Tomado de Revista Ñ
¿Quién era Susan Sontag antes de convertirse en Susan Sontag? “Una autodidacta heroica”, afirma ella misma, repasando sus comienzos en una entrevista con The Paris Review. En el epílogo a Contra la interpretación, amplía la definición a “esteta beligerante y moralista apenas disimulada” y, también, a “combatiente de nuevo cuño en una batalla muy antigua: contra el filisteísmo, contra la superficialidad y la indiferencia estéticas”. Más allá de cierto ronroneo de vanidad, esas declaraciones tienen un problema fundamental: son retrospectivas, por lo que no dicen gran cosa sobre la formación del carácter, ni documentan el día a día del aprendizaje. Pero la publicación de sus diarios invierte la perspectiva. Los lectores encontrarán en ellos una descripción de la lucha literaria contemporánea a los hechos.
Sontag llevó un diario toda su vida adulta, desde los doce años hasta el año de su muerte, 2004. Para entonces había llenado un centenar de cuadernos, que se alineaban en el vestidor de su habitación junto a otros objetos personales como fotografías y recuerdos de familia. No formaban exactamente un proyecto secreto, pero sólo unos pocos amigos tuvieron conocimiento (indirecto) de esos escritos. La autora nunca publicó un extracto, ni dejó tampoco instrucciones precisas sobre qué debía hacerse con la colección cuando ella ya no estuviese. Su hijo y editor, David Rieff, recuerda una solo conversación sobre el tema durante la enfermedad final de Sontag. Las palabras maternas: “Ya sabes dónde están los diarios”.
Saber dónde están los diarios, por supuesto, no es lo mismo que saber qué hacer con ellos. Pero Rieff, como explica en el prólogo sobrio a Renacida, no tuvo muchas opciones, porque el soporte material de los cuadernos no le pertenecía. Sontag había vendido su archivo a la biblioteca de la Universidad de California en Los Angeles y, por contrato, correspondía entregarlos con el resto de sus papeles, como se hizo. Si el hijo no publicaba, otro lo haría. Aunque es muy consciente de que la divulgación viola “la intimidad” de la autora, Rieff no parece haber dudado del valor intrínseco de los papeles. “Afirmar que estos diarios son reveladores es un drástico eufemismo”, escribe, con lo que yo llamaría una pequeña hipérbole.
Hay que ser claros, entretanto, en cuanto a qué tipo de textos tenemos. Rieff los llama “ diaries ” (diario íntimo), lo que es un poco más personal que “journal” (diario), pero por momentos se acercan a los “cuaderno de notas”, como por ejemplo los carnets de Camus, que Sontag reseñó. Las anotaciones son mayormente parcas e inconexas. Abundan las listas de palabras, títulos y nombres de autores. Más aún, las anécdotas jugosas o los autoanálisis de fondo comúnmente asociados con la escritura íntima están ausentes. Comparadas con los inspirados diarios de una Hélène Berr, por mirar a otra joven intelectual en ciernes, estas notas echan en falta amplitud. Sontag escribe además con la razón siempre encendida; no hay desarreglos emocionales ni destellos lingüísticos como los que aparecen, por dar otro ejemplo juvenil, en los diarios de Sylvia Plath (Sontag evalúa desarreglos, lo que es muy distinto). Aunque sorprendentemente madura, la prosa es casi siempre instrumental, por lo que rara vez alcanza a grandes diaristas de la lengua inglesa como Katherine Mansfield o Virginia Woolf. El interés del diario hay que buscarlo, más bien, en la historia de un aprendizaje.
Primero de tres volúmenes planeados, Renacida. Diarios tempranos, 1947-1964 se extiende desde la adolescencia de la escritora hasta el año en que publica “Notas sobre lo camp”, quizás su ensayo más famoso. Rieff tuvo el buen gusto de no poner “Continuará”, pero calculó los cortes con la destreza de un folletinista. En el comienzo, Sontag es una chica de 14 años que desea escapar de las constricciones de la monótona vida de familia en compañía de su madre y su padre adoptivo, Nathan Sontag (su verdadero padre había muerto cuando ella tenía cinco años). Apenas si aparece la novela familiar; pero hay acotaciones elocuentes: “Malgasté la noche con Nat[han]. Me dio una lección de conducir y después lo acompañé y fingí que disfrutaba una película en Technicolor de sangre y truenos”. Nada de compañía vulgar para esta quinceañera que ya está escuchando la grabación del director Fritz Bush de Don Giovanni y, al mismo tiempo, leyendo el diario de Gide: “Gide y yo hemos alcanzado tal perfecta comunión intelectual que siento los mismos dolores de parto de cada idea que alumbra”.
Uno reconoce, por supuesto, la pretensión sin límites de frases como la anterior, pero la ambición intelectual de la diarista es tan urgente que enternece. Al mismo tiempo, su sensibilidad no está aún disociada en reacción emocional y evaluación razonada. La curiosidad de Sontag, que nunca la abandonaría, es por ahora impulsiva. Al anotar qué autores ha de leer, sinfonías de escuchar, u obras de teatro de ver, Sontag expone su deseo casi bulímico de consumir cultura, de apropiársela. En diciembre de 1948, por ejemplo, hace planes de lectura:
Los monederos falsos –Gide
El inmoralista –”
Las aventuras de Lafcadio –” Corydon –”
Tar – Sherwood Anderson
The Island Within –Ludwig Lewisohn
Santuario –William Faulkner
Esther Waters – George Moore
Diario de un escritor – Dostoievski
Al revés – Huysmans
El discípulo – Paul Bourget
Sanin – Mijail Artzybashev
Johnny cogió su fusil – Dalton Trumbo
La salvación de un Forsyte – Galsworthy
El egoísta – George Meredith
Diana de las encrucijadas –”
La ordalía de Ricardo Feverel –”
Sontag llevó un diario toda su vida adulta, desde los doce años hasta el año de su muerte, 2004. Para entonces había llenado un centenar de cuadernos, que se alineaban en el vestidor de su habitación junto a otros objetos personales como fotografías y recuerdos de familia. No formaban exactamente un proyecto secreto, pero sólo unos pocos amigos tuvieron conocimiento (indirecto) de esos escritos. La autora nunca publicó un extracto, ni dejó tampoco instrucciones precisas sobre qué debía hacerse con la colección cuando ella ya no estuviese. Su hijo y editor, David Rieff, recuerda una solo conversación sobre el tema durante la enfermedad final de Sontag. Las palabras maternas: “Ya sabes dónde están los diarios”.
Saber dónde están los diarios, por supuesto, no es lo mismo que saber qué hacer con ellos. Pero Rieff, como explica en el prólogo sobrio a Renacida, no tuvo muchas opciones, porque el soporte material de los cuadernos no le pertenecía. Sontag había vendido su archivo a la biblioteca de la Universidad de California en Los Angeles y, por contrato, correspondía entregarlos con el resto de sus papeles, como se hizo. Si el hijo no publicaba, otro lo haría. Aunque es muy consciente de que la divulgación viola “la intimidad” de la autora, Rieff no parece haber dudado del valor intrínseco de los papeles. “Afirmar que estos diarios son reveladores es un drástico eufemismo”, escribe, con lo que yo llamaría una pequeña hipérbole.
Hay que ser claros, entretanto, en cuanto a qué tipo de textos tenemos. Rieff los llama “ diaries ” (diario íntimo), lo que es un poco más personal que “journal” (diario), pero por momentos se acercan a los “cuaderno de notas”, como por ejemplo los carnets de Camus, que Sontag reseñó. Las anotaciones son mayormente parcas e inconexas. Abundan las listas de palabras, títulos y nombres de autores. Más aún, las anécdotas jugosas o los autoanálisis de fondo comúnmente asociados con la escritura íntima están ausentes. Comparadas con los inspirados diarios de una Hélène Berr, por mirar a otra joven intelectual en ciernes, estas notas echan en falta amplitud. Sontag escribe además con la razón siempre encendida; no hay desarreglos emocionales ni destellos lingüísticos como los que aparecen, por dar otro ejemplo juvenil, en los diarios de Sylvia Plath (Sontag evalúa desarreglos, lo que es muy distinto). Aunque sorprendentemente madura, la prosa es casi siempre instrumental, por lo que rara vez alcanza a grandes diaristas de la lengua inglesa como Katherine Mansfield o Virginia Woolf. El interés del diario hay que buscarlo, más bien, en la historia de un aprendizaje.
Primero de tres volúmenes planeados, Renacida. Diarios tempranos, 1947-1964 se extiende desde la adolescencia de la escritora hasta el año en que publica “Notas sobre lo camp”, quizás su ensayo más famoso. Rieff tuvo el buen gusto de no poner “Continuará”, pero calculó los cortes con la destreza de un folletinista. En el comienzo, Sontag es una chica de 14 años que desea escapar de las constricciones de la monótona vida de familia en compañía de su madre y su padre adoptivo, Nathan Sontag (su verdadero padre había muerto cuando ella tenía cinco años). Apenas si aparece la novela familiar; pero hay acotaciones elocuentes: “Malgasté la noche con Nat[han]. Me dio una lección de conducir y después lo acompañé y fingí que disfrutaba una película en Technicolor de sangre y truenos”. Nada de compañía vulgar para esta quinceañera que ya está escuchando la grabación del director Fritz Bush de Don Giovanni y, al mismo tiempo, leyendo el diario de Gide: “Gide y yo hemos alcanzado tal perfecta comunión intelectual que siento los mismos dolores de parto de cada idea que alumbra”.
Uno reconoce, por supuesto, la pretensión sin límites de frases como la anterior, pero la ambición intelectual de la diarista es tan urgente que enternece. Al mismo tiempo, su sensibilidad no está aún disociada en reacción emocional y evaluación razonada. La curiosidad de Sontag, que nunca la abandonaría, es por ahora impulsiva. Al anotar qué autores ha de leer, sinfonías de escuchar, u obras de teatro de ver, Sontag expone su deseo casi bulímico de consumir cultura, de apropiársela. En diciembre de 1948, por ejemplo, hace planes de lectura:
Los monederos falsos –Gide
El inmoralista –”
Las aventuras de Lafcadio –” Corydon –”
Tar – Sherwood Anderson
The Island Within –Ludwig Lewisohn
Santuario –William Faulkner
Esther Waters – George Moore
Diario de un escritor – Dostoievski
Al revés – Huysmans
El discípulo – Paul Bourget
Sanin – Mijail Artzybashev
Johnny cogió su fusil – Dalton Trumbo
La salvación de un Forsyte – Galsworthy
El egoísta – George Meredith
Diana de las encrucijadas –”
La ordalía de Ricardo Feverel –”
Hasta ahí, la prosa. Pero también le interesa la poesía: “Dante, Ariosto, Tasso, Tibulo, Heine, Pushkin, Rimbaud, Verlaine, Apollinaire”. Y, naturalmente, el teatro: “Synge, O’Neill, Calderón, Shaw, Hellman...” Todavía no ha cumplido los dieciséis. Anota Rieff para dejar en claro la amplitud mental de su madre: “Esta lista prosigue otras cinco páginas y se mencionan más de un centenar de títulos”. Quizás no es una impertinencia señalar que nadie sabe a cuántos de todos esos nombres ilustres Sontag leyó entonces. Pero aún así. ¡Mijail Artzybashev! A los dieciséis años, la lectora precoz parte a la Universidad de Berkeley, California. “Quiero escribir”, anota a poco de llegar. Pero escribir no es un mero deseo profesional, sino que conlleva una reinvención de sí misma. De ahí el título elegido por Rieff, en alusión a una frase consignada en mayo de 1949: “RENAZCO EN LA EPOCA REFERIDA EN ESTE CUADERNO”. De hecho, las listas como las anteriores son una afirmación de la personalidad, incluso de la voluntad. Por esa época despunta la convicción de Sontag de que un escritor no está atado a sus orígenes ni a una cultura en particular. Debe, antes bien, “interesarse por todo”. Y cuando anota que va a concentrarse en “Aristóteles, Yeats, Hardy y Henry James”, reconocemos el alba de la futura ensayista panóptica: he aquí a la joven Sontag frotando en la misma frase las connotaciones de un clásico y tres grandes modernizadores; sólo falta la mención de algún oscuro dramaturgo japonés para que lleguemos al mediodía de su método. Es también notable que, mientras se dedica a los escritores de la modernidad, sus opiniones sobre literatura empiezan a hacer eco de las vanguardias. “La técnica[...] la exuberancia verbal me atraen con gran intensidad” (01/03/49). Sontag no sólo quiere leer, oír y mirar; busca estar al día en sus apreciaciones.
La precocidad no siempre se vive felizmente. Sontag se refiere desde temprano a la “angustiosa dicotomía de cuerpo y mente”, y no sorprende ver que, en su adolescencia, encuentra en el intelecto un refugio a sus “temores e inhibiciones”. Anota con “renuencia” sus “tendencias lésbicas” (25/12/ 48), aunque en California descubre el sexo gozoso con una mujer a la que se refiere como H. Y exclama: “Ya conozco la verdad –sé cuán bueno y correcto es amar– se me ha dado, de algún modo, permiso para vivir”. De pronto le parece “posible vivir a través del cuerpo y evitar todas esas horribles dicotomías”. Hasta se permite exclamar: “Estoy viva... Soy hermosa... ¿hay algo más?” Y en la misma entrada: “Sé lo que quiero hacer con mi vida, todo esto es muy sencillo, pero en el pasado me era muy difícil saberlo. Quiero acostarme con muchas personas.Quiero vivir y aborrezco la muerte. No daré clases, ni obtendré un máster después de graduarme... ¡No tengo la intención de dejar que mi intelecto me domine, y lo único que no quiero es venerar el conocimiento o a la gente que lo posee!” Es uno de los pasajes más conmovedores del diario, precisamente porque ninguna de las autopromesas va a cumplirse. Sontag se embarcaría en relaciones largas y desgastantes, daría clases y obtendría no uno sino dos másteres (aunque nunca completaría su doctorado). Por supuesto, resulta de lo más irónico, en retrospectiva, que “la mujer más inteligente de Estados Unidos”, como la llamó Jonathan Miller, se proponga no venerar a los poseedores de conocimientos. En 1949, Sontag se propone también “aceptar mi homosexualidad” y llevar una “vida desarraigada, frenética”. Pero, una vez más, la historia le arruina los planes. En 1950, se cambia de la universidad de California a la de Chicago, donde se le ofrece “una maravillosa oportunidad–hacer algún trabajo de investigación para un profesor asociado de soc[iología] llamado Philip Rieff”. En diciembre de ese año, con apenas 17 años, se casa con Rieff. Anota: “Me caso con Philip con plena conciencia + temor a mi voluntad de autodestrucción”.
Fechada el 3 de enero, la frase anterior es la única entrada de 1951. David Rieff anota que no ha encontrado, salvo ella, “ningún cuaderno correspondiente a 1951 o 1952”. Y el silencio habla del comienzo de un período difícil, que se extenderá por siete años. Para Sontag, el matrimonio llegará a ser “una institución comprometida con el embotamiento de los sentimientos” (4/9/56) y la “perdida de la personalidad”. (14/2/57). Leemos constantes alusiones a peleas y discusiones, aunque ninguna descripción de una, ni asignaciones de culpas. Característicamente, Sontag empieza a proyectar por esta época unas “notas sobre el matrimonio”, que nunca recopila. De las desavenencias matrimoniales no la salva la escritura, pero sí el estudio. En 1958 una beca le permite partir a la universidad de Oxford, Inglaterra, desde donde a su vez seguirá camino a París y a la Sorbona.
En París llega la apoteosis de Sontag, una eurófila declarada. Y los años 1958-59 son quizás los más ricos del diario. En lo personal, Sontag retoma su relación, profundamente infeliz, con H. y conoce a la dramaturga Maria Irene Fornes, con quien conviviría de regreso a Nueva York a principio de los sesenta (para complicar las cosas Fornes y H habían sido amantes), tras divorciarse de Philip Rieff. Pero lo más interesante es que se acelera su maduración intelectual. Ya no leemos meras listas, sino despiertas observaciones críticas, algunas plenamente sontaguianas, como la siguiente sobre artes autoreferenciaes: “Pirandello, Brecht, Genet –para los tres, de un modo ejemplar y contrastante, el tema del teatro– es el teatro. En cuanto a los action painters , el tema de la pintura es la acción de pintar. Compárese Esta noche se improvisa [de Pirandello], Las criadas [de Genet], El círculo de tiza caucasiano …” Sontag, en fecto, no puede dejar de comparar: “Racine es más ajeno que el teatro Kabuki [...] La obra consiste en una serie de enfrentamientos de dos o a lo sumo tres personajes (¡sin derroches shakespearianos!); el medio intelectual no es ni el diálogo ni el soliloquio, pero algo intermedio, que me pareció desagradable – la diatriba”.
Uno vuelve, al leer estas entradas, a la idea de que el escritor tiene que interesarse “por todo”. Ahora, ¿qué quiere decir interesarse por todo, como escritor? En el caso de Sontag, estudiar sin pausa las diversas manifestaciones del arte, la música, la política, la historia, la filosofía, la historia de la religión... Pero David Rieff, quizá sin darse cuenta, introduce una salvedad importante al contrastarla con el novelista John Updike: “Es imposible imaginar que [ella] afirmara que debía ‘contar todo sobre Tucson’ [...] del mismo modo en que Updike afirmó respecto de sus comienzos como escritor que tenía que ‘contar todo sobre Shillington [...]’, su pueblo natal.” El problema es que, al escribir para definirse, “en diálogo conmigo misma, con los escritores vivos y muertos que admiro, con los lectores ideales...” (1962), Sontag desatiendía su relación con el mundo material. Demostraba las mejores cualidades de un novelista al escribir ensayos, considerando las ideas como personajes y retratándolas amorosamente; por desgracia, no demostraba el mismo grado de curiosidad al escribir novelas. Escribo, dice Sontag en 1957, “por egotismo. Porque quiero ser ese personaje, una escritora, y no porque haya algo que deba decir”, lo cual es una afirmación bastante extraña. Difícilmente se le oiría a Updike, que tanto tuvo que decir sobre Sillington.
Que Sontag era consciente de esas limitaciones lo prueba una entrada crucial de diciembre de 1961: “El escritor debe ser cuatro personas:
1) El loco, el obsédé.
2) El tarado
3) El estilista
4) El crítico
La precocidad no siempre se vive felizmente. Sontag se refiere desde temprano a la “angustiosa dicotomía de cuerpo y mente”, y no sorprende ver que, en su adolescencia, encuentra en el intelecto un refugio a sus “temores e inhibiciones”. Anota con “renuencia” sus “tendencias lésbicas” (25/12/ 48), aunque en California descubre el sexo gozoso con una mujer a la que se refiere como H. Y exclama: “Ya conozco la verdad –sé cuán bueno y correcto es amar– se me ha dado, de algún modo, permiso para vivir”. De pronto le parece “posible vivir a través del cuerpo y evitar todas esas horribles dicotomías”. Hasta se permite exclamar: “Estoy viva... Soy hermosa... ¿hay algo más?” Y en la misma entrada: “Sé lo que quiero hacer con mi vida, todo esto es muy sencillo, pero en el pasado me era muy difícil saberlo. Quiero acostarme con muchas personas.Quiero vivir y aborrezco la muerte. No daré clases, ni obtendré un máster después de graduarme... ¡No tengo la intención de dejar que mi intelecto me domine, y lo único que no quiero es venerar el conocimiento o a la gente que lo posee!” Es uno de los pasajes más conmovedores del diario, precisamente porque ninguna de las autopromesas va a cumplirse. Sontag se embarcaría en relaciones largas y desgastantes, daría clases y obtendría no uno sino dos másteres (aunque nunca completaría su doctorado). Por supuesto, resulta de lo más irónico, en retrospectiva, que “la mujer más inteligente de Estados Unidos”, como la llamó Jonathan Miller, se proponga no venerar a los poseedores de conocimientos. En 1949, Sontag se propone también “aceptar mi homosexualidad” y llevar una “vida desarraigada, frenética”. Pero, una vez más, la historia le arruina los planes. En 1950, se cambia de la universidad de California a la de Chicago, donde se le ofrece “una maravillosa oportunidad–hacer algún trabajo de investigación para un profesor asociado de soc[iología] llamado Philip Rieff”. En diciembre de ese año, con apenas 17 años, se casa con Rieff. Anota: “Me caso con Philip con plena conciencia + temor a mi voluntad de autodestrucción”.
Fechada el 3 de enero, la frase anterior es la única entrada de 1951. David Rieff anota que no ha encontrado, salvo ella, “ningún cuaderno correspondiente a 1951 o 1952”. Y el silencio habla del comienzo de un período difícil, que se extenderá por siete años. Para Sontag, el matrimonio llegará a ser “una institución comprometida con el embotamiento de los sentimientos” (4/9/56) y la “perdida de la personalidad”. (14/2/57). Leemos constantes alusiones a peleas y discusiones, aunque ninguna descripción de una, ni asignaciones de culpas. Característicamente, Sontag empieza a proyectar por esta época unas “notas sobre el matrimonio”, que nunca recopila. De las desavenencias matrimoniales no la salva la escritura, pero sí el estudio. En 1958 una beca le permite partir a la universidad de Oxford, Inglaterra, desde donde a su vez seguirá camino a París y a la Sorbona.
En París llega la apoteosis de Sontag, una eurófila declarada. Y los años 1958-59 son quizás los más ricos del diario. En lo personal, Sontag retoma su relación, profundamente infeliz, con H. y conoce a la dramaturga Maria Irene Fornes, con quien conviviría de regreso a Nueva York a principio de los sesenta (para complicar las cosas Fornes y H habían sido amantes), tras divorciarse de Philip Rieff. Pero lo más interesante es que se acelera su maduración intelectual. Ya no leemos meras listas, sino despiertas observaciones críticas, algunas plenamente sontaguianas, como la siguiente sobre artes autoreferenciaes: “Pirandello, Brecht, Genet –para los tres, de un modo ejemplar y contrastante, el tema del teatro– es el teatro. En cuanto a los action painters , el tema de la pintura es la acción de pintar. Compárese Esta noche se improvisa [de Pirandello], Las criadas [de Genet], El círculo de tiza caucasiano …” Sontag, en fecto, no puede dejar de comparar: “Racine es más ajeno que el teatro Kabuki [...] La obra consiste en una serie de enfrentamientos de dos o a lo sumo tres personajes (¡sin derroches shakespearianos!); el medio intelectual no es ni el diálogo ni el soliloquio, pero algo intermedio, que me pareció desagradable – la diatriba”.
Uno vuelve, al leer estas entradas, a la idea de que el escritor tiene que interesarse “por todo”. Ahora, ¿qué quiere decir interesarse por todo, como escritor? En el caso de Sontag, estudiar sin pausa las diversas manifestaciones del arte, la música, la política, la historia, la filosofía, la historia de la religión... Pero David Rieff, quizá sin darse cuenta, introduce una salvedad importante al contrastarla con el novelista John Updike: “Es imposible imaginar que [ella] afirmara que debía ‘contar todo sobre Tucson’ [...] del mismo modo en que Updike afirmó respecto de sus comienzos como escritor que tenía que ‘contar todo sobre Shillington [...]’, su pueblo natal.” El problema es que, al escribir para definirse, “en diálogo conmigo misma, con los escritores vivos y muertos que admiro, con los lectores ideales...” (1962), Sontag desatiendía su relación con el mundo material. Demostraba las mejores cualidades de un novelista al escribir ensayos, considerando las ideas como personajes y retratándolas amorosamente; por desgracia, no demostraba el mismo grado de curiosidad al escribir novelas. Escribo, dice Sontag en 1957, “por egotismo. Porque quiero ser ese personaje, una escritora, y no porque haya algo que deba decir”, lo cual es una afirmación bastante extraña. Difícilmente se le oiría a Updike, que tanto tuvo que decir sobre Sillington.
Que Sontag era consciente de esas limitaciones lo prueba una entrada crucial de diciembre de 1961: “El escritor debe ser cuatro personas:
1) El loco, el obsédé.
2) El tarado
3) El estilista
4) El crítico
1 suministra el material; 2 permite que aflore; 3 es el gusto; 4 es la inteligencia. Un gran escritor es los cuatro – pero puedes ser aún un buen escritor con 1) y 2) solamente; son muy importantes.”
La intimación que flota por sobre esa lista es la de saberse mayormente 3) y 4). Y ahí reside quizá la tragedia privada de Sontag. Los diarios, como nota Rieff, fluctúan entre “el dolor y la ambición”: dolor personal, ambición intelectual. Pero está también el dolor de la ambición. En Renacida aparece, contra los pronósticos de la autora, no una gran escritora de ficción, sino una ensayista ejemplar, que en la época en que termina esta selección puede escribir un diagnóstico como el siguiente: “Es tiempo de que la novela se convierta en lo que no es en Inglaterra y Estados Unidos: una forma seria de arte que las personas de gusto serio y refinado en otras ramas del arte puedan tomarse en serio” (“Nathalie Sarraute y la novela”, 1962). A Sontag, cuya mejor novela sería un romance histórico, El amante del volcán, no le tocaría participar de esa revolución estética; pero nadie como ella para apreciar la seriedad del mandato.
La intimación que flota por sobre esa lista es la de saberse mayormente 3) y 4). Y ahí reside quizá la tragedia privada de Sontag. Los diarios, como nota Rieff, fluctúan entre “el dolor y la ambición”: dolor personal, ambición intelectual. Pero está también el dolor de la ambición. En Renacida aparece, contra los pronósticos de la autora, no una gran escritora de ficción, sino una ensayista ejemplar, que en la época en que termina esta selección puede escribir un diagnóstico como el siguiente: “Es tiempo de que la novela se convierta en lo que no es en Inglaterra y Estados Unidos: una forma seria de arte que las personas de gusto serio y refinado en otras ramas del arte puedan tomarse en serio” (“Nathalie Sarraute y la novela”, 1962). A Sontag, cuya mejor novela sería un romance histórico, El amante del volcán, no le tocaría participar de esa revolución estética; pero nadie como ella para apreciar la seriedad del mandato.
Link de interés http://www.revistaenie.clarin.com/literatura/Susan-Sontag-David-Rieff-Edgardo-Cozarinsky_0_518348196.html
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