Solamente sé que estaba allí, en el rincón feo de la feria, entre las fritangas de tequeñones y esa inmensa oferta de hamburguesas a la parrilla que muchos disfrutan con las bolsas plásticas plenas con los libros nuevos, mientras Salvador Garmendia, con su vaso Selva plástico en la mano repleto de cerveza, se apoyaba de una barra improvisada: un tablón de madera sobre un par de burros metálicos.
Sobaba a una catira fría, la décima, ¿la décima quinta? Hablaba con un par de señores que se ocupaban de acercarle el vaso, de moverlo a él mismo como a una marioneta y se dejaba, mientras seguía esa erupción de palabras ajenas a mí, una lava de ideas, el amasijo caliente haciendo posible aquel momento.
Lo veía con mi vaso plástico enfrente, hasta el tope con cerveza fría… y no podía más que envidiarlo. Ninguna de mis palabras valdría un uno por ciento más que alguna de las suyas. Eso estaba claro.
Él allá, yo aquí. Sus libros, mis ideas. Su figura, mi embrión.
Lo sacaron a rastras cuando comenzó a vomitar en ese inicio de crepúsculo, de ocaso, o como gusten llamarlo. La barba salpicada, el honor sucio, pero las ideas en alto.
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