domingo, 24 de enero de 2010

Un cuento de Alfonsina Storni



Primer episodio
Hace aproximadamente seis meses que conocí a Cuca.
Yo vivo en un barrio apartado y mi casa carece de balcón. Suelo asomarme, pocas veces, a ver la calle a través de una bonita ventana de chalet moderno.
En uno de mis raleados vistazos al arroyo, mis ojos chocaron por vez primera con la nuca de Cuca, una preciosa nuca, pincelada de una mezcla de polvos de luna, rosa coty y agua del río del cielo; adherida a aquélla vi extenderse la curva de la más graciosa melena que haya contemplado en mi vida.
Vestía de rigurosa moda un traje verde jade que dejaba al descubierto sus brazos perfectos y sus imperfectas piernas. Los zapatos y medias, de un muerto amarillo paja seca, al afinarle las extremidades, hacían recordar las patas de los canarios.
Estábase callada en la acera, de espaldas a mi ventana, oyendo las razones de una vecina que le contaba un asunto de modistas y trapos.
De pronto me eché a reír como una loca; había escuchado la voz de Cuca, una voz humana como salida de una laringe de madera.
Cuando pude contenerme guardé silencio para paladear sus palabras: razonaba como una joven común de la clase media y de veinte años.
Salí de mi apostadero y, sin más ni más, acercándome a ella, la tomé por los hombros y, obligándola a girar sobre sí misma, la arrostré diciéndole: —¡Quiero conocerle los ojos!
Ella dio un grito, un gritito de pájaro, y me clavó en las mías sus pupilas, unas pupilas algosas, arreptiladas, descoloridas, hechas de un vidrio lejano, de un vidrio rezumado por las más verdes y heladas estrellas de la noche.


Segundo episodio
De más está decir que hube de explicar a Cuca mi manía literaria y la anormalidad impulsiva de mi carácter, que me aparta un tanto de las maneras convenidas en el comercio social de los hombres. Fuimos, desde entonces, cordiales, si no íntimas amigas.
Ella venía a casa todos los días y su cháchara de viento ligero me curó más de una vez del pesado sedimento de angustias que está, horizontal, sobre mi vida.
Sin embargo, cierto reparo inexplicable me impedía ir a la suya; cierto no sé qué extraño me obligaba a evitarla a solas: en cuanto entraba, con un pretexto u otro, mi hermana Irene, por secreto pedido mío, se allegaba a acompañarnos.
Creo no haber mirado nunca tan detenidamente a otra mujer.
No; Cuca no era un ser humano, igual a cualquier otro: debajo de su piel, lento, callado, silencioso como los pies de los fantasmas, rodaba, grisáceo, un misterio.
¿Por qué, si no, durante horas y horas, mis ojos, indiferentes otrora, habían de perseguirle tenazmente la fría azucena del cuello, la almendra roja de las uñas, la espuma de oro del cabello, la porcelana amarilla y cálida de la nariz, y, sobre todo, el vidrio verde de los ojos?
¿Por qué hablando, como hablaba, lo que todas hablan, la voz nacíale como de una caja y al rebotar en las paredes de mi escritorio su opaco sonido me sobrecogía?


Tercer episodio
Solamente dos meses después de tratarla me atreví a ir a su casa y eso sabiendo que habría baile y la vería acompañada de mucha gente.
Por mi hermana tenía ya noticias del arreglo de su mansión, casi pegada a la mía, de gris fachada y grandes balcones con persianas, desde los cuales, todas las tardes, miraba Cuca pasar a sus adoradores.
Serían aproximadamente las 22 cuando traspasé sus umbrales. Un largo corredor húmedo conducía al hall cuya lámpara caqui echaba su melancólica luz sobre muebles severos.
Al lado del hall la amplia sala se abría como una cueva de sangre: una velluda alfombra, color cuello de gallina degollada, al recubrirla totalmente se tragaba el rumor de los pasos humanos; grandes sillones, tapizados de terciopelo granate y negro —tulipanes en relieve— alargaban sus brazos muertos en muda oferta generosa; en un ángulo el piano negro, lustroso, hierático, dejaba correr sobre su lomo el chorro púrpura de un mantón de Manila; la baja araña colgante, balanceaba de vez en cuando —por mandato de una fuerte ráfaga de aire del balcón venida— cinco lámparas carmesíes, iridiscentes en su llaga viva como párpados irritados.
Envolviendo, abrazando, amalgamando toda aquella arteria desbordada, lerdos cortinados, rojos también, colgaban, hoscos, sobre las anchas puertas.
Apretada contra mi hermana Irene me acurruqué en aquella habitación y desde allí, sin hablar palabra, vi moverse a Cuca.
Andaba de un lado para otro y cuando la perdía de vista su vocecita de madera delatábala, semiperdida en algún corrillo.
Alrededor de ella, inmaterial en su lánguido traje blanco, movíase una nube de hombres de negros vestidos.
¿Cuántas horas y con cuántos bailó? Eran uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, ocho, nueve, diez, once..., infinitos hombres cambiantes alrededor de la misma cintura.
Más de una vez pasó rozándome, y pude ver de cerca el movimiento de huso de su cuerpo, empotrado en el movimiento de huso del joven que la conducía.
Pero fue recién a la madrugada, después de la centésima vez que pasaba a mi lado, cuando me asaltó la angustiosa sospecha que a poco más me altera el juicio.
Pensé de pronto: si tocara el brazo izquierdo de Cuca, ese, ese mismo que se apoya en este momento, rígido, sobre el hombro del compañero, la carne no se hundiría; y si la probara con el pulgar y el índice, como se hace con los cristales, estoy cierta de que sentiría, preciso, limpio, el claro sonido de la porcelana.


Cuarto episodio
Dormí muy mal aquella noche; sueños extravagantes, visiones de terror, desfilaron en balumba por mi cerebro afiebrado.
Cuando abrí los ojos me abalancé hacia la cortina de mi ventana descorriéndola violentamente: no podía soportar la oscuridad de la habitación.
Tendí las manos al sol y me las dejé calentar largo rato. ¿Necesitaría médico?; ¿qué me ocurriría? ¿Era posible que mi sola imaginación, por desbordada que fuese, me llevara a esos excesos?
Después de tomar el desayuno, charlar un rato con los míos y ver mis aves, me tranquilicé un poco. Pero, ¿por qué razón acerqué mi mano a un canario y lo mantuve en ella para comprobar si era, en realidad, un animal vivo, de sangre caliente, y apreté los alambres de la jaula para sentirlos, en cambio, inanimados y fríos?
¡Ah, soy incorregible! ¿De qué me sirvió mi tranquilidad de unas horas? Después de la siesta me sentí agitada de nuevo; una curiosidad, furiosa ya, me azogó entera. Sí, sí; era una necesidad imperiosa de tocar con este mi sensible índice de la mano derecha aquel su brazo izquierdo y ver, ver con mis abiertos, muy abiertos ojos, la carne de ese brazo hundirse, y luego, elástica, humana, viviente, retomar su natural tensión.
Por fin —que sí, que no— a la hora del crepúsculo, hora en que Cuca salía al balcón, resolví aproximármele.
Vacilé aún un momento al salir de casa, y observé el cielo: grandes nubes plúmbeas, pesadas, bajas, acercaban sus henchidas ubres a las chimeneas urbanas, mientras el horizonte, de un ocre sucio de mal pintor, amortajaba con su mezcla triste las casas alargadas en horizontales hileras.
No pocos esfuerzos me costó llegar hasta Cuca y situarme a su lado; ésta, acompañada de una joven de su misma edad, charlaba su fácil charla cotidiana.
Estaba en actitud un tanto hierática, acodada sobre el balcón, y su brazo izquierdo, rígido también esta vez, sostenía el mentón. Desde mi atisbadero, pude observar largamente su brazo: no arraigaba allí un solo vello, ni la más delgada mancha lo ensombrecía, ni el más pequeño lunar le daba vida, ni el más ligero accidente epidérmico lo humanizaba.
Así, devorándolo al soslayo, vi morir en su piel el apagado color ocre de la tarde y resbalar por su forma perfecta la noche recién nacida.
Infinitas veces, mientras lo enfocaba, mi índice se adelantó para tocarlo, e infinitas, también, una fuerza desconocida me lo detuvo a mitad camino.
Pero a medida que la sombra nocturna hacíase más espesa, me asaltaban las imágenes del sueño de la noche anterior y volvía a invadirme un miedo cada vez más intenso, tanto que, cuando impulsada por un supremo esfuerzo volitivo mi mano se decidió bruscamente a palpar su brazo, sentí, ascendente de la médula al cerebelo, un escalofrío que me erizó entera, y, a riesgo de pasar por loca, abandoné huyendo la casa.


Quinto episodio
No quise volver a verla más; proyectaba mudarme de donde vivo; salía a horas en que no pudiera encontrarla; clausuré la ventana de mi escritorio para no oír su piano y prohibí a todos que me la nombraran porque su solo nombre me alteraba.
Nadie en mi casa sospechó la razón verdadera de mi conducta. ¿Iba, acaso, a alarmar a mi gente con mis inconcebibles manías y mis disparatadas sensaciones?
Mi hermana Irene me desobedeció, y por ella me informé, a pesar mío, de lo que ocurría en casa de Cuca.
Supe, pues, que un poeta la amaba y le había regalado uno de sus libros con una elogiosa dedicatoria, y ella, criatura terrena, puso la dedicatoria en un lindo marco y abandonó el libro en el altillo; que en vez de ir a la peluquería cada quince días, iba ahora todas las semanas; que se estaba haciendo una preciosa ropa íntima del mismo color de sus ojos y leve como su pensamiento; que tomaba chocolate frío en las comidas para aumentar dos kilos, necesarios a la perfección de sus hombros; que había echado a uno de sus novios por haberle regalado una caja de bombones ordinarios; que se había quitado una nueva hilera de pestañas; que había cambiado de tipo de adoradores —antes apuestos mancebos hercúleos, ahora lánguidos rimadores elegantes—, y otras tantas cosas parecidas que, al oírlas a pesar de mi prohibición, me hacían bien, pues borraban un poco la impresión misteriosa, oscura, que la extraña criatura me produjo siempre.


Sexto y último episodio
Y ha sido esta mañana cuando ha ocurrido el hecho insólito.
Aún estoy horripilada; aún siento en mis propios oídos mi grito desgarrado y mi desgarrante silencio; aún veo la gente arremolinarse primero y huir luego, sin rumbo, por esas calles, entre los caballos encabritados.
Tres meses corrían que no veía a Cuca, y uno que descansaba de su recuerdo, y hete aquí que al cruzar la calle Corrientes, a la altura de Callao, hoy mismo, a las diez, ella se ha acercado a saludarme.
Venía de compras, el último figurín en la mano y la más preciosa cartera colgante de su brazo.
Hemos caminado dos o tres cuadras, hacia la Avenida, y, por primera vez desde que la conozco, me ha producido la impresión de un ser humano como cualquier otro, envuelta como la recuerdo en su tapado negro, tocada de un fieltro oscuro que le escondía los ojos.
Y después de charlar sobre diversas cosas sin importancia, no sé cómo el hecho se ha producido.
Es el caso que Cuca, separándose de mí, ha intentado cruzar la calle y un auto la ha arrollado; sí, sí, la he visto rodar bajo las ruedas e instintivamente mis manos se han posado sobre mis ojos para ahorrarles la horrible visión.
Pero, al instante, he avanzado hacia ella para auxiliarla y es entonces cuando he visto lo que aún estoy viendo, la cosa verdaderamente tremenda: no, no hay sangre; no hay en el suelo, ni en las ropas de Cuca una sola gota de sangre.
La cabeza, cortada a cercén por las ruedas del auto, ha saltado a dos metros del tronco, y la cara de porcelana conserva, sobre el negro asfalto, su belleza inalterada: los fríos ojos de cristal verdes miran tranquilos el cielo azul; la menuda boca pintada ríe su habitual risa feliz y del cuello destrozado, del cuello hecho un muñón atroz, brota amarillo, bullanguero, volátil, un grueso chorro de aserrín.
(La Nación, 11 de abril de 1926.)


La crítica y poeta Delfina Muschietti es quizá quien mejor ha corrido a Alfonsina de los clichés que la quieren romántica y pedagógica, o suicidada y sin género. Fue ella quien hizo la selección de las Obras Completas editadas por Losada que incluyen en el primer tomo los poemas y en el segundo los cuentos, los trabajos periodísticos y el teatro. Muschietti expuso en el prólogo las complejas operaciones de esos poemas en donde el conflicto entre “una voz mendicante” y otra “de loba” van produciendo un tono experimental y al mismo tiempo capaz de obtener inéditas resonancias populares; también leyó la transgresión y la ironía contrabandeadas en esos trabajos en prosa cuyo destino a menudo era la sección femenina y que Alfonsina publicaba en diversos medios como Caras y Caretas, La Nota o Fray Mocho.

sábado, 23 de enero de 2010

Entrevista a Kenzaburo Oé


Tomado de El País
Buenas tardes, sensei". "Buenas tardes", responde en castellano Kenzaburo Oé (Ôse, 1935) a la entrada de su casa en Tokio. Dentro nos reciben con ternura su mujer, Yukari, y el primogénito de ambos, Hikari, compositor de renombre con discapacidad intelectual. Este hogar alberga buena parte del material físico y emocional que ha alimentado las novelas del premio Nobel de Literatura en 1994. Y es aquí donde nos recibe Kenzaburo Oé, aprovechando la publicación en castellano de su novela Renacimiento (Seix Barral). La obra, estupendamente acogida en Japón cuando se publicó en 2000, se centra en la relación entre Oé y su cuñado Yuzo Itami, actor y director de brillantes filmes como Tampopo, El funeral o Marusa no Onna, que se suicidó en 1997. Oé vuelve a mezclar realidad y ficción para rasguñar la conciencia del lector y continuar reflexionando sobre la condición humana y varios de los temas que conforman el leitmotiv de su literatura; la incomprensión, la violencia, la identidad de la nación japonesa, sus años de juventud en un remoto valle de la isla de Shikoku

... Renacimiento sirve además para perfilar la figura -poco conocida en el mundo hispanoparlante- de Juzo Itami, imprescindible cineasta cuya mirada humorística y emotiva desgranó como pocas han sabido los vicios y costumbres de Japón. Uno de sus filmes más conmovedores, Minbo no onna (1992), le costó una gravísima agresión -y continúas amenazas hasta el día de su muerte- por parte de miembros de la yakuza, molestos por el retrato que Itami hizo del crimen organizado nipón en la película. Oé desgrana en Renacimiento la historia que los une a ambos y el desgarro provocado por la súbita y poco aclarada desaparición de Itami y, ante todo, refleja la intachable dignidad de ambos creadores y de su entorno, atacados con virulencia desde hace años por las facciones más intolerantes del país. Esa misma resistencia, inquebrantable y pacífica, es la que Oé sigue desplegando con una sonrisa a sus 74 espléndidos años.


PREGUNTA. Renacimiento es la primera novela de una trilogía que usted comenzó hace casi una década. ¿Qué van a encontrar los lectores españoles en este primer volumen?

RESPUESTA. Es una gran alegría que se publique en español. Es el segundo idioma al que se traduce, tras el alemán. La edición que ha hecho Seix Barral es estupenda, pero lo que más me gusta es que le hayan puesto el título de Renacimiento. Es el título que le hubiera querido poner, aunque el que tiene en japonés y en la traducción al inglés -que se publica en primavera- es Changeling.

P. Ese título viene dado por Outside over there, un libro de Maurice Sendak que juega una parte importante en esta novela. ¿Por qué le ha gustado tanto un título que no guarda idéntica relación con el original?

R. Tengo un amigo al que conocí cuando tenía 16 años. En esa época yo quería estudiar matemáticas o física hasta que él me dijo: "Lo tuyo es la literatura. Y el cine, el dibujo, la música...". Él me inició en la creación artística, y eso me cambió para siempre. Este amigo se convirtió en una suerte de tutor y gracias a él conocí a la que ahora es mi esposa [Yukari Oé es hermana de Itami]. Más tarde, él se convirtió en un director de cine. Su nombre: Juzo Itami. Siempre hemos sido amigos y siempre he tenido una vida en pareja con esta persona.

P. De hecho, usted ha titulado esta trilogía como la de las "extrañas parejas".

R. Así es. En concreto parto de la idea de la seudopareja, un concepto que tomo prestado de un párrafo de El innombrable de Samuel Beckett. Itami y yo siempre hemos sido una pareja. Hasta que él se suicidó. Hasta entonces él vivía haciendo películas y yo publicando libros. Mi trabajo siempre ha tenido una faceta política y él nunca quiso saber nada de eso, así que llegó un momento en que ya no nos veíamos tan a menudo. Por eso cuando falleció empecé a recordar la juventud que vivimos juntos y a pensar en mi propia vida. Y aunque mi amigo no puede resucitar, lo que yo intentenacimiento. Y también el mío propio. Ése es el tema principal de esta obra. De ahí que me guste tanto el título en castellano. El día después de su muerte recibí un fax de Edward Said muy emotivo que me hizo pensar en todo esto. Más tarde leí el cuento de Sendak, y eso redondeó el punto de partida para Renacimiento.

P. Y Renacimiento sería la primera de una serie de tres novelas.

R. En efecto. Y en todas ellas el protagonista es un escritor llamado Kogito. La segunda obra de la trilogía se podría traducir como El niño de la triste mirada. Hace referencia al "caballero de la triste figura", porque en este caso narra la relación de Kogito, literato y moralista japonés, con el Don Quijote de Cervantes. El ten Quijote de Cervantes. El tercero se llama Adiós a mis libros, un canto a esta vida dedicada a la literatura.

P. Renacimiento es la primera en la que aparece su álter ego Kogito. ¿Por qué la referencia cartesiana?

R. En principio se trata de una broma. En la era de Meiji , mi bisabuelo fundó en mi aldea una escuela que aún existe. En la puerta principal colgaba un cartel en el que se leía "kogî", que viene a querer decir "la manera ortodoxa"; un concepto básico de la filosofía confucionista. El caso es que de niño me pusieron de apodo Kogî. Como no me gustaba, le dije a todo el mundo que me llamaran Kogito, por el Cogito ergo sum de Descartes. Empezando por eso, no hay duda de que el modelo de Kogito soy yo mismo.

P. ¿Y dónde termina Oé y empieza Kogito?

R. En la literatura moderna japonesa existe la llamada literatura watashi, la literatura del yo [watashi significa yo en japonés], en la que el autor habla de sí mismo y sólo de sí mismo. A grandes rasgos es algo como "yo soy así, en mi familia ocurrió esto, he tenido una aventura con esta geisha y fue asá...". Yo utilizo este modelo de watashi, pero en mi caso confluyen Kenzaburo Oé y Kogito. El modelo soy yo mismo y poco a poco voy introduciendo ficción. El resultado es que en todo Renacimiento no existe una sola línea en la que puedas decir "aquí termina Oé y aquí empieza Kogito". Ésta es una manera muy mía de escribir.

P. De todos sus álter egos, Kogito es el que más se ha prodigado en sus novelas. ¿Es el que más se ha acabado desligando de Oé?

R. Así es. Y creo que esto se percibe aún más en mi último libro, que se acaba de publicar en Japón. El título en castellano sería algo así como Muerte por agua, y se inspira en el de la cuarta parte del poema de T. S. Eliot La tierra baldía. En esta novela ha llegado un momento en que ya no sabía si estaba escribiendo sobre mí o sobre Kogito. Muchos jóvenes me dicen que mis libros son mediocres porque no tienen un clímax final debido a que Kogito no mata a nadie, no huye etcétera. (Ríe). Claro, yo les respondo que Kogito, al igual que yo, tiene que escribir, tiene que subsistir pese a ser un personaje. Es complicado. De todas maneras, con Muerte por agua Oé ya ha terminado de decir todo lo que ha querido decir a través de ese moralista que es Kogito. Como escritor, echo un vistazo a mi vida y pienso que soy una especie de moralista, al igual que Don Quijote o Sancho Panza. Continuamente me pregunto por la condición humana. Y creo que Cervantes también lo hacía. Y aunque yo no puedo definirme como un moralista oficial, siempre quiero introducir en mis libros la figura de un moralista que padece la era contemporánea. Éste es el tema principal de toda mi literatura. Cuando empecé esta trilogía tenía más de 60 años. Por eso pensé escribir esta obra sobre mí mismo y sobre el tiempo que he vivido en este país que llaman Japón.

P. Siempre ha dicho que su literatura es un acto de redención, tanto personal como ante su país. ¿Aún cree necesaria una redención de Japón?

R. Este tema es más fundamental que nunca para mí. Sigo cuestionándome los problemas de esta sociedad y sigo dudando sobre si el rostro democrático de Japón es suficientemente sólido, pese a que han pasado más de sesenta años desde el final de la Segunda Guerra Mundial. Muerte por agua trata este tema. En la novela aparecen Kogito y su padre, que es un militar que se suicida justo antes de que concluya la guerra porque es incapaz de aceptar la rendición. Hay que recordar que antes de 1945 Japón era una sociedad fascista en la que el emperador era un dios que ostentaba toda la soberanía. Mi padre falleció en una situación parecida y lo interesante es que han pasado ya más de 64 años desde aquello y en mi familia no se ha hablado nunca de él. Kogito, al que nadie nunca le ha hablado tampoco de su padre, descubre una caja en la que están el diario de su padre, sus libros, sus cartas... Y él, que también es escritor, decide escribir la historia de su padre. Mi padre no era militar, pero era un fascista. Él y sus amigos militares creían en la necesidad de que el ejército diera un golpe de Estado para evitar que se perdiera la guerra. Incluso hablaban de matar al emperador y de suicidarse ellos. Creían que matando a este dios, al emperador, habría un nuevo renacimiento del país. Un nuevo emperador, una nueva nación. Nunca hubo tal levantamiento y el padre de Kogito se acaba suicidando. Se adentra en el bosque y se ahoga en el río.

P. Lleva usted unos años inmerso en demandas que han interpuesto contra usted asociaciones nacionalistas y familiares de militares imperialistas.

P. Ahora estoy a la espera de que la corte suprema se pronuncie sobre uno de estos juicios. Me han demandado asociaciones de ultraderecha que pretenden modificar los libros de texto, obviando los crímenes del ejército imperialista. Argumentan que mi libro periodístico Okinawa Notes [1970, inédito en español] no tiene fundamento. En él describo cómo el ejército obligó a unos 700 ciudadanos de Okinawa, entre los que había mujeres, niños y ancianos, a quitarse la vida. Todo porque los civiles ayudaron a construir bases militares en la isla y el ejército tuvo miedo de que alguno de ellos fuera capturado por los estadounidenses y les pasara información. Todo esto aparecía en los libros de texto, pero hace unos años estos y otros párrafos sobre la actuación del ejército se empezaron a retirar con el visto bueno del Gobierno. Lo increíble es que si yo pierdo este juicio es muy posible que desaparezcan estos hechos de los libros y a los niños se les cuenten una historia muy diferente.

P. ¿Cree que se acabará por imponer este olvido?

R. No lo sé. Pero si se impone, será una amnesia inducida. Los gobiernos de Japón están invitando a la gente a que olvide. Lo malo es que la izquierda, que puede luchar contra ello, ahora es demasiado débil en este país.

P. ¿Cree entonces que Japón aún debe escoger plenamente su identidad?

R. Creo que estamos en un momento histórico peligroso y que Japón tiene que escoger un camino. Por eso me invade el miedo ahora que estoy al final de mi vida
... Pero es fantástico que un periódico como EL PAÍS venga a entrevistarme porque para mí es un momento muy simbólico; acaba de salir mi último libro en Japón y los lectores españoles van a poder leer Renacimiento.

P. Creo que ambas lecturas constituyen una gran apuesta por el espíritu democrático y por la tolerancia.

R. Aún estamos ante una de nuestras primeras ocasiones para demostrar que la identidad democrática es la que queremos, porque después de todo esa identidad nació apenas en la posguerra. Creo que si los japoneses consiguen proteger la actual constitución democrática y pacifista, esa identidad saldrá ganando. Su artículo 9 estipula el rechazo a tener fuerzas armadas y resulta fundamental para mantener este espíritu, aunque muchos políticos y ciudadanos apuesten por cambiarlo. Hace seis años yo fui uno de los fundadores del movimiento a favor de conservar el artículo 9 junto al crítico y escritor Shuichi Kato y a otras siete personas. Ahora somos más de 7.000 afiliados. Es el único movimiento real que trabaja para proteger esta constitución. Éste es mi movimiento político y mi literatura está muy ligada a esto.

P. Por otro lado, también hizo una clara referencia a la Secta de la Verdad Suprema en Salto mortal, uno de sus últimos libros publicado en castellano. ¿Cree que la sociedad japonesa ha reflexionado lo suficiente sobre todo lo que pasó hace casi quince años?

R. Nada ha cambiado. Los ataques terroristas sirvieron de alarma para la sociedad japonesa. Nos alertaron de que estamos cerca de algo mucho peor. Pero el tema no se trató con el suficiente peso. Haruki Murakami escribió un libro muy necesario sobre el tema: Underground. Es estupendo.

P. Desde luego es un trabajo periodístico excelente, aunque aún está inédito en español.

R. Qué lástima. Murakami es un tipo interesante, lo conocí una vez durante una entrega de premios.

P. Su Kafka en la orilla me recuerda a sus descripciones de los bosques de Shikoku.

R. Es verdad. Lo que pasa es que mis libros no se venden ni una centésima parte de los suyos (ríe).

P. Ventas al margen, usted acaba de publicar Muerte por agua en Japón. No sería la primera vez que dice que éste va a ser su último libro.

R. Sí, lo he pensado muchas veces (ríe). A mis 74 años veo Renacimiento, y creo que ya no voy a poder escribir algo de semejante nivel. Para mí Muerte por agua es el final de una saga de cinco obras. Con este último puedo dar por cerrada la obra de mi vejez. Soy escritor y aún estoy vivo y es posible que me encuentre ante otra obra que quiera escribir. Me gusta mucho el Quijote y lo he leído muchas veces. Mucha gente ha escrito un Don Quijote. Günter Grass tiene su Tambor de hojalata, por ejemplo. Yo desde pequeño he tenido el sueño de escribir un libro en el que el protagonista diga "yo soy Cervantes" o "yo soy Don Quijote". Sin embargo, de momento yo sólo he escrito uno en el que el protagonista puede decir que se llama Kogito (ríe). Dentro de toda mi obra hay una persona, un personaje que está separado del resto. Y el modelo está ahí [señala a Hikari, que está detrás de nosotros, ojeando el periódico]. Si aún vivo tres años más, me gustaría escribir un libro en el que Eeyore [el nombre que Oé utiliza para los personajes basados en su hijo] explicara la historia contemporánea a través de sus ojos. Sería ficción, por supuesto. Al igual que el Oskar de Grass toca el tambor para darse a conocer, mi Eeyore tendría su música. Ahora que lo pienso, creo que existe la clara posibilidad de que un libro así vea la luz.

P. ¿Y qué hay de ese destino que los dos protagonistas de Renacimiento ven escrito en el poema Adieu de Rimbaud?

R. Ese destino no se ha hecho realidad. Cuando pienso en el verso "Entraremos en las espléndidas ciudades"... Nosotros no hemos llegado a poder vivir juntos ese renacimiento maravilloso del que hablo en la novela. Rimbaud es un punto de partida para la literatura moderna y, como Rimbaud, todos los grandes autores de la modernidad tienen algo que han perdido, algo que les falta. Todos escriben sobre un héroe que ellos no han podido ser, el mismo que yo no he podido ser. Y la forma inicial, el prototipo, es Don Quijote, de Cervantes. Él tenía un brazo inutilizado y le llamaban manco . Pienso que todos los grandes autores del siglo XX, desde García Lorca hasta Günter Grass, son mancos, les falta algo. En francés el verbo manquer indica un déficit en la persona, es muy significativo. Yo tengo tantas manques . Hace 46 años que vivo con mi hijo, que es deficiente. Y siento que ésa es mi gran manque. Él también es manco, pero él es mi héroe y a mí me gustaría que él fuera el héroe de esta nueva novela que ahora está en mi cabeza. En cualquier caso, yo no tengo ni un destino ni un talento tan grande como Cervantes (ríe). Yo de momento he venido hasta aquí agarrado del brazo con Kogito y es posible que antes de morir pueda mostrar al mundo un libro en el que aparezca su destino . Hace apenas tres semanas que presenté el nuevo libro en Japón. Y aún no le he dicho a nadie nada sobre este nuevo proyecto. Usted es el primero que lo escucha.

La conversación prosigue hasta bien entrada la tarde y discurre por los temas más diversos, desde la vida y milagros del pintor Tsuguharu Foujita y de Kiki de Montparnasse (y su supuesta falta de vello púbico), pasando por la obra de Alfonso Reyes, el sorprendente encuentro que Oé tuvo con Juan Rulfo o la amistad que le une a García Márquez y Vargas Llosa (cuya asistente cuando éste visitó Japón hace años, nos cuenta, emigró a España y ha acabado por ser la traductora de Renacimiento). Aún queda tiempo para que el maestro nos pasee por su despacho y nos muestre el grabado de Orozco que compró en los años sesenta o el objeto más caro de su casa, según cuenta entre risotadas, una lámpara de diseño que tiene como soporte un volumen del Quijote. Antes de marchar, Hikari nos despide con una sonrisa timorata y un "buenas tardes" en perfecto castellano antes de que Oé y su mujer, siempre riendo, nos acompañen hasta la puerta. Cuando ya llevamos cinco minutos caminando, el maestro nos interpela súbitamente al grito de "¡monsieur!".

Nos ha seguido en bicicleta para devolvernos un artículo que se nos ha olvidado en su casa. Segundos después, este ingenioso hidalgo de la isla de Shikoku se pierde pedaleando enérgicamente a lomos de su rocín metálico por la siguiente esquina.

jueves, 21 de enero de 2010

Dos poemas de John Donne


Soy un mundo en pequeño hábilmente tejido
de materia y de espíritu que es de origen angélico,
pero el negro pecado hunde en la noche eterna
de mi mundo ambas partes, y ambas deben morir.
Los que habéis encontrado más allá de altos cielos
nuevos orbes, pudiendo describir nuevas tierras,
derramad nuevos mares en mis ojos, y así
que se ahogue mi mundo con mi llanto, o lo lave
si no está destinado a sufrir un naufragio.
¡Pero no, que ha de arder! Hasta ahora las llamas
de lujuria y de envidia lo han quemado y lo han hecho
aún más ruin. Haz, Señor, que este fuego se apague,
y que yo arda por Ti y tu casa con celo
encendido que sana y consume a la vez.

.....

Guárdate de quererme.
Recuerda, al menos, que te lo prohibí.
No he de ir a reparar mi pródigo derroche
de aliento y sangre en tus llantos y suspiros,
siendo entonces para ti lo que tú has sido para mí.
Pues goce tan intenso consume al punto nuestra vida.
Así, a fin de que tu amor frustrarse no pueda por mi muerte,
si tú me amas, guárdate de quererme.
Guárdate de odiarme,
o de excesivo triunfo en la victoria.
No es que yo a mí mismo haga justicia,
y me resarza del odio con más odio,
pues tú el título perderás de conquistador
si yo, tu conquista, perezco por tu odio.
Así, a fin de que mi ser a ti en nada perjudique,
si tú me odias, guárdate de odiarme.
Mas ama y ódiame tambien...

domingo, 17 de enero de 2010

Rubén Darío, puente literario entre España y América Latina


Tomado de El Informador
Considerado el Padre del Modernismo y puente obligado entre las letras de España y Latinoamérica, el poeta nicaraguense Rubén Darío, quien nació el 18 de enero de 1867, es un verdadero hito de las letras hispánicas, al dejar como legado literario obras como "Azul" y "Cantos de Vida y esperanza".

Félix Rubén García Sarmiento, por su nombre real, nació en San Pedro de Metapa, provincia de Nicaragua, en el seno de una familia de origen indoespañol; sus padres fueron Manuel García y Rosa Sarmiento Alemán.

Desde sus primeros años de vida demostró un talento precoz que lo llevó a publicar su primer poema a los 12 años; se trataba del soneto "La Fe", que le abriría el camino para que un año después aparecieran sus primeros versos en el diario "El termómetro".

En 1882, el joven se presentó ante el presidente de su nación, Joaquín Zavala, y tras leer un poema en el que criticaba ampliamente la religión católica y a su patria, perdió la oportunidad para realizar estudios en Europa.

Cuatro años después, en 1886, se trasladó a Chile, donde comenzó una carrera más sólida en la literatura y dos años después publicó "Azul", sin imaginar que encabezaría varios movimientos literarios en España, Argentina y Nicaragua.

El más importante de ellos fue el Modernismo, al que los especialistas califican como una recopilación de tres movimientos europeos: Romanticismo, Simbolismo y Parnasianismo, ideas que expresan pasión, arte visual y armonías como música.

Para la crítica, Darío fue un genio de este movimiento, pues su estilo era exótico y colorido y cada uno de sus poemas tenía impregnado un arcoiris de sentimientos, evidencia de ello es su pieza "Canción de otoño en primavera".

Su estilo fue copiado por varios escritores, quienes le dieron un toque elegante y de esta forma ayudaron al nicaraguense a mejorar su trabajo, que tiempo después comenzó a ser reconocido a nivel mundial.

Su perfecta escritura y narrativa, además de su talento nato, lo llevaron a España, donde sucumbió ante la influencia liberal europea y pronto las nuevas ideas se reflejaron en su poesía romántica. Su vida profesional estuvo ligada a las decisiones que tomaba en su vida privada, pues en 1890 se casó con Rafaela Contreras en El Salvador y posteriormente se trasladó a Guatemala, para después viajar a España, en 1892.

Luego de su estancia en Europa residió en Argentina, donde al lado del argentino Leopoldo Lugonés y el boliviano Ricardo Jaimes Freyre, encabezó el movimiento Modernista.

Viajó a Europa como corresponsal del diario "La Nación" de Argentina y recorrió numerosos países. Residió en las ciudades de Madrid y París, y en 1902 contrajo nuevas nupcias con Francisca Sánchez.

Años más tarde, su ardua labor literaria le valió ser nombrado "Ministro Plenipotenciario" de Nicaragua en España, de donde volvió a su país natal donde murió el 6 de febrero de 1916, en su hogar, situado en la provincia de León. Entre sus obras más destacadas figuran: "Canto épico a las glorias de Chile" (1887), "Azul" (1888), "Primeras notas" (1888), "Los raros" (1893), "Prosas profanas" (1896), "España contemporánea" (1901), "Tierras solares" (1904) y "Cantos de vida y esperanza" (1905).

viernes, 15 de enero de 2010

Poemas inéditos de Wole Soyinka


..."¿Enterrado vivo? No. Sólo algo sobre lo que la gente lee. Las boyas y los mojones se difuminan. Lenta, inexorablemente, la realidad se disuelve y la certidumbre traiciona a la conciencia". Este es un pasaje de uno de los poemas en prosa que el Nobel nigeriano Wole Soyinka escribió en la cárcel en los años sesenta y que ahora se edita por primera vez en español, y en edición bilingüe, bajo el título de Lanzadera en una cripta (Bartleby).




¡OH, RAÍCES!
Raíces, sed un ancla para mi quilla
estibadme contra los vientos rebeldes
sondead tierras y hondas aguas nutrientes
energía que calme mi sed eterna
cegados los arroyos, cieno a vosotras
os ahoga, maldiciones os estancan
y viajeros con mapas junto a las charcas
buscan alivio. Sus tazas en las aguas
elevan burbujas de corrupción, fangos
de maldad, tumbas sin lágrimas ni endechas
Raíces, alejaos de los riachuelos
que se filtran y manchan, que yo esos crímenes
no comparta, comunión infecta tierra
en cenizas de un mismo hogar esparcidas
¡Raíces!: lejos de la traición oscura
de fosas que aceptan, de estacas con gueldo
no seáis la imagen del nido de víboras
cual cebo, de horribles prodigios airados
no, el vigor altivo horada el más hondo
secreto, asoma junto al temor culpable
la garra usurera, las babas que asolan
canillas temblosas y decepcionadas.
Oh, raíces, sed el ancla de mi quilla
suturadme el pensar con tensos carretes
buscad en la tierra agua fresca y nutriente
cavad con vara aguda pozos eternos
baldead horas rancias hacia el desagüe
sin fin de la muerte. El aliento cautivo
de arroyos y lagos despertad, sus aguas
llevad a la simiente, a las lindes de eras
Raíces, sed la malla que mi diseño
conforma, fieles a vuestra orden secreta.
¡firme edificio elevado con que sanan
desgarros y llantos desnudos, emblema
en diosos bajeles, probado ariete
granito en testa oh demoledor de diques
mortero en térreo hormigón, campaneros
en torres rocosas, dadme las Guirnaldas
del Tiempo, a vuestra eternidad someted
los podios que elevo contra la locura
contra el sombrío instante del engaño
contra los truenos del meridión!
Explorador hacia el averno, conduce
mis pasos al corazón, a la semilla
arrástrame a los crisoles de la alquímica
terrestre, donde nacen metal y roca
a las vibraciones de tu diapasón.
Cógeme las manos, que se unan en charlas,
recuerdos, vistas que cieguen al viajero
que mareas de vino al festín arrastran,
que mis manos se entrelacen a las suyas
savia clara, carne oscura, espectral cabello,
grilletes cual hojas y ramas, la vena
de rama y roca, ojos en matriz del grano
con un filtro de impulsos teje sus huesos
que los peines de mis tuétanos en roca
reciban raíces de rayos celestes
y almacenen la luz de su ojo difunto
entierra todo pulso letal, que en el cáliz
de mis manos vibre ardiente armonía, y cena
en las bodas de cielo y tierra. Mis manos
engarza a un rito vernal, a las verdes de los muertos.
Oh, raíces, raíces. ¡Si no aguantara!
¡Si el viento lo hundiese y ahogaran arenas
del páramo, si lo abrasara un destello
de la hambrienta espera, los lazos soltad
sobre los diques, defensa final! Guían
la proa los arrastres de la resaca
un baño gris en lagos silentes, esa
paz de viajeros de antaño, este paso mudable.
Puros, esperan a que el rastreador llegue
al centro reseco, al resbalón subiendo
a que el corazón se rinda a extrañas fuentes
que a lo lejos juran saciar la sed perpetua.


LOS TAÑIDOS DEL SILENCIO
Al principio hay una mirilla para ver a los vivos.
Entra a hurtadillas en el patio de los lunáticos, los condenados a cadena
perpetua, los violentos y los desquiciados, los tullidos, los tuberculosos, las víctimas del
sadismo del poder a buen resguardo de las preguntas. Un pequeño agujero cuadrado
abierto en la puerta, lo suficiente para que pase el puño de un carcelero y maneje el
cerrojo desde ambos lados. También para que yo –con indiferencia, con grandísima
indiferencia– le eche una mirada furtiva a las contadas y fugaces apariciones de una
mano, un rostro, un gesto o, más a menudo, una visión borrosa en caqui, la espalda
cuadrada del guardia plantada al otro lado.
Hasta que, un día, el ruido de un martilleo. La mañana entera, un asalto de
golpes multiplicados y amplificados por los excepcionales poderes de reverberación de
mi cripta. (Cuando atruena, mi cráneo es el yunque de los dioses). Al mediodía esa
brecha está sellada. Ahora sólo el cielo aparece abierto, un cielo del tamaño de una
servilleta sujeta con largos clavos y botellas rotas, mas un cielo. Los buitres se posan en
un tejado visible sólo desde otro patio. Y los cuervos. Las garcetas sobrevuelan mi
cripta y los murciélagos pululan cual enjambre a la caída de la tarde. Murciélagos
albinos, de un pálido enfermizo, que emiten señales de radio para merodear por la
cámara de los ecos. Mas, de pronto, el mundo está muerto. Después de que cesen, los
martillos persisten en su vehemencia por una eternidad. Incluso el cielo se retira,
muerto.
¿Enterrado vivo? No. Sólo algo sobre lo que la gente lee. Las boyas y los
mojones se difuminan. Lenta, inexorablemente, la realidad se disuelve y la certidumbre
traiciona a la conciencia.
Días, semanas, meses y, tan súbitamente como la primera muerte, un sonido
nuevo, un cortejo. Unos pies que se acercan arrastrándose con un ruido metálico de
cadenas. Y en este momento otra brecha que durante largo tiempo ha permanecido
desapercibida, invisible, un desagüe abierto en la base del muro, este vacío lenta,
toscamente, comienza a enmarcar unos pies engrillados. Nada antes había pasado tan
cerca, tan pesadamente, por el desagüe del Muro de las Lamentaciones. (Así lo bauticé
porque da al patio desde el que una voz estuvo gritando de dolor una noche entera y al
alba se extinguió, sin haber recibido ninguna atención. Es el patio del que surgen
cánticos y oraciones con una persistencia que sólo iguala la vigilia de los cuervos y los
buitres.) Y ahora, pies. Descalzos, a excepción de dos pares de botas con un caminar de
peso muerto, para así ajustarse al ritmo de los grillos de los otros pies. Hacia el
mediodía el mismo cortejo pasa en dirección contraria. Unos días después el cortejo
vuelve a pasar y entonces los cuento. Once. El tercer día de este cortejo despierta con la
aurora más dilatada que jamás haya nacido y muerto de silencio, un silencio ahíto y
sobrecogedor. Mi recuento se detiene bruscamente después del sexto. Ya no hay más.
En ese mismo instante el ritual queda al descubierto, el silencio, la encubierta
conspiración del alba, los secretos amortiguados martillean con mayor fuerza que los
grilletes en mi cabeza, todo, todo se descubre en un segundo de comprensión
paralizante. Cinco hombres caminan en la otra dirección, cinco hombres que caminan
aun más despacio, cansinos, con el peso del mundo en los pies, en cada paso, hacia la
eternidad. Les oigo detenerse con cada retazo de vida que se encuentran, con cada latido
del silencio, con cada mota en el sol, esos cinco para los que el mundo está a punto de
morir.
Sonidos. Los sonidos adquieren una cuarta dimensión dentro de una cripta
viviente. Una definición que, como en el caso del trueno, se hace físicamente
insoportable, y en el caso de lo que se espera pero no se oye, psíquicamente extenuante.
Las señales de los murciélagos albinos llagan la barbulla de un oficio de vísperas, ya sea
cristiano o musulmán, pagano o inclasificable. Mi cripta convierten en un caldero, una
campana boca arriba preñada con todos los credos y cuyas sonoridades se unen, se
remueven, se espuman, se cuelan en la urdimbre y en la trama del moho tiznado de los
muros, de hongos de terciopelo verde tejidos por los dedos astutos de la lluvia. Desde
más allá del Muro de las Lamentaciones la piedad malsana de las mujeres, esa paciencia
inhumana con la que nacen, vaga sin rumbo para sacarle la agonía a latigazos al Muro
del Purgatorio. Un batir de alas: un cerrojo blanco y ocre, una paloma torcaz que baja en
picado y cruza, una lanzadera inquieta enhebrando remiendos de sol en este telar, el más
oscuro. Pasado el muro, por encima de él, un crujido de hojas de árbol: ¡el rostro de un
niño! Un cazador cándido se deja ver en su inocencia: un laberinto malvado.
Reconoceré su voz cuando los cantos de los niños invadan el caldero de sonidos al
atardecer, esta intrusión cadenciosa en la casa de la muerte.
Sale el sol a su espalda. Se disuelve su cabeza en la charca, una lanzadera que se
hunde en un telar teñido de un rojo encendido.


PLANES FUTUROS
Se convoca la reunión
del odio: Falsificadores, farsantes
Falseadores Internacionales.
El presidente, un caballo negro,
un jamelgo de circo hecho esprínter con anteojeras
Mach 3
lo calificamos: uno por el Cuchillo
dos por Maquiavelo, tres...
Velocidad que rompe
la barrera de la verdad con un decreto de arrestos en picado
Proyectos en perspectiva:
Mao Tse Tung confabulado
con Chiang Kai. Nkrumah
firma un pacto
secreto con Verwoerd, que Hastings Banda jura.
Comprobado: Arafat
en flagrante con
Golda Meir. Castro borracho
con Richard Nixon
montones de anticonceptivos bajo la litera papal...
... y más por venir




"Raíces, sed un ancla para mi quilla/ estibadme contra los vientos rebeldes", clama Akinwande Oluwole, Wole, Soyinka (Abeokuta, Nigeria, 1934) en el poema que abre este volumen que retrata un periodo difícil, cruel y aniquilador que le tocó vivir en dos ocasiones, en 1965 y entre 1967 y 1969. El dramaturgo, narrador, ensayista y poeta fue acusado en 1967 de ayudar durante la guerra civil de su país a la facción rebelde de Biafra y encarcelado sin ningún juicio durante 27 meses, 22 de los cuales fueron en régimen de incomunicación.
Aislado de todo y de todos, Soyinka vio una forma de afrontar el mundo y sobrevivir dejando testimonio emocional, intelectual y de denuncia a través de poemas y versos que escribía en papelitos, paquetes de cigarrillos o papel higiénico, muchas veces en la oscuridad. Unos pocos, como Enterrado vivo lograron traspasar los muros de la prisión para contar a todos lo que sucedía y sentía. En 1972 se editó por primera vez en inglés Lanzadera en una cripta, el libro que ahora ve la luz en español.
"Érase una vez un naufragio (del Estado) donde / el sol por fin había encogido el mundo a la talla / que de veras merecía -la hormiga por unidad-, / donde me hallaba tendido, azotado por la marea, millas / descollaban mi corazón y mi cabeza, un gigantón / extranjero rodeado por un cónclave meñique", relata Soyinka en el poema Gulliver dando un carácter simbólico y metafórico a esta sucesión de versos del desamparo y la desolación. Por eso aquella creación literaria, y salvadora, no es sólo un mero ejercicio autobiográfico, según confirma el traductor del poemario Luis Ingelmo. Entre otras cosas porque, agrega, las alusiones a personajes de la mitología como José, Hamlet y Ulises o a la obra de Galileo Galilei "imprimen al texto y a la figura del yo poético un carácter universal que torna su situación en el sino, 'en el hado que otros han sufrido antes que él".
"Es un mapa del camino recorrido por mi mente, y no tanto el registro de la lucha real contra una existencia vegetativa. Esto último sería tema para otro libro", asegura Soyinka en un texto que sirve de preámbulo a la actual edición de Lanzadera en una cripta que publica Bartleby. Momentos de incertidumbre, de pesimismo y de invención de recursos para no enloquecer o morir aplastado por la crueldad del aislamiento. Tras su liberación el escritor ha escrito libros como La muerte y el caballero del rey y Beautification of Area Boy; y en 1986 se convirtió en el primer autor africano en recibir el Nobel de Literatura.
Once años después, en 1997, Soyinka fue acusado de traición por el entonces gobierno militar del dictador nigeriano Sani Abacha, motivo por el cual se vio obligado a exiliarse en Estados Unidos. Dos años más tarde la llegada de un gobierno civil rehabilitó su figura. Actualmente es profesor universitario de su país y Estados Unidos. Son 75 años de compromiso con los derechos humanos y denuncia de la arbitrariedad y la injusticia, reflejados en una obra literaria donde trata de demostrar que ética es estética.
Tomado de El País

jueves, 14 de enero de 2010

Algunos relatos de Jamaica Kincaid


Negrura
Qué suave es la negrura mientras cae. Se pone en silencio y aun así ensordece, aunque no se oye otro sonido que la negrura cayendo. La negrura cae como hollín de una lámpara de pabilo descuidado. La negrura es visible y también invisible, pues veo que no puedo verla. La negrura llena un cuarto pequeño, un campo extenso, una isla, mi propio ser. La negrura no puede traerme júbilo pero con frecuencia me pone contenta. La negrura no puede separarse de mí pero con frecuencia puedo estar sin ella. La negrura no es el aire, aunque la respiro. La negrura no es la Tierra, pero camino en ella. La negrura no es agua o alimento, si bien la como y la bebo. La negrura no es mi sangre, pero me corre por las venas. La negrura entra en mis espacios de muchas ataduras y pronto la palabra y el hecho significativos retroceden y eventualmente se desvanecen: de este modo quedo aniquilada y mi forma deviene informe y soy absorbida en una inmensidad de materia que fluye. Así, quedo borrada en la negrura. Ya no puedo decir mi nombre. No puedo apuntar hacia mí y decir "yo". En la negrura mi voz está en silencio. Así, primero he sido mi yo individual, desterrado cuidadosamente de la casualidad de mi existencia, ahora soy devorada por la negrura y me hago una con ella.

Hay breves destellos de gozo presentes en mi vida diaria: la cara volteando arriba al cielo abierto, la pelota roja rebotando de una a otra manita, mientras las vocecitas reprimen la risa; las astillas naranja en el horizonte, reminiscencias del sol que se oculta. Queda la vasta quietud, temblorosa, esperando ser destrozada por las demandas de la impaciencia.

("¿Me puedo comer el pan sin la corteza?"

"Pero si hace tanto que dejó de gustarme el pan sin corteza.")

Toda clase de sentimientos se encuentran encerrados en mi pecho humano y toda clase de sucesos los convocan a salir.

Cuánto me asusté una vez al mirar abajo para ver un objeto de forma rara y color ceniza que tardé en reconocer como una pequeña parte de mi propio pie. Y qué poderoso encontré entonces aquel momento. Ya no era una conmigo misma y me sentí aparte de mí, como una sustancia quebradiza, estallada y destrozada, y cada una de sus partes sin conocimiento de las demás. Y entonces me agarro a un objeto común y familiar (mi lámpara, sin encender, sobre la limpia superficie del mantel), hasta que me estabilizo, ya no a mitad del mar en una barcaza, y las olas crueles e indomables. ¿Cuál es mi naturaleza? Pues en el aislamiento soy toda propósito y laboriosidad y determinación y prudencia, como si fuera la única sobreviviente de una especie cuya historia evolutiva puede rastrearse hasta lo más remoto de la antigüedad; en aislamiento aro toscamente los silencios profundos, buscando mis oportunidades como el minero busca las vetas de un tesoro. ¿En el espacio de qué cercana astilla de luz encontraré qué destello de gloria?

La rígida, pedregosa superficie montañosa, se convierte en verde arroyo rodante, y en manantial de agua clara, de origen misterioso y belleza y propósito constantes, absorbe toda clase de existencia atribulada en busca de consuelo. Y una y otra vez, el corazón --enterrado como nunca en el humano pecho--, sus cuatro cámaras expuestas al amor y el gozo, el dolor y los pequeños dardos que entre tanto caen con desesperación.

Escucho la voz silenciosa; se para al otro lado de la negrura y sin embargo no se opone a ella, porque el conflicto no está en su naturaleza. Sacudo mi rebozo de odio. Nuevamente enamorada me dirijo a la voz silenciosa. Me paro dentro de ella, la voz silenciosa me cubre. Y lo hace tan completamente que incluso borra de la memoria la negrura. Vivo en silencio. El silencio no tiene fronteras ni cercas los pastizales. El león merodea los continentes. Los continentes no están separados. A través de la tierras bajas sin diques va el río. Las montañas no se rompen más. Dentro de la voz silenciosa, no hay profundidad misteriosa que me separe; ninguna visión es tan distante como para removerme el recuerdo. Escucho la voz silenciosa. Qué suavemente cae y captura en sí todo lo que existe. En la voz silenciosa dejo de ser "yo". En la voz silenciosa al fin estoy en paz. En la voz silenciosa, al fin me borro.


Chica


El lunes lava la ropa blanca y déjala sobre la
pila de piedra; el martes lava la ropa de color y
ponla a secar en el tendedero; no andes a pleno
sol con la cabeza descubierta; fríe los buñuelos de
calabaza en aceite de oliva muy caliente; pon en
remojo tus paños menores en cuanto te los quites;
cuando compres algodón para hacerte una bonita
blusa, asegúrate de que no lleva acrílico, pues al
lavarlo perdería la caída; antes de cocinarlo, deja
el pescado salado en remojo durante toda la noche;
¿es verdad que cantas benna en la escuela
dominical?; come siempre de forma que a nadie
se le revuelva el estómago al mirarte; los domingos,
intenta caminar como una señora, y no como
la guarra en la que tienes tanta tendencia en convertirte;
no cantes benna en la escuela dominical;
no debes hablar con esos golfos, ni siquiera para
increparles; no comas fruta por la calle: las moscas
te perseguirán; «pero si yo nunca canto benna los
domingos, y mucho menos en la escuela dominical
»; así se cose un botón; así se hace un ojal para
el botón que acabas de coser; así tienes que arreglar
el dobladillo de un vestido cuando veas que
empieza a descoserse para evitar tener el aspecto
de la guarra en la que sé que te convertirás si no
dominas tus inclinaciones naturales; así debes
planchar la camisa caqui de tu padre para que no
quede ni una arruga; así debes planchar los pantalones
caqui de tu padre para que no quede ni una
arruga; así se cultiva el kimbombó: lejos de la
casa, pues el árbol del kimbombó constituye un
excelente cobijo para las hormigas rojas; cuando
cultives taro, asegúrate de que tiene siempre agua
en abundancia, de lo contrario te picará la garganta
al comerlo; así se barre un rincón; así se barre
toda la casa; así se barre un patio; así se le sonríe a
alguien que no te gusta demasiado; así se le sonríe
a alguien que no te gusta en absoluto; así se le
sonríe a alguien de quien te gusta todo; así se prepara
la mesa para tomar el té; así se prepara la
mesa para la cena; así se prepara la mesa para una
cena a la que asistirá un invitado importante; así
se prepara la mesa para el almuerzo; así se prepara
la mesa para el desayuno; así hay que comportarse
en presencia de hombres que no te conocen
demasiado bien, de ese modo no notarán
de inmediato que eres la guarra en la que ya te advertí
que no debes convertirte; asegúrate de lavarte
todos los días, aunque sea con tu propia saliva;
no te pongas en cuclillas para jugar a las canicas: tú
no eres un chico, eso ya lo sabes; no aceptes flores
de la gente: podrían contagiarte algo; no les tires
piedras a los mirlos, pues puede que en realidad
no se trate en absoluto de mirlos; así se hace un
pudín de leche y pan; así se hace la doukona; así se
prepara un pimentero; así se hace una medicina
buena para el resfriado; así se hace un buen medicamento
para desembarazarse de un niño antes
de que siquiera se haya convertido en un niño; así
se pesca un pez; así se devuelve al agua un pez
que no te gusta, pues de esa forma evitarás que
ninguna maldición caiga sobre ti; así se intimida a
un hombre; así te intimidan a ti los hombres; así
se ama a un hombre, y si eso no funciona, existen
otras formas, y si éstas tampoco funcionan, no te
sientas demasiado mal por tener que renunciar a
él; así se escupe al aire si te apetece hacerlo, y así
de rápido hay que moverse para que tu propio escupitajo
no te caiga encima; así se consigue que el
dinero llegue a fin de mes; aplasta siempre el pan
para comprobar que es tierno; «¿y si el panadero
no me deja tocar el pan?»; ¿me estás diciendo
que, después de todo, vas a convertirte realmente
en el tipo de mujer a la que el panadero no deja ni
acercarse al pan?


Jamaica Kincaid nació en Saint John's (Antigua y Barbuda) el 25 de mayo de 1949.

Cuando en 1984 se publicaron en Londres los cuentos de Kincaid de "At the Bottom of the River" (Al fondo del río), Susan Sontag escribió: "estos espléndidos relatos de deseo personal y cósmico me parecen más emocionantes que cualquier otra prosa que haya yo leído en un escritor del continente americano". Sontag también ha dicho de Kincaid: "es uno de los pocos autores actualmente escribiendo en inglés que yo quisiera leer siempre", según reseña de La Jornada.

jueves, 7 de enero de 2010

2010: año del e-book


...La celebración de una feria internacional ha vuelto a poner el tema de los libros electrónicos en el tapete. Diversas marcas han mostrado sus adelantos en el Consumer Electronics Show (CES) en Las Vegas. A continuación algunas notas periodísticas sobre el tema




Más ventas de Hanwang

Hanwang, que controla el 95 por ciento del naciente mercado chino del e-book, espera aumentar sus ventas un 400 por ciento este año, destacó el presidente de la compañía, Liu Yingjian, en declaraciones que publicó el diario "China Daily".
La empresa china, cuyos productos son similares al Kindle de Amazon pero a menor precio, obtiene un 40 por ciento de sus ingresos de las exportaciones, siendo España, Italia y Rusia sus principales ingresos en el extranjero, destacó la agencia oficial Xinhua.
Mientras el e-book chino prospera, los más conocidos de las multinacionales tecnológicas siguen sin entrar en el mercado del gigante asiático, algo que según Xinhua se debe a "la falta de apoyo de las compañías chinas de telecomunicaciones" y a la oposición de los gestores de derechos de autor en el país asiático.
Ya las webs de Internet, como Google o el buscador chino Baidu, se han encontrado en los últimos meses con denuncias de editoriales chinas por ofrecer el contenido de algunos libros en la red.
El retraso en la explosión del e-book en China se asemeja al que sufrieron otros productos tecnológicos popularizados en todo el mundo pero que en el país asiático afrontaron más limitaciones legales o negociaciones más complejas con las firmas chinas.
Fue el caso del iPhone de Apple, que llegó a China recientemente, con un año de retraso respecto al mercado mundial, y pese a que ya se vendía en el mercado negro del país asiático.


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La apuesta de Microsoft

Microsoft ha decidido darle la vuelta al e-book y convertir el libro electrónico en un tablet PC táctil de entre 7 y 10 pulgadas. Así lo ha mostrado esta madrugada el presidente de la compañía, Steve Ballmer, en la feria CES de Las Vegas, que ha anunciado para este año al menos un par de modelos de HP y Archos de un dispositivo llamado Slate con pantalla táctil a color, que funcionan sobre Windows 7 y que sirven también para ver vídeo. El nuevo dispositivo utiliza el programa Kindle para PC que ya tiene Amazon, pero le elimina las ventajas de la tinta electrónica (no refleja y no cansa la vista) que tiene el popular lector de libros. Sin embargo, Slate mantiene la capacidad de girar la orientación de la pantalla y disponer el texto en horizontal, así como la de subrayar y utilizar la conversión de texto a voz.Como un 'netbook'A cambio, Slate promete un dispositivo más versátil, que sirve también para conectarse a internet y para ver vídeos y fotos. Y que como funcionará sobre Windows 7, tendrá la capacidad, al menos, de un netbook. Las primeras unidades, para las que no se ha anunciado precio, se pondrán a la venta a lo largo del año de la mano de HP y Archos, que ya tiene productos similares con sistema operativo Android, de Google.Como usa el software de Amazon, el Slate permitirá descargar libros directamente de la gran librería de internet, y verlos a todo color (si existe así el libro), pero en los formatos de Amazon y en PDF, si no cambian las especificaciones del programa de aquí a su lanzamiento. La compañía ha anunciado también una línea de libros de texto interactivos con vídeos y enlaces subrayados basados en sus programas que serán sin duda más apropiados para estos dispositivos. Nombre "prestado"El libro electrónico que propone Microsoft se llamará Slate, uno de los nombres que sonaban estos días como posibles para la futura tableta de Apple. Microsoft ha anunciado también la extensión de la tienda on line de vídeos que tiene para la consola Xbox 360 a otras plataformas, incluidos los móviles, de modo que la película o el episodio de TV que el usuario compre para ver en la consola la podrá disfrutar también en su móvil. Sobre la Xbox 360, el presidente de la división de entretenimiento de Microsoft, Robbie Bach, ha prometido juegos basados en Project Natal, que permite controlar los movimientos solo con el cuerpo humano, para la campaña comercial de las próximas navidades (la "holiday season" estadounidense).

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Los modelos de Samsung


Al contrario que otros libros electrónicos similares, los E6 y E101 de Samsung emplean un sistema de reconocimiento de la escritura a mano que permitirá realizar anotaciones sobre las secciones que estemos leyendo o sobre notas y calendarios, empleando los lápices ópticos de resonancia electromagnética (EMR) que incluyen. Este tipo de lápiz óptico evita los errores de escritura que se suelen producir al tocar la pantalla con la mano o con otros objetos en caso de contactos fortuitos.


Estos dos modelos presentados en la Feria tecnológica CES de Las Vegas (EEUU), permiten elegir diversos grosores de pinceles y gomas de borrar, lo que hace de estos libros electrónicos herramientas perfectas para escribir y dibujar. El E101, en particular, ofrece aún más ventajas, ya que incorpora funciones de caligrafía y de edición de texto (cortar, copiar y pegar), gracias a su lápiz óptico sensible a la presión.
A falta de fechas concretas de llegada al mercado, podemos avanzar que los E6 y E101 de Samsung están equipados con pantallas de papel electrónico similares al papel real, que redunda en una mayor nitidez y claridad, incluso en exteriores luminosos. Además, ofrecen muchas otras funciones que conforman un entorno de lectura más efectivo. Así, estos productos son compatibles de serie con los formatos de texto electrónico más extendidos, como ePub, PDF y TXT, e incorporan diccionarios integrados que pueden emplearse con un solo toque del lápiz óptico.
Estos libros electrónicos, con conectividad Wifi, incluyen reproductores MP3 integrados que permitirán escuchar audiolibros o disfrutar de la música que deseen mientras leen. Además, el motor de conversión de texto a lenguaje hablado “Text-to-Speech”, exclusivo de Samsung, permite que el dispositivo reproduzca el texto con una pronunciación correcta y precisa, para aquellos usuarios que se encuentren al volante o en situaciones ruidosas.
Fuente consultada

miércoles, 6 de enero de 2010

"La autopista del Sur" de Julio Cortázar



Gli automobilisti accaldati sembrano nom avere storia… Come realtà, un ingorgo automobilistico impressiona ma non ci dice gran che.
Arrigo Benedetti “L’Espresso”,Roma, 21/6/1964


Al principio la muchacha del Dauphine había insistido en llevar la cuenta del tiempo, aunque al ingeniero del Peugeot 404 le daba ya lo mismo. Cualquiera podía mirar su reloj pero era como si ese tiempo atado a la muñeca derecha o el bip bip de la radio midieran otra cosa, fuera el tiempo de los que no han hecho la estupidez de querer regresar a París por la autopista del sur un domingo de tarde y, apenas salidos de Fontainbleau, han tenido que ponerse al paso, detenerse, seis filas a cada lado (ya se sabe que los domingos la autopista está íntegramente reservada a los que regresan a la capital), poner en marcha el motor, avanzar tres metros, detenerse, charlar con las dos monjas del 2HP a la derecha, con la muchacha del Dauphine a la izquierda, mirar por retrovisor al hombre pálido que conduce un Caravelle, envidiar irónicamente la felicidad avícola del matrimonio del Peugeot 203 (detrás del Dauphine de la muchacha) que juega con su niñita y hace bromas y come queso, o sufrir de a ratos los desbordes exasperados de los dos jovencitos del Simca que precede al Peugeot 404, y hasta bajarse en los altos y explorar sin alejarse mucho (porque nunca se sabe en qué momento los autos de más adelante reanudarán la marcha y habrá que correr para que los de atrás no inicien la guerra de las bocinas y los insultos), y así llegar a la altura de un Taunus delante del Dauphine de la muchacha que mira a cada momento la hora, y cambiar unas frases descorazonadas o burlonas con los hombres que viajan con el niño rubio cuya inmensa diversión en esas precisas circunstancias consiste en hacer correr libremente su autito de juguete sobre los asientos y el reborde posterior del Taunus, o atreverse y avanzar todavía un poco más, puesto que no parece que los autos de adelante vayan a reanudar la marcha, y contemplar con alguna lástima al matrimonio de ancianos en el ID Citroën que parece una gigantesca bañadera violeta donde sobrenadan los dos viejitos, él descansando los antebrazos en el volante con un aire de paciente fatiga, ella mordisqueando una manzana con más aplicación que ganas.

A la cuarta vez de encontrarse con todo eso, de hacer todo eso, el ingeniero había decidido no salir más de su coche, a la espera de que la policía disolviese de alguna manera el embotellamiento. El calor de agosto se sumaba a ese tiempo a ras de neumáticos para que la inmovilidad fuese cada vez más enervante. Todo era olor a gasolina, gritos destemplados de los jovencitos del Simca, brillo del sol rebotando en los cristales y en los bordes cromados, y para colmo sensación contradictoria del encierro en plena selva de máquinas pensadas para correr. El 404 del ingeniero ocupa el segundo lugar de la pista de la derecha contando desde la franja divisoria de las dos pistas, con lo cual tenía otros cuatro autos a su derecha y siete a su izquierda, aunque de hecho sólo pudiera ver distintamente los ocho coches que lo rodeaban y sus ocupantes que ya había detallado hasta cansarse. Había charlado con todos, salvo con los muchachos del Simca que caían antipáticos; entre trecho y trecho se había discutido la situación en sus menores detalles, y la impresión general era que hasta Corbeil-Essones se avanzaría al paso o poco menos, pero que entre Corbeil y Juvisy el ritmo iría acelerándose una vez que los helicópteros y los motociclistas lograran quebrar lo peor del embotellamiento. A nadie le cabía duda de que algún accidente muy grave debía haberse producido en la zona, única explicación de una lentitud tan increíble. Y con eso el gobierno, el calor, los impuestos, la vialidad, un tópico tras otro, tres metros, otro lugar común, cinco metros, una frase sentenciosa o una maldición contenida.


A las dos monjitas del 2HP les hubiera convenido tanto llegar a Milly-la-Fôret antes de las ocho, pues llevaban una cesta de hortalizas para la cocinera. Al matrimonio del Peugeot 203 le importaba sobre todo no perder los juegos televisados de las nueve y media; la muchacha del Dauphine le había dicho al ingeniero que le daba lo mismo llegar más tarde a París pero que se quejaba por principio, porque le parecía un atropello someter a millares de personas a un régimen de caravana de camellos. En esas últimas horas (debían ser casi las cinco pero el calor los hostigaba insoportablemente) habían avanzado unos cincuenta metros a juicio del ingeniero, aunque uno de los hombres del Taunus que se había acercado a charlar llevando de la mano al niño con su autito, mostró irónicamente la copa de un plátano solitario y la muchacha del Dauphine recordó que ese plátano (si no era un castaño) había estado en la misma línea que su auto durante tanto tiempo que ya ni valía la pena mirar el reloj pulsera para perderse en cálculos inútiles.


No atardecía nunca, la vibración del sol sobre la pista y las carrocerías dilataba el vértigo hasta la náusea. Los anteojos negros, los pañuelos con agua de colonia en la cabeza, los recursos improvisados para protegerse, para evitar un reflejo chirriante o las bocanadas de los caños de escape a cada avance, se organizaban y perfeccionaban, eran objeto de comunicación y comentario. El ingeniero bajó otra vez para estirar las piernas, cambió unas palabras con la pareja de aire campesino del Ariane que precedía al 2HP de las monjas. Detrás del 2HP había un Volkswagen con un soldado y una muchacha que parecían recién casados. La tercera fila hacia el exterior dejaba de interesarle porque hubiera tenido que alejarse peligrosamente del 404; veía colores, formas, Mercedes Benz, ID, 4R, Lancia, Skoda, Morris Minor, el catálogo completo. A la izquierda, sobre la pista opuesta, se tendía otra maleza inalcanzable de Renault, Anglia, Peugeot, Porsche, Volvo; era tan monótono que al final, después de charlar con los dos hombres del Taunus y de intentar sin éxito un cambio de impresiones con el solitario conductor del Caravelle, no quedaba nada mejor que volver al 404 y reanudar la misma conversación sobre la hora, las distancias y el cine con la muchacha del Dauphine.


A veces llegaba un extranjero, alguien que se deslizaba entre los autos viniendo desde el otro lado de la pista o desde la filas exteriores de la derecha, y que traía alguna noticia probablemente falsa repetida de auto en auto a lo largo de calientes kilómetros. El extranjero saboreaba el éxito de sus novedades, los golpes de las portezuelas cuando los pasajeros se precipitaban para comentar lo sucedido, pero al cabo de un rato se oía alguna bocina o el arranque de un motor, y el extranjero salía corriendo, se lo veía zigzaguear entre los autos para reintegrase al suyo y no quedar expuesto a la justa cólera de los demás. A lo largo de la tarde se había sabido así del choque de un Floride contra un 2HP cerca de Corbeil, tres muertos y un niño herido, el doble choque de un Fiat 1500 contra un furgón Renault que había aplastado un Austin lleno de turistas ingleses, el vuelco de un autocar de Orly colmado de pasajeros procedentes del avión de Copenhague. El ingeniero estaba seguro de que todo o casi todo era falso, aunque algo grave debía haber ocurrido cerca de Corbeil e incluso en las proximidades de París para que la circulación se hubiera paralizado hasta ese punto. Los campesinos del Ariane, que tenían una granja del lado de Montereau y conocían bien la región, contaban con otro domingo en que el tránsito había estado detenido durante cinco horas, pero ese tiempo empezaba a parecer casi nimio ahora que el sol, acostándose hacia la izquierda de la ruta, volcaba en cada auto una última avalancha de jalea anaranjada que hacía hervir los metales y ofuscaba la vista, sin que jamás una copa de árbol desapareciera del todo a la espalda, sin que otra sombra apenas entrevista a la distancia se acercara como para poder sentir de verdad que la columna se estaba moviendo aunque fuera apenas, aunque hubiera que detenerse y arrancar y bruscamente clavar el freno y no salir nunca de la primera velocidad, del desencanto insultante de pasar una vez más de la primera al punto muerto, freno de pie, freno de mano, stop, y así otra vez y otra vez y otra.


En algún momento, harto de inacción, el ingeniero se había decidido a aprovechar un alto especialmente interminable para recorrer las filas de la izquierda, y dejando a su espalda el Dauphine había encontrado un DKW, otro 2HP, un Fiat 600, y se había detenido junto a un De Soto para cambiar impresiones con el azorado turista de Washington que no entendía casi el francés pero que tenía que estar a las ocho en la Place de l’Opéra sin falta you understand, my wife will be awfully anxious, damn it, y se hablaba un poco de todo cuando un hombre con aire de viajante de comercio salió del DKW para contarles que alguien había llegado un rato antes con la noticia de que un Piper Club se había estrellado en plena autopista, varios muertos. Al americano el Piper Club lo tenía profundamente sin cuidado, y también al ingeniero que oyó un coro de bocinas y se apresuró a regresar al 404, transmitiendo de paso las novedades a los dos hombres del Taunus y al matrimonio del 203. Reservó una explicación más detallada para la muchacha del Dauphine mientras los coches avanzaban lentamente unos pocos metros (ahora el Dauphine estaba ligeramente retrasado con relación al 404, y más tarde sería al revés, pero de hecho las doce filas se movían prácticamente en bloque, como si un gendarme invisible en el fondo de la autopista ordenara el avance simultáneo sin que nadie pudiese obtener ventajas). Piper Club, señorita, es un pequeño avión de paseo. Ah. Y la mala idea de estrellarse en plena autopista un domingo de tarde. Esas cosas. Si por lo menos hiciera menos calor en los condenados autos, si esos árboles de la derecha quedaran por fin a la espalda, si la última cifra del cuentakilómetros acabara de caer en su agujerito negro en vez de seguir suspendida por la cola, interminablemente.


En algún momento (suavemente empezaba a anochecer, el horizonte de techos de automóviles se teñía de lila) una gran mariposa blanca se posó en el parabrisas del Dauphine, y la muchacha y el ingeniero admiraron sus alas en la breve y perfecta suspensión de su reposo; la vieron alejarse con una exasperada nostalgia, sobrevolar el Taunus, el ID violeta de los ancianos, ir hacia el Fiat 600 ya invisible desde el 404, regresar hacia el Simca donde una mano cazadora trató inútilmente de atraparla, aletear amablemente sobre el Ariane de los campesinos que parecían estar comiendo alguna cosa, y perderse después hacia la derecha. Al anochecer la columna hizo un primer avance importante, de casi cuarenta metros; cuando el ingeniero miró distraídamente el cuentakilómetros, la mitad del 6 había desaparecido y un asomo del 7 empezaba a descolgarse de lo alto. Casi todo el mundo escuchaba sus radios, los del Simca la habían puesto a todo trapo y coreaban un twist con sacudidas que hacían vibrar la carrocería; las monjas pasaban las cuentas de sus rosarios, el niño del Taunus se había dormido con la cara pegada a un cristal, sin soltar el auto de juguete. En algún momento (ya era noche cerrada) llegaron extranjeros con más noticias, tan contradictorias como las otras ya olvidadas, No había sido un Piper Club sino un planeador piloteado por la hija de un general. Era exacto que un furgón Renault había aplastado un Austin, pero no en Juvisy sino casi en las puertas de París; uno de los extranjeros explicó al matrimonio del 203 que el macadam de la autopista había cedido a la altura de Igny y que cinco autos habían volcado al meter las ruedas delanteras en la grieta. La idea de una catástrofe natural se propagó hasta el ingeniero, que se encogió de hombros sin hacer comentarios. Más tarde, pensando en esas primeras horas de oscuridad en que habían respirado un poco más libremente, recordó que en algún momento había sacado el brazo por la ventanilla para tamborilear en la carrocería del Dauphine y despertar a la muchacha que se había dormido reclinada sobre el volante, sin preocuparse de un nuevo avance. Quizá ya era medianoche cuando una de las monjas le ofreció tímidamente un sándwich de jamón, suponiendo que tendría hambre. El ingeniero lo aceptó por cortesía (en realidad sentía náuseas) y pidió permiso para dividirlo con la muchacha del Dauphine, que aceptó y comió golosamente el sándwich y la tableta de chocolate que le había pasado el viajante del DKW, su vecino de la izquierda. Mucha gente había salido de los autos recalentados, porque otra vez llevaban horas sin avanzar; se empezaba a sentir sed, ya agotadas las botellas de limonada, la coca-cola y hasta los vinos de a bordo. La primera en quejarse fue la niña del 203, y el soldado y el ingeniero abandonaron los autos junto con el padre de la niña para buscar agua. Delante del Simca, donde la radio parecía suficiente alimento, el ingeniero encontró un Beaulieu ocupado por una mujer madura de ojos inquietos. No, no tenía agua pero podía darle unos caramelos para la niña. El matrimonio del ID se consultó un momento antes de que la anciana metiera las manos en un bolso y sacara una pequeña lata de jugo de frutas. El ingeniero agradeció y quiso saber si tenían hambre y si podía serles útil; el viejo movió negativamente la cabeza, pero la mujer pareció asentir sin palabras. Más tarde la muchacha del Dauphine y el ingeniero exploraron juntos las filas de la izquierda, sin alejarse demasiado; volvieron con algunos bizcochos y los llevaron a la anciana del ID, con el tiempo justo para regresar corriendo a sus autos bajo una lluvia de bocinas.


Aparte de esas mínimas salidas, era tan poco lo que podía hacerse que las horas acababan por superponerse, por ser siempre la misma en el recuerdo; en algún momento el ingeniero pensó en tachar ese día en su agenda y contuvo una risotada, pero más adelante, cuando empezaron los cálculos contradictorios de las monjas, los hombres del Taunus y la muchacha del Dauphine, se vio que hubiera convenido llevar mejor la cuenta. Las diarios locales habían suspendido las emisiones, y sólo el viajante del DKW tenía un aparato de ondas cortas que se empeñaba en transmitir noticias bursátiles.. Hacia las tres de la madrugada pareció llegarse a un acuerdo tácito para descansar, y hasta el amanecer la columna no se movió. Los muchachos del Simca sacaron unas camas neumáticas y se tendieron al lado del auto; el ingeniero bajó el respaldo de los asientos delanteros del 404 y ofreció las cuchetas a las monjas, que rehusaron; antes de acostarse un rato, el ingeniero pensó en la muchacha del Dauphine, muy quieta contra el volante, y como sin darle importancia le propuso que cambiaran de autos hasta el amanecer; ella se negó, alegando que podía dormir muy bien de cualquier manera. Durante un rato se oyó llorar al niño del Taunus, acostado en el asiento trasero donde debía tener demasiado calor. Las monjas rezaban todavía cuando el ingeniero se dejó caer en la cucheta y se fue quedando dormido, pero su sueño seguía demasiado cerca de la vigilia y acabó por despertarse sudoroso e inquieto, sin comprender en un primer momento dónde estaba; enderezándose, empezó a percibir los confusos movimientos del exterior, un deslizarse de sombras entre los autos, y vio un bulto que se alejaba hacia el borde de la autopista; adivinó las razones, y más tarde también él salió del auto sin hacer ruido y fue a aliviarse al borde de la ruta; no había setos ni árboles, solamente el campo negro y sin estrellas, algo que parecía un muro abstracto limitando la cinta blanca del macadam con su río inmóvil de vehículos, Casi tropezó con el campesino del Ariane, que balbuceó una frase ininteligible; al olor de la gasolina, persistente en la autopista recalentada, se sumaba ahora la presencia más ácida del hombre, y el ingeniero volvió lo antes posible a su auto. La chica del Dauphine dormía apoyada sobre el volante, un mechón de pelo contra los ojos; antes de subir al 404, el ingeniero se divirtió explorando en la sombra su perfil, adivinando la curva de los labios que soplaban suavemente. Del otro lado, el hombre del DKW miraba también dormir a la muchacha, fumando en silencio.

Por la mañana se avanzó muy poco pero lo bastante como para darles la esperanza de que esa tarde se abriría la ruta hacia París. A las nueve llegó un extranjero con buenas noticias: habían rellenado las grietas y pronto se podría circular normalmente. Los muchachos del Simca encendieron la radio y uno de ellos trepó al techo del auto y gritó y cantó. El ingeniero se dijo que la noticia era tan dudosa como las de la víspera, y que el extranjero había aprovechado la alegría del grupo para pedir y obtener una naranja que le dio el matrimonio del Ariane. Más tarde llegó otro extranjero con la misma treta, pero nadie quiso darle nada. El calor empezaba a subir y la gente prefería quedarse en los autos a la espera de que se concretaran las buenas noticias. A mediodía la niña del 203 empezó a llorar otra vez, y la muchacha del Dauphine fue a jugar con ella y se hizo amiga del matrimonio. Los del 203 no tenían suerte; a su derecha estaba el hombre silencioso del Caravelle, ajeno a todo lo que ocurría en torno, y a su izquierda tenían que aguantar la verbosa indignación del conductor de un Floride, para quien el embotellamiento era una afrenta exclusivamente personal. Cuando la niña volvió a quejarse de sed, al ingeniero se le ocurrió ir a hablar con los campesinos del Ariane, seguro de que en ese auto había cantidad de provisiones. Para su sorpresa los campesinos se mostraron muy amables; comprendían que en una situación semejante era necesario ayudarse, y pensaban que si alguien se encargaba de dirigir el grupo (la mujer hacía un gesto circular con la mano, abarcando la docena de autos que los rodeaba) no se pasarían apreturas hasta llegar a Paría. Al ingeniero lo molestaba la idea de erigirse en organizador, y prefirió llamar a los hombres del Taunus para conferenciar con ellos y con el matrimonio del Ariane. Un rato después consultaron sucesivamente a todos los del grupo. El joven soldado del Volkswagen estuvo inmediatamente de acuerdo, y el matrimonio del 203 ofreció las pocas provisiones que les quedaban (la muchacha del Dauphine había conseguido un vaso de granadina con agua para la niña, que reía y jugaba). Uno de los hombres del Taunus, que había ido a consultar a los muchachos del Simca, obtuvo un asentimiento burlón; el hombre pálido del Caravelle se encogió de hombros y dijo que le daba lo mismo, que hicieran lo que les pareciese mejor. Los ancianos del ID y la señora del Beaulieu se mostraron visiblemente contentos, como si se sintieran más protegidos. Los pilotos del Floride y del DKW no hicieron observaciones, y el americano del De Soto los miró asombrado y dijo algo sobre la voluntad de Dios. Al ingeniero le resultó fácil proponer que uno de los ocupantes del Taunus, en que tenía una confianza instintiva, se encargará de coordinar las actividades. A nadie le faltaría de comer por el momento, pero era necesario conseguir agua; el jefe, al que los muchachos del Simca llamaban Taunus a secas para divertirse, pidió al ingeniero, al soldado y a uno de los muchachos que exploraran la zona circundante de la autopista y ofrecieran alimentos a cambio de bebidas. Taunus, que evidentemente sabía mandar, había calculado que deberían cubrirse las necesidades de un día y medio como máximo, poniéndose en la posición menos optimista. En el 2HP de las monjas y en el Ariane de los campesinos había provisiones suficientes para ese tiempo, y si los exploradores volvían con agua el problema quedaría resuelto. Pero solamente el soldado regresó con una cantimplora llena, cuyo dueño exigía en cambio comida para dos personas. El ingeniero no encontró a nadie que pudiera ofrecer agua, pero el viaje le sirvió para advertir que más allá de su grupo se estaban constituyendo otras células con problemas semejantes; en un momento dado el ocupante de un Alfa Romeo se negó a hablar con él del asunto, y le dijo que se dirigiera al representante de su grupo, cinco autos atrás en la misma fila. Más tarde vieron volver al muchacho del Simca que no había podido conseguir agua, pero Taunus calculó que ya tenían bastante para los dos niños, la anciana del ID y el resto de las mujeres. El ingeniero le estaba contando a la muchacha del Dauphine su circuito por la periferia (era la una de la tarde, y el sol los acorralaba en los autos) cuando ella lo interrumpió con un gesto y le señaló el Simca. En dos saltos el ingeniero llegó hasta el auto y sujetó por el codo a uno de los muchachos, que se repantigaba en su asiento para beber a grandes tragos de la cantimplora que había traído escondida en la chaqueta. A su gesto iracundo, el ingeniero respondió aumentando la presión en el brazo; el otro muchacho bajó del auto y se tiró sobre el ingeniero, que dio dos pasos atrás y lo esperó casi con lástima. El soldado ya venía corriendo, y los gritos de las monjas alertaron a Taunus y a su compañero; Taunus escuchó lo sucedido, se acercó al muchacho de la botella y le dio un par de bofetadas. El muchacho gritó y protestó, lloriqueando, mientras el otro rezongaba sin atreverse a intervenir. El ingeniero le quitó la botella y se la alcanzó a Taunus. Empezaban a sonar bocinas y cada cual regresó a su auto, por lo demás inútilmente puesto que la columna avanzó apenas cinco metros.

A la hora de la siesta, bajo un sol todavía más duro que la víspera, una de las monjas se quitó la toca y su compañera le mojó las sienes con agua de colonia. Las mujeres improvisaban de a poco sus actividades samaritanas, yendo de un auto a otro, ocupándose de los niños para que los hombres estuvieran más libres: nadie se quejaba pero el buen humor era forzado, se basaba siempre en los mismos juegos de palabras, en un escepticismo de buen tono. Para el ingeniero y la muchacha del Dauphine, sentirse sudorosos y sucios era la vejación más grande; lo enternecía casi la rotunda indiferencia del matrimonio de campesinos al olor que les brotaba de las axilas cada vez que venían a charlar con ellos o a repetir alguna noticia de último momento. Hacia el atardecer el ingeniero miró casualmente por el retrovisor y encontró como siempre la cara pálida y de rasgos tensos del hombre del Caravelle, que al igual que el gordo piloto del Floride se había mantenido ajeno a todas las actividades. Le pareció que sus facciones se habían afilado todavía más, y se preguntó si no estaría enfermo. Pero después, cuando al ir a charlar con el soldado y su mujer tuvo ocasión de mirarlo desde más cerca, se dijo que ese hombre no estaba enfermo; era otra cosa, una separación, por darle algún nombre. El soldado del Volkswagen le contó más tarde que a su mujer le daba miedo ese hombre silencioso que no se apartaba jamás del volante y que parecía dormir despierto. Nacían hipótesis, se creaba un folklore para luchar contra la inacción. Los niños del Taunus y el 203 se habían hecho amigos y se habían peleado y luego se habían reconciliado; sus padres se visitaban, y la muchacha del Dauphine iba cada tanto a ver cómo se sentían la anciana del ID y la señora del Beaulieu. Cuando al atardecer soplaron bruscamente una ráfagas tormentosas y el sol se perdió entre las nubes que se alzaban al oeste, la gente se alegró pensando que iba a refrescar. Cayeron algunas gotas, coincidiendo con un avance extraordinario de casi cien metros; a lo lejos brilló un relámpago y el calor subió todavía más. Había tanta electricidad en la atmósfera que Taunus, con un instinto que el ingeniero admiró sin comentarios, dejó al grupo en paz hasta la noche, como si temiera los efectos del cansancio y el calor. A las ocho las mujeres se encargaron de distribuir las provisiones; se había decidido que el Ariane de los campesinos sería el almacén general, y que el 2HP de las monjas serviría de depósito suplementario. Taunus había ido en persona a hablar con los jefes de los cuatro o cinco grupos vecinos; después, con ayuda del soldado y el hombre del 203, llevó una cantidad de alimentos a los grupos, regresando con más agua y un poco de vino. Se decidió que los muchachos del Simca cederían sus colchones neumáticos a la anciana del ID y a la señora del Beaulieu; la muchacha del Dauphine les llevó dos mantas escocesas y el ingeniero ofreció su coche, que llamaba burlonamente el wagon-lit, a quienes lo necesitaran. Para su sorpresa, la muchacha del Dauphine aceptó el ofrecimiento y esa noche compartió las cuchetas del 404 con una de las monjas; la otra fue a dormir al 203 junto a la niña y su madre, mientras el marido pasaba la noche sobre el macadam, envuelto en una frazada. El ingeniero no tenía sueño y jugó a los dados con Taunus y su amigo; en algún momento se les agregó el campesino del Ariane y hablaron de política bebiendo unos tragos del aguardiente que el campesino había entregado a Taunus esa mañana. La noche no fue mala; había refrescado y brillaban algunas estrellas entre las nubes.
Hacia el amanecer los ganó el sueño, esa necesidad de estar a cubierto que nacía con la grisalla del alba. Mientras Taunus dormía junto al niño en el asiento trasero, su amigo y el ingeniero descansaron un rato en la delantera. Entre dos imágenes de sueño, el ingeniero creyó oír gritos a la distancia y vio un resplandor indistinto; el jefe de otro grupo vino a decirles que treinta autos más adelante había habido un principio de incendio en un Estafette, provocado por alguien que había querido hervir clandestinamente unas legumbres. Taunus bromeó sobre lo sucedido mientras iba de auto en auto para ver cómo habían pasado todos la noche, pero a nadie se le escapó lo que quería decir. Esa mañana la columna empezó a moverse muy temprano y hubo que correr y agitarse para recuperar los colchones y las mantas, pero como en todas partes debía estar sucediendo lo mismo nadie se impacientaba ni hacía sonar las bocinas. A mediodía habían avanzado más de cincuenta metros, y empezaba a divisarse la sombra de un bosque a la derecha de la ruta. Se envidiaba la suerte de los que en ese momento podían ir hasta la banquina y aprovechar la frescura de la sombra; quizá había un arroyo, o un grifo de agua potable. La muchacha del Dauphine cerró los ojos y pensó en una ducha cayéndole por el cuello y la espalda, corriéndole por las piernas; el ingeniero, que la miraba de reojo, vio dos lágrimas que le resbalaban por las mejillas.

Taunus, que acababa de adelantarse hasta el ID, vino a buscar a las mujeres más jóvenes para que atendieran a la anciana que no se sentía bien. El jefe del tercer grupo a retaguardia contaba con un médico entre sus hombres, y el soldado corrió a buscarlo. Al ingeniero, que había seguido con irónica benevolencia los esfuerzos de los muchachitos del Simca para hacerse perdonar su travesura, entendió que era el momento de darles su oportunidad. Con los elementos de una tienda de campaña los muchachos cubrieron la ventanilla del 404, y el wagon-lit se transformó en ambulancia para que la anciana descansara en una oscuridad relativa. Su marido se tendió a su lado, teniéndole la mano, y los dejaron solos con el médico. Después las monjas se ocuparon de la anciana, que se sentía mejor, y el ingeniero pasó la tarde como pudo, visitando otros autos y descansando en el de Taunus cuando el sol castigaba demasiado; sólo tres veces le tocó correr hasta su auto, donde los viejitos parecían dormir, para hacerlo avanzar junto con la columna hasta el alto siguiente. Los ganó la noche sin que hubiesen llegado a la altura del bosque.
Hacia las dos de la madrugada bajó la temperatura, y los que tenían mantas se alegraron de poder envolverse en ellas. Como la columna no se movería hasta el alba (era algo que se sentía en el aire, que venía desde el horizonte de autos inmóviles en la noche) el ingeniero y Taunus se sentaron a fumar y a charlar con el campesino del Ariane y el soldado. Los cálculos de Taunus no correspondían ya a la realidad, y lo dijo francamente; por la mañana habría que hacer algo para conseguir más provisiones y bebidas. El soldado fue a buscar a los jefes de los grupos vecinos, que tampoco dormían, y se discutió el problema en voz baja para no despertar a las mujeres. Los jefes habían hablado con los responsables de los grupos más alejados, en un radio de ochenta o cien automóviles, y tenían la seguridad de que la situación era análoga en todas partes. El campesino conocía bien la región y propuso que dos o tres hombres de cada grupo saliera al alba para comprar provisiones en las granjas cercanas, mientras Taunus se ocupaba de designar pilotos para los autos que quedaran sin dueño durante la expedición. La idea era buena y no resultó difícil reunir dinero entre los asistentes; se decidió que el campesino, el soldado y el amigo de Taunus irían juntos y llevarían todas las bolsas, redes y cantimploras disponibles. Los jefes de los otros grupos volvieron a sus unidades para organizar expediciones similares, y al amanecer se explicó la situación a las mujeres y se hizo lo necesario para que la columna pudiera seguir avanzando. La muchacha del Dauphine le dijo al ingeniero que la anciana ya estaba mejor y que insistía en volver a su ID; a las ocho llegó el médico, que no vio inconvenientes en que el matrimonio regresara a su auto. De todos modos, Taunus decidió que el 404 quedaría habilitado permanentemente como ambulancia; los muchachos, para divertirse, fabricaron un banderín con una cruz roja y lo fijaron en la antena del auto. Hacía ya rato que la gente prefería salir lo menos posible de sus coches; la temperatura seguía bajando y a mediodía empezaron los chaparrones y se vieron relámpagos a la distancia. La mujer del campesino se apresuró a recoger agua con un embudo y una jarra de plástico, para especial regocijo de los muchachos del Simca. Mirando todo eso, inclinado sobre el volante donde había un libro abierto que no le interesaba demasiado, el ingeniero se preguntó por qué los expedicionarios tardaban tanto en regresar; más tarde Taunus lo llamó discretamente a su auto y cuando estuvieron dentro le dijo que habían fracasado. El amigo de Taunus dio detalles: las granjas estaban abandonadas o la gente se negaba a venderles nada, aduciendo las reglamentaciones sobre ventas a particulares y sospechando que podían ser inspectores que se valían de las circunstancias para ponerlos a prueba. A pesar de todo habían podido traer una pequeña cantidad de agua y algunas provisiones, quizá robadas por el soldado que sonreía sin entrar en detalles. Desde luego ya no se podía pasar mucho tiempo sin que cesara el embotellamiento, pero los alimentos de que se disponía no eran los más adecuados para los dos niños y la anciana. El médico, que vino hacia las cuatro y media para ver a la enferma, hizo un gesto de exasperación y cansancio y dijo a Taunus que en su grupo y en todos los grupos vecinos pasaba lo mismo. Por la radio se había hablado de una operación de emergencia para despejar la autopista, pero aparte de un helicóptero que apareció brevemente al anochecer no se vieron otros aprestos. De todas maneras hacía cada vez menos calor, y la gente parecía esperar la llegada de la noche para taparse con las mantas y abolir en el sueño algunas horas más de espera. Desde su auto el ingeniero escuchaba la charla de la muchacha del Dauphine con el viajante del DKW, que le contaba cuentos y la hacía reír sin ganas. Lo sorprendió ver a la señora del Beaulieu que casi nunca abandonaba su auto, y bajó para saber si necesitaba alguna cosa, pero la señora buscaba solamente las últimas noticias y se puso a hablar con las monjas. Un hastío sin nombre pesaba sobre ellos al anochecer; se esperaba más del sueño que de las noticias siempre contradictorias o desmentidas. El amigo de Taunus llegó discretamente a buscar al ingeniero, al soldado y al hombre del 203. Taunus les anunció que el tripulante del Floride acababa de desertar; uno de los muchachos del Simca había visto el coche vacío, y después de un rato se había puesto a buscar a su dueño para matar el tedio. Nadie conocía mucho al hombre gordo del Floride, que tanto había protestado el primer día aunque después acabara de quedarse tan callado como el piloto del Caravelle.. Cuando a las cinco de la mañana no quedó la menor duda de que Floride, como se divertían en llamarlo los chicos del Simca, había desertado llevándose un valija de mano y abandonando otra llena de camisas y ropa interior, Taunus decidió que uno de los muchachos se haría cargo del auto abandonado para no inmovilizar la columna. A todos los había fastidiado vagamente esa deserción en la oscuridad, y se preguntaban hasta dónde habría podido llegar Floride en su fuga a través de los campos. Por lo demás parecía ser la noche de las grandes decisiones: tendido en su cucheta del 404, al ingeniero le pareció oír un quejido, pero pensó que el soldado y su mujer serían responsables de algo que, después de todo, resultaba comprensible en plena noche y en esas circunstancias. Después lo pensó mejor y levantó la lona que cubría la ventanilla trasera; a la luz de unas pocas estrellas vio a un metro y medio el eterno parabrisas del Caravelle y detrás, como pegada al vidrio y un poco ladeada, la cara convulsa del hombre. Sin hacer ruido salió por el lado izquierdo para no despertar a la monjas, y se acercó al Caravelle. Después buscó a Taunus, y el soldado corrió a prevenir al médico. Desde luego el hombre se había suicidado tomando algún veneno; las líneas a lápiz en la agenda bastaban, y la carta dirigida a una tal Ivette, alguien que lo había abandonado en Vierzon. Por suerte la costumbre de dormir en los autos estaba bien establecida (las noches eran ya tan frías que a nadie se le hubiera ocurrido quedarse fuera) y a pocos les preocupaba que otros anduvieran entre los coches y se deslizaran hacia los bordes de la autopista para aliviarse. Taunus llamó a un consejo de guerra, y el médico estuvo de acuerdo con su propuesta. Dejar el cadáver al borde de la autopista significaba someter a los que venían más atrás a una sorpresa por lo menos penosa: llevarlo más lejos, en pleno campo, podía provocar la violenta repulsa de los lugareños, que la noche anterior habían amenazado y golpeado a un muchacho de otro grupo que buscaba de comer. El campesino del Ariane y el viajante del DKW tenían lo necesario para cerrar herméticamente el portaequipaje del Caravelle. Cuando empezaban su trabajo se les agregó la muchacha del Dauphine, que se colgó temblando del brazo del ingeniero. Él le explicó en voz baja lo que acababa de ocurrir y la devolvió a su auto, ya más tranquila. Taunus y sus hombres habían metido el cuerpo en el portaequipajes, y el viajante trabajó con scotch tape y tubos de cola líquida a la luz de la linterna del soldado. Como la mujer del 203 sabía conducir, Taunus resolvió que su marido se haría cargo del Caravelle que quedaba a la derecha del 203; así, por la mañana, la niña del 203 descubrió que su papá tenía otro auto, y jugó horas y horas a pasar de uno a otro y a instalar parte de sus juguetes en el Caravelle.

Por primera vez el frío se hacía sentir en pleno día, y nadie pensaba en quitarse las chaquetas. La muchacha del Dauphine y las monjas hicieron el inventario de los abrigos disponibles en el grupo. Había unos pocos pulóveres que aparecían por casualidad en los autos o en alguna valija, mantas, alguna gabardina o abrigo ligero. Otra vez volvía a faltar el agua, y Taunus envió a tres de sus hombres, entre ellos el ingeniero, para que trataran de establecer contacto con los lugareños. Sin que pudiera saberse por qué, la resistencia exterior era total; bastaba salir del límite de la autopista para que desde cualquier sitio llovieran piedras. En plena noche alguien tiró una guadaña que golpeó el techo del DKW y cayó al lado del Dauphine. El viajante se puso muy pálido y no se movió de su auto, pero el americano del De Soto (que no formaba parte del grupo de Taunus pero que todos apreciaban por su buen humor y sus risotadas) vino a la carrera y después de revolear la guadaña la devolvió campo afuera con todas sus fuerzas, maldiciendo a gritos. Sin embargo, Taunus no creía que conviniera ahondar la hostilidad; quizás fuese todavía posible hacer una salida en busca de agua.

Ya nadie llevaba la cuenta de lo que se había avanzado ese día o esos días; la muchacha del Dauphine creía que entre ochenta y doscientos metros; el ingeniero era menos optimista pero se divertía en prolongar y complicar los cálculos con su vecina, interesado de a ratos en quitarle la compañía del viajante del DKW que le hacía la corte a su manera profesional. Esa misma tarde el muchacho encargado del Floride corrió a avisar a Taunus que un Ford Mercury ofrecía agua a buen precio. Taunus se negó, pero al anochecer una de las monjas le pidió al ingeniero un sorbo de agua para la anciana del ID que sufría sin quejarse, siempre tomada de la mano de su marido y atendida alternativamente por las monjas y la muchacha del Dauphine. Quedaba medio litro de agua, y las mujeres lo destinaron a la anciana y a la señora del Beaulieu. Esa misma noche Taunus pagó de su bolsillo dos litros de agua; el Ford Mercury prometió conseguir más para el día siguiente, al doble del precio. Era difícil reunirse para discutir, porque hacía tanto frío que nadie abandonaba los autos como no fuera por un motivo imperioso. Las baterías empezaban a descargarse y no se podía hacer funcionar todo el tiempo la calefacción; Taunus decidió que los dos coches mejor equipados se reservarían llegado el caso para los enfermos. Envueltos en mantas (los muchachos del Simca habían arrancado el tapizado de su auto para fabricarse chalecos y gorros, y otros empezaron a imitarlos), cada uno trataba de abrir lo menos posible las portezuelas para conservar el calor. En alguna de esas noches heladas el ingeniero oyó llorar ahogadamente a la muchacha del Dauphine. Sin hacer ruido, abrió poco a poco la portezuela y tanteó en la sombra hasta rozar una mejilla mojada. Casi sin resonancia la chica se dejó atraer al 404; el ingeniero la ayudó a tenderse en la cucheta, la abrigó con la única manta y le echó encima su gabardina. La oscuridad era más densa en el coche ambulancia, con sus ventanillas tapadas por las lomas de la rienda. En algún momento el ingeniero bajó los dos parasoles y colgó de ellos su camisa y un pulóver para aislar completamente el auto. Hacia el amanecer ella le dijo al oído que antes de empezar a llorar había creído ver a lo lejos, sobre la derecha, las luces de una ciudad.

Quizá fuera una ciudad pero las nieblas de la mañana no dejaban ver ni a veinte metros. Curiosamente ese día la columna avanzó bastante más, quizás doscientos o trescientos metros. Coincidió con nuevos anuncios de la radio (que casi nadie escuchaba, salvo Taunus que se sentía obligado a mantenerse al corriente); los locutores hablaban enfáticamente de medidas de excepción que liberarían la autopista, y se hacían referencias al agotador trabajo de las cuadrillas camineras y de las fuerzas policiales. Bruscamente, una de las monjas deliró. Mientras su compañera la contemplaba aterrada y la muchacha del Dauphine le humedecía las sienes con un resto de perfume, la monja hablo de Armagedón, del noveno día, de la cadena de cinabrio. El médico vino mucho después, abriéndose paso entre la nieve que caía desde el mediodía y amurallaba poco a poco los autos. Deploró la carencia de una inyección calmante y aconsejó que llevaran a la monja a un auto con buena calefacción. Taunus la instaló en su coche, y el niño pasó al Caravelle donde también estaba su amiguita del 203; jugaban con sus autos y se divertían mucho porque eran los únicos que no pasaban hambre. Todo ese día y los siguientes nevó casi de continuo, y cuando la columna avanzaba unos metros había que despejar con medios improvisados las masas de nieve amontonadas entre los autos.

A nadie se le hubiera ocurrido asombrarse por la forma en que se obtenían las provisiones y el agua. Lo único que podía hacer Taunus era administrar los fondos comunes y tratar de sacar el mejor partido posible de algunos trueques. El Ford Mercury y un Porsche venían cada noche a traficar con las vituallas; Taunus y el ingeniero se encargaban de distribuirlas de acuerdo con el estado físico de cada uno. Increíblemente la anciana del ID sobrevivía, perdida en un sopor que las mujeres se cuidaban de disipar. La señora del Beaulieu que unos días antes había sufrido de náuseas y vahídos, se había repuesto con el frío y era de las que más ayudaba a la monja a cuidar a su compañera, siempre débil y un poco extraviada. La mujer del soldado y del 203 se encargaban de los dos niños; el viajante del DKW, quizá para consolarse de que la ocupante del Dauphine hubiera preferido al ingeniero, pasaba horas contándoles cuentos a los niños. En la noche los grupos ingresaban en otra vida sigilosa y privada; las portezuelas se abrían silenciosamente para dejar entrar o salir alguna silueta aterida; nadie miraba a los demás, los ojos tan ciegos como la sombra misma. Bajo mantas sucias, con manos de uñas crecidas, oliendo a encierro y a ropa sin cambiar, algo de felicidad duraba aquí y allá. La muchacha del Dauphine no se había equivocado: a lo lejos brillaba una ciudad, y poco y a poco se irían acercando. Por las tardes el chico del Simca se trepaba al techo de su coche, vigía incorregible envuelto en pedazos de tapizado y estopa verde. Cansado de explorar el horizonte inútil, miraba por milésima vez los autos que lo rodeaban; con alguna envidia descubría a Dauphine en el auto del 404, una mano acariciando un cuello, el final de un beso. Por pura broma, ahora que había reconquistado la amistad del 404, les gritaba que la columna iba a moverse; entonces Dauphine tenía que abandonar al 404 y entrar en su auto, pero al rato volvía a pasarse en buscar de calor, y al muchacho del Simca le hubiera gustado tanto poder traer a su coche a alguna chica de otro grupo, pero no era ni para pensarlo con ese frío y esa hambre, sin contar que el grupo de más adelante estaba en franco tren de hostilidad con el de Taunus por una historia de un tubo de leche condensada, y salvo las transacciones oficiales con Ford Mercury y con Porsche no había relación posible con los otros grupos. Entonces el muchacho del Simca suspiraba descontento y volvía a hacer de vigía hasta que la nieve y el frío lo obligaban a meterse tiritando en su auto.
Pero el frío empezó a ceder, y después de un período de lluvias y vientos que enervaron los ánimos y aumentaron las dificultades de aprovisionamiento, siguieron días frescos y soleados en que ya era posible salir de los autos, visitarse, reanudar relaciones con los grupos de vecinos. Los jefes habían discutido la situación, y finalmente se logró hacer la paz con el grupo de más adelante. De la brusca desaparición del Ford Mercury se habló mucho tiempo sin que nadie supiera lo que había podido ocurrirle, pero Porsche siguió viniendo y controlando el mercado negro. Nunca faltaban del todo el agua o las conservas, aunque los fondos del grupo disminuían y Taunus y el ingeniero se preguntaban qué ocurriría el día en que no hubiera más dinero para Porsche. Se habló de un golpe de mano, de hacerlo prisionero y exigirle que revelara la fuente de los suministros, pero en esos días la columna había avanzado un buen trecho y los jefes prefirieron seguir esperando y evitar el riesgo de echarlo todo a perder por una decisión violenta. Al ingeniero, que había acabado por ceder a una indiferencia casi agradable, lo sobresaltó por un momento el tímido anuncio de la muchacha del Dauphine, pero después comprendió que no se podía hacer nada para evitarlo y la idea de tener un hijo de ella acabó por parecerle tan natural como el reparto nocturno de las provisiones o los viajes furtivos hasta el borde de la autopista. Tampoco la muerte de la anciana del ID podía sorprender a nadie. Hubo que trabajar otra vez en plena noche, acompañar y consolar al marido que no se resignaba a entender. Entre dos de los grupos de vanguardia estalló una pelea y Taunus tuvo que oficiar de árbitro y resolver precariamente la diferencia. Todo sucedía en cualquier momento, sin horarios previsibles; lo más importante empezó cuando ya nadie lo esperaba, y al menos responsable le tocó darse cuenta el primero. Trepado en el techo del Simca, el alegre vigía tuvo la impresión de que el horizonte había cambiado (era el atardecer, un sol amarillento deslizaba su luz rasante y mezquina) y que algo inconcebible estaba ocurriendo a quinientos metros, a trescientos, a doscientos cincuenta. Se lo gritó al 404 y el 404 le dijo algo Dauphine que se pasó rápidamente a su auto cuando ya Taunus, el soldado y el campesino venían corriendo y desde el techo del Simca el muchacho señalaba hacia adelante y repetía interminablemente el anuncio como si quisiera convencerse de que lo que estaba viendo era verdad; entonces oyeron la conmoción, algo como un pesado pero incontenible movimiento migratorio que despertaba de un interminable sopor y ensayaba sus fuerzas. Taunus les ordenó a gritos que volvieran a sus coches; el Beaulieu, el ID, el Fiat 600 y el De Soto arrancaron con un mismo impulso. Ahora el 2HP, el Taunus, el Simca y el Ariane empezaban a moverse, y el muchacho del Simca, orgulloso de algo que era como su triunfo, se volvía hacia el 404 y agitaba el brazo mientras el 404, el Dauphine, el 2HP de las monjas y el DKW se ponían a su vez en marcha. Pero todo estaba en saber cuánto iba a durar eso; el 404 se lo preguntó casi por rutina mientras se mantenía a la par de Dauphine y le sonreía para darle ánimo. Detrás, el Volkswagen, el Caravelle, el 203 y el Floride arrancaban, a su vez lentamente, un trecho en primera velocidad, después la segunda, interminablemente la segunda pero ya sin desembragar como tantas veces, con el pie firme en el acelerador, esperando poder pasar a tercera. Estirando el brazo izquierdo el 404 buscó la mano de Dauphine, rozó apenas la punta de sus dedos, vio en su cara una sonrisa de incrédula esperanza y pensó que iban a llegar a París y que se bañarían, que irían juntos a cualquier lado, a su casa o a la de ella a bañarse, a comer, a bañarse interminablemente y a comer y beber, y que después habría muebles, habría un dormitorio con muebles y un cuarto de baño con espuma de jabón para afeitarse de verdad, y retretes, comida y retretes y sábanas, París era un retrete y dos sábanas y el agua caliente por el pecho y las piernas, y una tijera de uñas, y vino blanco, beberían vino blanco antes de besarse y sentirse oler a lavanda y a colonia, antes de conocerse de verdad a plena luz, entre sábanas limpias, y volver a bañarse por juego, amarse y bañarse y beber y entrar en la peluquería, entrar en el baño, acariciar las sábanas y acariciarse entre las sábanas y amarse entre la espuma y la lavanda y los cepillos antes de empezar a pensar en lo que iban a hacer, en el hijo y los problemas y el futuro, y todo eso siempre que no se detuvieran, que la columna continuara aunque todavía no se pudiese subir a la tercera velocidad, seguir así en segunda, pero seguir. Con los paragolpes rozando el Simca, el 404 se echó atrás en el asiento, sintió aumentar la velocidad, sintió que podía acelerar sin peligro de irse contra el Simca, y que el Simca aceleraba sin peligro de chocar contra el Beaulieu, y que detrás venía el Caravelle y que todos aceleraban más y más, y que ya se podía pasar a tercera sin que el motor penara, y la palanca calzó increíblemente en la tercera y la marcha se hizo suave y se aceleró todavía más, y el 404 miró enternecido y deslumbrado a su izquierda buscando los ojos de Dauphine. Era natural que con tanta aceleración las filas ya no se mantuvieran paralelas. Dauphine se había adelantado casi un metro y el 404 le veía la nuca y apenas el perfil, justamente cuando ella se volvía para mirarlo y hacía un gesto de sorpresa al ver que el 404 se retrasaba todavía más. Tranquilizándola con una sonrisa el 404 aceleró bruscamente, pero casi en seguida tuvo que frenar porque estaba a punto de rozar el Simca; le tocó secamente la bocina y el muchacho del Simca lo miró por el retrovisor y le hizo un gesto de impotencia, mostrándole con la mano izquierda el Beaulieu pegado a su auto. El Dauphine iba tres metros más adelante, a la altura del Simca, y la niña del 203, al nivel del 404, agitaba los brazos y le mostraba su muñeca. Una mancha roja a la derecha desconcertó al 404; en vez del 2HP de las monjas o del Volkswagen del soldado vio un Crevrolet desconocido, y casi en seguida el Chevrolet se adelantó seguido por un Lancia y por un Renault 8. A su izquierda se le apareaba un ID que empezaba a sacarle ventaja metro a metro, pero antes de que fuera sustituido por un 403, el 404 alcanzó a distinguir todavía en la delantera el 203 que ocultaba ya a Dauphine. El grupo se dislocaba, ya no existía. Taunus debía de estar a más de veinte metros adelante, seguido de Dauphine; al mismo tiempo la tercera fila de la izquierda se atrasaba porque en vez del DKW del viajante, el 404 alcanzaba a ver la parte trasera de un viejo furgón negro, quizá un Citroën o un Peugeot. Los autos corrían en tercera, adelantándose o perdiendo terreno según el ritmo de su fila, y a los lados de la autopista se veían huir los árboles, algunas casas entre las masas de niebla y el anochecer. Después fueron las luces rojas que todos encendían siguiendo el ejemplo de los que iban adelante, la noche que se cerraba bruscamente. De cuando en cuando sonaban bocinas, las agujas de los velocímetros subían cada vez más, algunas filas corrían a setenta kilómetros, otras a sesenta y cinco, algunas a sesenta. El 404 había esperado todavía que el avance y el retroceso de las filas le permitiera alcanzar otra vez a Dauphine, pero cada minuto lo iba convenciendo de que era inútil, que el grupo se había disuelto irrevocablemente, que ya no volverían a repetirse los encuentros rutinarios, los mínimos rituales, los consejos de guerra en el auto de Taunus, las caricias de Dauphine en la paz de la madrugada, las risas de los niños jugando con sus autos, la imagen de la monja pasando las cuentas del rosario. Cuando se encendieron las luces de los frenos del Simca, el 404 redujo la marcha con un absurdo sentimiento de esperanza, y apenas puesto el freno de mano saltó del auto y corrió hacia adelante. Fuera del Simca y el Beaulieu (más atrás estaría el Caravelle, pero poco le importaba) no reconoció ningún auto; a través de cristales diferentes lo miraban con sorpresa y quizá escándalo otros rostros que no había visto nunca. Sonaban las bocinas, y el 404 tuvo que volver a su auto; el chico del Simca le hizo un gesto amistoso, como si comprendiera, y señaló alentadoramente en dirección de París. La columna volvía a ponerse en marcha, lentamente durante unos minutos y luego como si la autopista estuviera definitivamente libre. A la izquierda del 404 corría un Taunus, y por un segundo al 404 le pareció que el grupo se recomponía, que todo entraba en el orden, que se podría seguir adelante sin destruir nada. Pero era un Taunus verde, y en el volante había una mujer con anteojos ahumados que miraba fijamente hacia adelante. No se podía hacer otra cosa que abandonarse a la marcha, adaptarse mecánicamente a la velocidad de los autos que lo rodeaban, no pensar. En el Volkswagen del soldado debía de estar su chaqueta de cuero. Taunus tenía la novela que él había leído en los primeros días. Un frasco de lavanda casi vacío en el 2HP de las monjas. Y él tenía ahí, tocándolo a veces con la mano derecha, el osito de felpa que Dauphine le había regalado como mascota. Absurdamente se aferró a la idea de que a las nueve y media se distribuirían los alimentos, habría que visitar a los enfermos, examinar la situación con Taunus y el campesino del Ariane; después sería la noche, sería Dauphine subiendo sigilosamente a su auto, las estrellas o las nubes, la vida. Sí, tenía que ser así, no era posible que eso hubiera terminado para siempre. Tal vez el soldado consiguiera una ración de agua, que había escaseado en las últimas horas; de todos modos se podía contar con Porsche, siempre que se le pagara el precio que pedía. Y en la antena de la radio flotaba locamente la bandera con la cruz roja, y se corría a ochenta kilómetros por hora hacia las luces que crecían poco a poco, sin que ya se supiera bien por qué tanto apuro, por qué esa carrera en la noche entre autos desconocidos donde nadie sabía nada de los otros, donde todo el mundo miraba fijamente hacia adelante, exclusivamente hacia adelante.