sábado, 2 de enero de 2010

50 años sin Albert Camus


...Las siguientes reseñas, aparecidas en varios medios de comunicación, dan cuenta de la importancia de Albert Camus para las letras, cuya muerte se produjo el 4 de enero de 1960

Albert Camus no dejó nunca de ser un escritor leído, pero sólo la publicación póstuma del manuscrito inacabado de El primer hombre, en 1994, derribó las últimas barreras que habían impedido considerarlo como lo que fue, uno de los más grandes del siglo XX. Las últimas barreras eran, en realidad, una sola: el anatema lanzado contra él por Sartre y su camarilla de Les temps modernes tras la publicación de El hombre rebelde, donde Camus cuestionaba el papel que la izquierda intelectual asignaba a la violencia revolucionaria. La sobrecogedora belleza de El primer hombre, la novela en la que trabajaba cuando, el 4 de enero de 1960, le sorprendió la muerte en un accidente de automóvil, no fue ajena a este cambio en la apreciación de la obra de Camus, pero seguramente no lo explica por sí sola. Porque la principal aportación de El primer hombre a la obra de un autor que ya había publicado novelas indiscutibles como El extranjero o La peste iba más allá de su excepcional mérito literario: mostraba lo que en vida Camus jamás mostró, huyendo del exhibicionismo al uso entre artistas e intelectuales de todas las épocas; mostraba la experiencia íntima desde la que había concebido la totalidad de sus libros y de sus posiciones políticas y morales.

Ante los asombrados lectores de El primer hombre aparecía desnudo por primera vez, sin las máscaras de la ficción o las deliberadas opacidades del ensayo, un mundo de fascinante belleza y, a la vez, de aterradora miseria, que no era otro que el mundo argelino en el que Albert Camus pasó su infancia y primera juventud. El escritor que recibiría el premio Nobel en 1957 y al que poco después darían la espalda quienes ingenuamente había considerado sus iguales, sin advertir desde una desarmante humildad que su calidad humana e intelectual era infinitamente superior a la de ellos, describe con la ternura de la que sólo son capaces quienes deciden celebrar la vida por encima de todas las adversidades a una madre vestida de negro y analfabeta, sin otra diversión cuando regresa de su trabajo de doméstica que contemplar en silencio la calle desde un balcón. Describe, además, al maestro que creyó en él y lo libró de abandonar la escuela para buscar un salario de huérfano que aliviara las imperiosas necesidades de una casa donde lo único que había eran elementales virtudes humanas, como respeto y amor. Describe, en fin, el momento en que visita por primera vez la remota tumba del padre, caído como poilu en la guerra del 14, y descubre con un estremecimiento de asombro que él, el hijo, es ahora mucho mayor que el padre cuando murió y cuya imagen casi adolescente apenas consigue recordar: sus sentimientos filiales quedan de pronto desplazados por un incontenible torrente de compasión hacia una vida joven truncada, y la historia se le aparece como un monstruo mitológico que sacrifica en la fatuidad de su fuego seres humildes y anónimos.

Era desde este mundo, desde esta experiencia íntima descrita en El primer hombre, desde donde Camus siempre había hablado. Las polémicas muchas veces maliciosas en torno a alguna de sus tomas de posición, como aquélla en la que, refiriéndose a Argelia, aseguró que entre la justicia y su madre, escogería a su madre, cesaron de inmediato. Y no porque se reconociese por fin que Camus no se equivocaba, sino porque, gracias a las páginas absorbentes, conmovedoras de El primer hombre, se descubría que el dilema era, en efecto, un dilema. La justicia a la que Camus se refería era, sin duda, la justicia; pero también la madre era la madre, no un recurso estilístico para subrayar el contraste entre los términos abstractos y concretos. La bruma de sospecha, e incluso de desprecio, que envolvía su obra desde el anatema lanzado contra ella por Sartre y su corte de Les temps modernes comenzó a disiparse. Camus podía no ser un intelectual con sólidas bases académicas, según le acusaron, pero tuvo razón frente a sus contradictores bien pertrechados de títulos y posiciones universitarias. Tuvo razón, por descontado, al condenar el abyecto papel que la izquierda intelectual asignaba a la violencia revolucionaria. Pero también al ser uno de los pocos escritores que, junto a Günther Anders y Karl Jaspers, condenó las bombas de Hiroshima y Nagasaki. O al negarse a establecer identidad alguna entre Alemania y el nazismo, interpretando el desenlace de la guerra como una victoria, no de unos países sobre otros, sino de los hombres y mujeres de cualquier nacionalidad comprometidos con la libertad sobre quienes abrazaron la causa del totalitarismo. O al defender desde la dirección de Combat la necesidad de que quienes dirigen o escriben en los periódicos arrostren con orgullo, incluso con soberbia, las consecuencias de su independencia frente al poder.

Hoy, a los 50 años de la muerte de Camus, las tornas han cambiado, y son sus contradictores en vida quienes han perdido el reconocimiento. No a causa de un anatema equivalente al que lanzaron contra el autor de El hombre rebelde, sino de la verdad transparente a la que siempre se mantuvo fiel Albert Camus.



Solitario y solidario

Para Albert Camus no sólo la vida era absurda: tampoco su muerte hace 50 años pudo ser más absurda.

El automóvil en que el escritor y filósofo viajaba a París como acompañante chocó el 4 de enero de 1960 contra el único árbol que había en el camino, después de que reventara un neumático trasero. Camus tenía 46 años.

La pregunta por el sentido de la vida erigió a Camus en filósofo del absurdo y la rebeldía, y su sublevación contra el absurdo del mundo lo moldeó como el inconformista que aún hoy tiene millones de seguidores. Entre ellos, el presidente francés, Nicolas Sarkozy, que hace poco propuso trasladar la sepultura del escritor al famoso Panteón parisino, con motivo del 50 aniversario de su fallecimiento.

Pero la propuesta del mandatario generó críticas enérgicas porque, en vida, Camus rehuyó cualquier subordinación y homenaje.

"No le gustaban los homenajes. El Premio Nobel de Literatura en 1957 sólo lo aceptó por motivos financieros", explicó su hija Catherine, que a comienzos de diciembre de 2009 publicó un libro sobre su padre.

El título Solitaire et solidaire (Solitario y solidario) expresa dos lados esenciales de su progenitor, que marcaron a Camus como un marginado entre los intelectuales franceses.

Camus era alguien comprometido con la política, al tiempo que rechazaba un pensamiento posicionado en un solo espectro político y las ideologías. Detestaba la violencia, también aquélla usada para imponer objetivos políticos. Criticaba el fascismo, tanto el español como el alemán, así como los campos de trabajos forzados en la Unión Soviética de Stalin.
Como redactor jefe del periódico clandestino de resistencia Combat condenó el lanzamiento estadounidense de la bomba atómica sobre Hiroshima y la represión del levantamiento húngaro en 1956 por parte de los soviéticos.
Debido a su humanismo sensato y su posición anticolonialista en la guerra de Argelia, finalmente fue excluido del Partido Comunista.

Su ensayo crítico con el comunismo "El hombre rebelde" fue para la izquierda una señal definitiva de que Camus se había convertido en un disidente reaccionario y derivó en el quiebre de la relación amistosa e intelectual que lo unía a Jean-Paul Sartre y muchos amigos de antaño.

Lo que Sartre y muchos otros calificaban burlonamente de "moral de Cruz Roja" y "República de las Bellas Almas", formó la base de la filosofía existencial de Camus, que honra la inviolabilidad del ser humano y prevé la posibilidad de mejorar la vida "absurda" cuando el ser humano toma su destino en sus propias manos y no sigue ciegamente doctrinas prefabricadas.

Camus era aquello que se denomina beau, un hombre de buen aspecto que con su impermeable y un cigarrillo en la comisura derecha de su boca se parecía a Humphrey Bogart.

"Sencillamente lucía genial", narra su hija Catherine. En su libro publicó muchas fotografías de su padre y su familia, entre ellas también imágenes de la actriz Maria Casarès, amante del escritor.

Camus era un Don Juan que durante toda su vida fue acompañado por dos mujeres: Francine, la madre de sus dos hijos, y Maria.
"Él hablaba más seguido de la felicidad, que todo lo feliz y alegre que podría haber sido. Pena, dolor espiritual y separaciones dejaron sus huellas", escribió su biógrafo Olivier Todd.

Camus provenía de un hogar pobre. Nació en 1913 en la argelina Mondovi, hijo de un empleado de bodega y una empleada doméstica de origen español que casi no sabían leer y escribir. En 1914, su progenitor falleció en la Primera Guerra Mundial.

En 1957 Camus fue distinguido con el Premio Nobel de Literatura por su no tan vasta obra literaria y filosófica, en la que se destacan El extranjero, La peste, La caída, El hombre rebelde y El mito de Sísifo.

Sus obras tratan de la búsqueda del sentido de la vida y el desgarramiento interno del ser humano. A menudo la fachada es el paisaje argelino y mediterráneo que para él era muy importante. Sin embargo, no calificó de autobiográfica ninguna de sus obras.

"Las obras de una persona a menudo reflejan la historia de sus pasiones o sus tentaciones, pero casi nunca su propia historia", consideraba el filósofo.



Humanista rebelde

Al filo del cincuentenario de su muerte accidental, la sombra majestuosa de Albert Camus (7 de noviembre de 1913-4 de enero de 1960) continúa creciendo y seduciéndonos, por las mismas razones que suscitaron la hostilidad agresiva de muchos de sus contemporáneos más influyentes, insensibles a las tragedias, tan actuales, que el más argelino y español de los escritores franceses fue el primero en afrontar con serena gallardía.

Los abuelos maternos de Camus eran españoles de Menorca. Nacido en Mondovi (Argelia) y educado por una madre muy joven viuda, condenada a la pobreza, Camus comenzó siendo un francés argelino, orgulloso de su mestizaje cultural, que pronto chocó, para su martirio, con el racismo de muchos colonos franceses, con la hostilidad de los árabes antifranceses, con el ostracismo de dos comunidades condenadas a la tragedia.

El joven Camus, desde su primer texto consagrado a los sucesos de Asturias de 1934, intenta afrontar culturalmente ese nudo de incomprensiones y tragedias. Estudió lengua y filosofía en Argel, gracias a las lecciones gratuitas de su maestro, Louis Germain, a quien dedicaría su discurso de recepción del premio Nobel. Y se sentía doblemente francés y argelino. Cuando la inmigración magrebí es uno de los grandes problemas euromediterráneos de nuestro tiempo, unos y otros advierten en la palabra de Camus una semilla humanista excepcional, un intento de mutua comprensión, fallido y esencial.

Cuando Argelia se transformó en el escenario de una triple guerra (civil, revolucionaria y de independencia), Albert Camus tomó la palabra para denunciar los excesos y descarríos de todos. En su día, fue un mártir solitario de su entereza visionaria. Hoy es percibido como un profeta desarmado: un creyente en el diálogo, la palabra, vencida y siempre invicta. Odiado por los ultranacionalistas franceses, los estalinistas y los terroristas de uno y otro bando, Camus es hoy un modelo y ejemplo excepcional.

Pureza y tormento
Su primer gran ensayo, «El mito de Sísifo» (1942), lo emparentó y distanció para siempre de Jean-Paul Sartre, que denunciaba con ironía profesoral su magro bagaje filosófico. En su día, el terrorismo verbal de Sartre y su guardia «paramilitar» de la revista Temps Modernes intentaron en vano desacreditar la moral humanista y angustiada de Camus. Pasados los años, el lector de Kierkegaard, Nietzsche y Dostoievski continúa iluminándonos con su pureza, sus dudas, su tormento, dejando al desnudo el mesianismo filo-marxista sartriano.

Camus escribió poca novela, pero esencial. «El extranjero» (1942), «La peste» (1947), «La caída» (1956) continúan siendo relatos vertiginosos. Su brevedad, su fragilidad, el temblor de su estilo, no posee el tono épico del primer Malraux («La condición humana») ni la ferocidad abismal de Celine («Viaje al fin de la noche»). Pero nosotros sabemos que Malraux fue un falsario de genio, pero falsario. Y Celine fue un genio absoluto: que se precipitó en el pozo sin fondo de una crisis agonal de su civilización la nuestra. Camus nos ofrece algo más tierno: un hombre entero, dejando al descubierto, con pureza extrema, la fiebre de sus dudas...

El Camus dramaturgo tuvo en su día muchos días de gloria. Medio siglo más tarde, grandes actrices (Emmanuelle Béart) sueñan con recuperar algunos de los grandes papeles inmortalizados por una española desterrada, María Casares, uno de los grandes amores de Camus, que pudo ser y no fue director de un gran teatro nacional francés, nombrado por Malraux, y soñó por escrito grandes montajes del teatro áureo español en los escenarios franceses. Camus sintió por Lope de Vega y Calderón una pasión muy viva, desde su primera juventud, hasta el fin.

Camus tuvo muchos otros rostros. Fue un periodista de combate, como animador de Combat, justamente. Polemizó contra todos, sobre todos los temas de su tiempo: la URSS, la descolonización, el fútbol, el marxismo, Argelia, el Mediterráneo, las armas nucleares, el terrorismo, los orígenes del terrorismo, la identidad de Francia... y, curiosamente, sus polémicas nos ayudan a comprender cosas esenciales: lo bueno, lo bello y lo justo, que están en el corazón de la obra toda de Camus, se salvan de todas las trampas y sofismas de las dialécticas de sus adversarios (marxistas, nacionalistas, terroristas, etcétera), dejándonos un legado esencial que puede resumirse con una solapalabra: honradez.

Camus fue un hombre radicalmente honrado, sin duda. Pero también fue un mujeriego (dos o tres veces casado, siempre atraído por nuevas señoras, con las que tenía mucho éxito), un solitario, un fumador empedernido, un enfermo crónico (tuberculosis), un amigo de amigos excepcionales (René Char), director de teatro y periódicos, finalmente muerto en un absurdo accidente de automóvil. Etiemble llegó a escribir que el coche que conducía Michel Gallimard (sobrino de Gaston, el patrón editorial) era un ataúd ambulante. La leyenda se confunde con las pasiones literarias del escritor.

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