jueves, 4 de junio de 2009

Cara a cara con los dos Onetti


Se hace necesaria una revisión de la obra del uruguayo Juan Carlos Onetti cuando se celebra el centenario de su nacimiento

La editorial Punto de Lectura ha puesto de nuevo en circulación, en la Argentina, el nombre del uruguayo Juan Carlos Onetti (Montevideo, 1909 – Madrid, 1994), al haber publicado en pocos meses cerca de una decena de sus libros, la parte fundamental de una de las más importantes obras de la literatura en nuestro idioma. En tanto en España Galaxia-Gutenberg ha editado en dos sólidos tomos la totalidad de sus novelas. Años atrás Alfaguara había hecho lo propio con sus cuentos.

La suerte de parábola existencial que Onetti logró transcribir y transmitir en su narrativa –junto con la de Felisberto Hernández, la más importante que ha dado Uruguay- se abre con “El pozo”, un texto sobre la derrota, (de 1932 que el uruguayo debería reescribir y publicar siete años más tarde, en 1939, porque se habían perdido los originales), y que cerrará él mismo seis décadas después con “Dejemos hablar al viento”, cuando su inventada Santa María muera en el infierno al que desde el principio estaba condenada.

Hay un pre-Onetti (a partir de su primer cuento publicado, “Avenida de Mayo-Diagonal-Avenida de Mayo”, 1932) y un posterior a “Dejemos hablar al viento” (las novelas “Cuando entonces”, 1989; y “Cuando ya no importe”, 1993, cuentos breves y algunos artículos periodísticos), pero interpreto que lo sustancial de su literatura se encuentra en ese núcleo fundamental, que está integrado por trabajos capitales tales como “La vida breve” (1950), “Los adioses” (1954) o “El astillero”, de 1961.

La vida breve era para Onetti su mejor trabajo. Y no se equivocaba en el juicio porque se trata de su novela más ambiciosa y compleja. Y, quizás, la mejor “redactada”, la que no se muestra tan exigida de interpretaciones y reinterpretaciones. A esto lo destaco dado que en sus últimos trabajos el autor de “Juntacadáveres” escribió con un lenguaje muy personal, atravesado por los sobreentendidos –y hasta los innecesarios hermetismos- que no pocas veces llegaban a confundir.

Con “retazos” de distintas ciudades del interior de la Argentina, más estrictamente de la Pampa húmeda –Rosario, Santa Fe y Paraná- y de su Montevideo natal, en esa novela Onetti -en realidad su personaje Juan María Brausen- inventa Santa María, una región literaria que será el escenario predilecto y privilegiado de sus distintas historias. En ellas, recurrentemente, aparecerán diversos personajes –especialmente el doctor Díaz Grey- que vivirán situaciones diversas que en general estarán referidas al fracaso, a la imposibilidad de la felicidad.

El amor imposible, la enfermedad como metáfora, las relaciones de hombres maduros con mujeres más jóvenes, y un clima siempre pesaroso, “atrapado” por una suerte de sin sentido existencial, serán temas recurrentes en Onetti que tendrán fuerte presencia en su extensa novela de 1950, una de las mejores escritas en el Río de la Plata.

Los adioses se desmarca respecto del escenario, porque transcurre en las serranías cordobesas, adonde durante décadas iban a parar, generalmente para esperar allí la muerte, los enfermos de tuberculosis, Ocurre con un famoso jugador de básquetbol, cuyo breve estar en la zona es “observado” por el dueño de un almacén que trata de encontrar el sentido de la relación que el hombre mantiene con dos mujeres, una de ellas su hija a la que el runrún pueblerino confunde con una de sus amantes.

La develación del secreto profundo de “Los adioses”, de impecable escritura e inolvidable comienzo, ha sido una recurrente insistencia de la crítica a lo largo de los años. Onetti nunca fue claro sobre las intenciones que lo llevaron a escribir esta ejemplar novela breve, aunque las sospechas giran en torno al incesto, una alternativa sostenida por su connacional Jorge Ruffinelli y nunca desmentida (del todo) por el propio autor.

El astillero es la novela de la desolación, de la absoluta desesperanza., resulta la imagen del reino cuando se lo ha perdido en forma definitiva. En la novela “Junta” Larsen, un gigoló frustrado que busca la redención imposible tratando de recuperar el astillero del título del que sólo quedan restos, como tampoco logra conectar con la minorada Angélica Inés, la hija del dueño del lugar, Jeremías Petrus, otro amor imposible en la larga nómina de amores frustrados de Onetti.

“Sospechó, de golpe, lo que todos llegan a comprender, más tarde o más temprano: que era el único hombre vivo en un mundo ocupado por fantasmas, que la comunicación era imposible y ni siquiera deseable, que tanto daba la lástima como el odio, que un tolerante hastío, una repartición dividida entre el respeto y la sensualidad, eran lo único que podía ser exigido y convenía dar”, se lee en un momento fundamental, en cuanto a definiciones, de la novela.

La imposibilidad de la comunicación, la sensación de la pérdida, es lo propio de esta novela, la segunda “obra maestra” del gran narrador uruguayo, eje fundamental de su riquísima narrativa.
Dejemos hablar al viento merece una digresión: sabido es que Onetti debió exiliarse en España en 1974 luego de haber sido apresado en Montevideo por haber premiado, en un concurso, un cuento que no resultó satisfactorio a la dictadura uruguaya. Pleno y terrible realismo mágico latinoamericano...

Onetti quedó residiendo en España donde por fin recibió los reconocimientos que tanto había merecido, entre ellos el Premio Cervantes, y sus últimos años los pasó prácticamente en cama. Fue, digamos así, una decisión de vida, dado que su salud no estaba tan resentida y las invitaciones para que volviera al Uruguay que había recuperado la democracia se reiteraron sin éxito. Onetti decidió quedarse en España, porque –decía- el mundo que había conocido ya no existía más. “No quiero ver a viejas”, afirmaba con enojo aludiendo a las mujeres que había amado tanto en Montevideo como Buenos Aires.

En ese contexto debe ubicarse “Dejemos hablar al viento”, su primera novela del exilio madrileño. Onetti había intentado nuevas formas expresivas en textos previos, especialmente en la novela breve “La muerte y la niña”, de 1974. Allí practicó la autoreferencia, la metaliteratura.

Recordó en el relato hasta la exasperación que se estaba ante un texto literario que remitía a otro (a “La vida breve” y más estrictamente a Brausen, una suerte de patético dios de los personajes que habitan Santa María). y así en esa ficción emergen reiteradas advertencias de que se está ante un texto literario, no ante un símil de realidad.

Menos exasperante resulta “Dejemos hablar el viento”, pero sin que desaparezca la autoreferencialidad y la insistencia de citar a Brausen como dios sustituto, también a que los personajes que viven en Labanda o en Santa María no tienen un detectable pasado (dado que nacieron “grandes”, por voluntad del mismo Brausen)

Es cierto que lo fundamental en Onetti es la región fantasmal que creó, sus personajes sin prestigio ni futuro, las atmósferas que logra transmitir, pero esa suma de virtudes que caracterizaron a sus obras mayores, se ve disminuida en lo que sería su antepenúltima novela debido a una recurrente retórica, al exceso de hermetismo, a los referidos subrayados que perjudican una trama dividida en dos partes. La primera, que transcurre en Lavanda, muestra al comisario Medina, narrador de la historia, vinculado a una lesbiana y a jovencitas a través de las cuales busca, sin encontrar, la redención.

En la segunda y última parte, Medina reaparece como el comisario de Santa María que poco o nada puede hacer ante el flujo de los acontecimientos -especialmente crímenes y suicidios- y en cuyo devenir tiene un breve y frustrado reencuentro con un hijo al que nunca terminó de aceptar como tal.

Hay muertes, fracasos, desolación, en esta novela que celebró la crítica (porque también significó la “resurrección” de Onetti, de quien se pensaba no iba a escribir más), pero que a nuestro juicio no ha resistido el paso del tiempo. Las otras novelas aquí comentadas siguen siendo inconmovibles.

Debe celebrarse esta múltiple decisión editorial de haber vuelto a Onetti, tan poco común en un momento en el que la literatura “seria” no parece compatibilizarse con las exigencias poco felices del omnipresente Mercado, porque permite dialogar de nuevo con el Gran Escéptico quien siempre consideró a la literatura como a una amante, a la que amó con toda pasión. Y de por vida.

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