelista debe pelearse con los mejores: Tolstoi, Flaubert, Dostoievski. ¿Aún si han pasado más de cien años desde que escribieron sus obras? ¿No debería uno, cien años después, intentar hacer algo distinto? La pregunta lo irrita un poco. "En esta novela están presentes, por supuesto, los placeres de la novela decimonónica: hay un tipo que cuenta cómo es la vida, pasa el tiempo, uno muestra otras cosas, pasa más tiempo. Pero yo traté de hacerlo de una manera distinta, y creo que lo he conseguido". Y agrega, con una sonrisa: "Por otra parte, la historia de la literatura está llena de los cadáveres de escritores que quisieron hacer cosas demasiado distintas".

Uno de los elementos posmodernos que ha usado Pamuk para diferenciarse de los autores del siglo XIX es el blanqueo de la identidad de sus narradores. Así, con la aparición de un narrador que se hacía cargo de las páginas anteriores, terminaban Nieve y Me llamo Rojo (2003), y así también termina El Museo de la Inocencia, cuyos últimos capítulos están contados por un narrador llamado Orhan Pamuk que se parece mucho al Pamuk de carne y hueso. En las primeras 600 páginas, la única voz que conocemos –algo llorona y malcriada al principio; sabia y emotiva después– es la de Kemal. Al final nos enteramos de que todo el libro ha sido escrito por el Pamuk narrador, después de una docena de entrevistas con Kemal y el aporte de otras fuentes. "En los últimos veinte o treinta años", explica el Pamuk terrícola, "el arte de la novela ha evolucionado hacia una dirección en la que es habitual hacer visible quién es el narrador, quién es el lector y cuál es la relación entre ambos. Los escritores ya no tenemos problemas en decir "¡Esto es una novela!". Hace cien años, los lectores no querían ver al narrador en la novela". No los querían ver, en parte, porque ni siquiera sabían de su existencia, o de que pudiera ser posible dudar del narrador. Hasta hace no mucho, los lectores creían todo lo que les decían los narradores anónimos de las novelas de Dickens o Balzac. Y también creían lo que les decían sus maestros en las escuelas, los curas en las iglesias y los políticos en los púlpitos. Ahora, en una época en la que ya nadie le cree nada a nadie, menos razones hay para creer en los trucos de los novelistas, fabuladores desde siempre. "Exacto", responde Pamuk, al fin de acuerdo. "Por eso ahora la aparición del narrador está más aceptada. Y para nosotros los escritores es una buena manera de ser más convincentes".

Hace un año, cuando se publicó la versión original de El Museo de la Inocencia, los periodistas turcos sólo querían saber una cosa: ¿es cierto que Orhan Pamuk, el Premio Nobel, dejó a su prometida por el amor de una prima adolescente? Los periodistas probablemente sabían que entre Kemal y Pamuk hay muchas diferencias, pero las coincidencias los ponían como locos: ambos habían crecido en la burguesía turca de la posguerra –modernizante pero elitista, secular pero encapsulada–, habían sido alumnos del bilingüe Robert College y ambos, después de disfrutar con culpa los beneficios de la clase alta, habían decidido, como el Zavalita de Conversación en la Catedral, abandonarla. Pamuk, paternal, reconoce el interés –"está en la naturaleza de la novela que el lector crea que tú eres el héroe", dice– y niega los rumores, pero admite su cariño por Kemal: "Es un tipo normal, inteligente, burgués. Yo era así", recuerda Pamuk, otra vez sentado en su sillón. "Pero algo pasó, me caí de esa clase. Primero fui izquierdista, después elegí el camino de la cultura. Pero sobre todo elegí ser un individuo, diciendo mis cosas, haciendo mis cosas. En eso me identifico con Kemal, porque él también hizo lo que quiso. Prefirió ser un individuo antes que seguir las reglas y los privilegios de una clase social".

En la página 629 del libro hay un dibujo de un rectángulo donde dice, arriba, "Museo de la inocencia", y, abajo, "Válido para una sola visita". A partir de julio de 2010, quienes compraron el libro podrán ingresar al museo usando su ejemplar como entrada. Pamuk, que finalmente se ha reconciliado con la idea de hablar del museo, se divierte abriendo un ejemplar: "¡Esta es la entrada!", dice, riéndose, golpeando la página con un ruido sordo. "¡Los que compraron el libro, los que van a entender los objetos que estarán ahí adentro, tienen entrada gratis!". El entusiasmo de Pamuk es conmovedor: el novelista, ese imitador del mundo, por fin ha cruzado el umbral.