…El escritor mexicano recibió el Premio Herralde 2013 por su obra “Muerte Súbita”. A continuación un fragmento de esta novela.
Jean Rombaud tuvo el más jodido de los
empleos la manñana del 19 de mayo de 1536: partir de un tajo el cuello de Ana
Bolena, marquesa de Penbroke y reina de Inglaterra; una joven tan
bella, que había convertido el paso de Calais en un Atlántico. El infame
ministro Thomas Cromwell lo había mandado traer desde Francia sólo
para eso. Le pidió, en una misiva escueta, que llevara su espada toledana –de
forja milagrosamente fina– porque iba a hacer una ejecución delicada.
Rombaud no era ni querido ni indispensable.
Bello e inmoral, flotaba con humor frío por el estrecho círculo de trabajadores
muy especializados que medraban en las cortes renacentistas protegidos por la
vista gorda de los embajadores, los ministros, los secretarios y los
ayudantes de cámara de la realeza. Su reserva, hermosura y falta de escrúpulos
lo hacían un natural para cierto tipo de operaciones de las que todo el mundo
sabía y que nadie comentaba, operaciones oscuras sin las que nunca se ha podido
hacer política. Se arreglaba con un gusto inesperado para alguien con el oficio
de ángel asesino: portaba anillos caros, calzones entallados con brocados
excesivos, camisas de terciopelo azul real que no correspondían a su condición
de hijo de puta, literal en todos los casos. Tenía una melena castaña rajada
por trazos claros en la que se trenzaba con gracia de payo las joyitas de poca
monta que le estafaba a sus mujeres, sometidas con las distintas armas sobre
las que Dios le había dado magisterio. Nadie sabía si era silencioso por
inteligente o por imbécil: sus ojos azul oscuro, un poco caídos hacia los
lados, no expresaban nunca compasión, pero tampoco ninguna forma de la
animosidad. Además Rombaud era francés: para él, matar a una reina de
Inglaterra, más que un delito o una hazaña, era un deber. Cromwell lo mandó
llamar a Londres porque le pareció que esa última característica lo hacía
particularmente higiénico para ejecutar el trabajo.
No fue el rey Enrique quien dispuso la
muerte de su esposa a espada de Toledo y no por el golpe vil del hacha que
había reventado la espina de su hermano –acusado de acostarse con la reina, un
delito que le concedía la suma récord de tres condenas a muerte: por lesa
majestad, por adúltero y por degenerado. Era sólo que nadie podía
soportar, ni siquiera el infame Thomas Cromwell, que semejante cuello fuera
quebrado por el filo inexacto de un segur.
En la mañana del 19 de mayo de 1536, Ana
Bolena asistió a misa y confesión. Antes de ser entregada al condestable de la
Torre Green en que su cuerpo sería separado en dos partes, pidió que fueran sus
damas y nadie más las que tuvieran el privilegio de cercenarle las
carnosas trenzas rojas y cortarle el resto del pelo a rape. La mayor parte
de los retratos que la sobreviven, incluida la única copia del único que consta
que se hizo en vida –y que se conserva en la colección Tudor del castillo de
Hever–, la dibujan dueña de una cabellera crespa y significativa.
Parece ser que la alcoba real ahuyentaba la
libido del rey Enrique,tan resultón en las lides extramaritales como poco
cumplidor con los deberes reproductivos de su dignidad real. Si alguien lo
sabía, era la marquesa de Penbroke, que sólo había concebido de él en un día de
campo y cuando todavía estaba casado con la reina anterior. Habían tenido una
niña tan bella como ella misma, por la que el monarca mostraba la ternura
estruendosa de los homicidas. Ana Bolena avanzó al cadalso, entonces,
consciente de la oportunidad estadística de que su hija Elizabeth llegara al
trono, como al final sucedió. Se entregó al martirio ostentando una alegría
calculada. Sus últimas palabras, discurseadasfrente a los testigos de su
muerte, fueron: «Le pido a Dios que salve al Rey y que le permita gobernar
largamente sobre Inglaterra, porque nunca ha habido un príncipe ni más gentil
ni más piadoso.»
¿Qué hay en la desnudez, tan teóricamente
igual a sí misma en todos los casos, que nos vuelve locos? Encuerados, sólo
deberían alborotarnos los monstruos, y sin embargo lo que nos trastorna es lo
que se asemeja a un estándar. Las damas que acompañaron a Bolena hasta el
suplicio le habían retirado el cuello del traje antes de escoltarla al cadalso.
También la habían desvestido de collares. No sintieron que quitarle el velo y
el tocado atentara en lo más mínimo contra su belleza: rapada era tan hermosa
como con pelo.
El brillo azulado de su cuello temblando a
la espera del golpe produjo una impresión emotiva en Rombaud. Según contó uno
de los testigos de la ejecución, el mercenario tuvo la gentileza de esforzarse
por sorprender a la dama que se ofrecía encuerada de los omóplatos a la
coronilla. Ya con el fierro bien alto y listo para ensañarse con el cuello
de la reina, preguntó con descuido: ¿Alguien ha visto mi espada? La mujer
sacudió los hombros, tal vez aliviada de que alguna casualidad pudiera
salvarla. Cerró los ojos. Sus vértebras, el cartílago, los tejidos esponjosos
de su tráquea y faringe produjeron, al separarse, el elegante chasquido
del corcho al ser liberado de una botella de vino.
Jean Rombaud declinó el bolso con monedas
de plata que Thomas Cromwell le tendió cuando terminó el trabajo. Refiriéndose
a toda la concurrencia, pero mirando a los ojos del hombre que había intrigado
hasta destronar a la reina, dijo que había aceptado hacer lo que había hecho
para evitarle a una dama la asquerosidad de morir por el fierro de un verdugo. Hizo
una reverencia oblicua en dirección a los ministros y pastores que presenciaron
la decapitación y se regresó de ahí mismo, a todo galope, a Dover. Desde
temprano el condestable había empacado en las alforjas de su caballo las
trenzas rotundas de la reina de Inglaterra.
Era aficionado al tenis y esa paga le
parecía suficiente: el pelo de los ajusticiados en el cadalso tenía
propiedades excepcionales que lo cotizaban entre los fabricantes de bolas de
París a precios estratosféricos. Más si era de mujer, más si era rojo,
inimaginablemente si era de una reina en funciones.
Las trenzas de Ana Bolena produjeron un
total de cuatro bolas que fueron, por mucho, los aparejos deportivos más
lujosos del Renacimiento.
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