martes, 20 de octubre de 2009

Elena Poniatowska y el oficio de periodista


...Esta conversación con la escritora mexicana, hecha en 2005, muestra una aproximación a su labor como reportera.

Tomado de La Jornada
De la mano de Elena Poniatowska , los lectores de La Jornada de hace 20 años, zarandeados todavía por los sismos, caímos junto con los edificios desplomados: "Se me hundieron los pies en el suelo y empecé a gritar"; sentimos el pánico atávico de quedar enterrados vivos bajo los escombros; volvimos a temblar cuando nos arrastramos junto con un rescatista voluntario por un túnel estrecho, sorteando cuerpos prensados hasta llegar al pequeño hueco donde esperaban ser rescatados los muchachos sobrevivientes del Conalep. Esos días de 1985, sin falta durante cuatro meses, con el café del desayuno, la escritora en su faceta de periodista nos ayudaba a mantenernos en contacto con las venas reventadas de nuestra ciudad.
Una entrevista tras otra, una serie de testimonios que cubrieron todos los ángulos de la catástrofe -sobrevivientes, familiares, rescatistas, voluntarios, los derrumbes, la solidaridad, el abuso y la negligencia de las autoridades, la ira del pueblo- fueron entregadas cada noche en el viejo edificio de Balderas 68 hasta que, poco antes de la Navidad de ese año, la reportera cayó exhausta.
¿Por qué cubrir así, hasta el agotamiento físico, los sismos y sus secuelas? ¿Por qué el afán de escuchar y registrar todas las voces, de escribir todos los días sin descanso? Su mamá, Paulette, le preguntaba: "¿Por qué te haces esto, Elena?"
Ella responde hoy: "Porque era mi responsabilidad. En un país que te da estas buganvilias y que tú no le devuelvas nada, que te la pases muy “viva la virgen” y que cada cual se rasque con sus propias uñas, como que no. Y más siendo periodista, porque esto es un gran privilegio, te hace partícipe de las cosas." Y mira a través de la ventana la enredadera que se exhibe bajo el sol.
Nada, nadie no ha alcanzado el éxito de ventas de La Noche de Tlatelolco. Pero en este libro, que recopila los artículos que La Poni publicó en este diario, está plasmada la crónica más fiel de esos días y uno de los momentos más trascendentes del oficio periodístico de Poniatowska.
Sobre esa experiencia nos brinda esta entrevista.
De brigadista a reportera
"Ese día me iba a ir a Veracruz. Miguel Capistrán me había invitado a una cosa cultural, pero a él se le cayó su edificio, murió su hermana, sus familiares. No se hizo el viaje. Así que el mero 19 mi primer impulso fue ir a ayudar. ¡Qué iba yo a estar pensando en reportear! Luego empecé a ir a Ciudad Universitaria, donde se organizaron unas brigadas. Me acuerdo que te vacunaban contra el tétanos antes de salir, te daban un tapabocas. Escogí los turnos de la noche. Salíamos en autobús al oscurecer. Nos llevaban a los edificios derrumbados de la Juárez y la Roma. Eso sólo fue los primeros días, porque me habló Julio Scherer y me dijo que qué diablos estaba haciendo, que en lugar de juntar ropa debería estar reporteando. Entonces yo, muy obediente, ahí me fui y empecé a escribir.
"Llevé mis artículos a Novedades. Pero a los pocos días me dijeron que ya no, que deprimía a la gente y que la consigna era volver a la normalidad. Entonces salí a la calle, crucé Balderas y entré por el portón de La Jornada. Ni sé a quién le pregunté si querían ese artículo. Me dijeron que sí, y que les trajera más. Así empezó.
"Yo era accionista fundadora de La Jornada pero escribía en Novedades. Era chistoso, porque ahí no tenía trato con los jefazos. Con el único con el que yo tenía trato era con don Lino, el elevadorista, al que le entregaba mis artículos. Ahí no había ni ante quien renunciar. Cuando me fui nadie se enteró."
-¿Nunca te sentiste paralizada ante la enormidad del desastre?
-Todos los días.
-¿Te costó trabajo hacer preguntas ante el dolor de la gente?
-Muchísimo. Me dolía, me daba miedo, me daba pudor, sudaba frío. Pero también mucha rabia. Y luego hacía muchas otras cosas que no tenían que ver con el reportaje. Que no había colchones, corría a buscarlos. Que hacía falta una silla de ruedas para doña Consuelo Romo, voluntaria que vino de Nuevo León y en las tareas de rescate se le cayó una trabe encima y perdió las dos piernas, entonces le hablé a Camacho Solís y me mandó una, eso sí, con una tarjeta que decía: "Con los atentos saludos de Paloma Cordero de De la Madrid". ¡Qué bárbara! Otros que te pedían cosas absurdas, como una señora que quería un peine, decía que no salía si no la peinaban.
"O luego llegaban a pedir informes en los hospitales los familiares y les ponían barreras de una crueldad enorme. Entonces uno como periodista, o simplemente como una señora con collar de perlas, pues te trataban mejor y a lo mejor hasta te colabas de carrera para buscar a alguien. Pero no pongas eso porque es horrible, eso no era reportear."
Entrevistar hasta el fondo del alma
-¿No lo es? ¿No fue eso lo que te permitió llegar tan a fondo del alma de la gente?
-Es que un terremoto es la intimidad. Tú estás desnudo, expuesto a todo. Y ese acceso a la intimidad te da mucho pudor pero también ganas de abrazar, de decir yo te tapo, yo te cubro. Pero es que si lo pones en la entrevista parece que me quiero lucir.
-O simplemente describir cómo llegaste a reportear esas crónicas con algo más que tu libreta.
-Pues sí. Yo creo que ahí entra nuestra condición de mujer. Porque una reportera, por más Barbi que sea, va hacia el otro a abrazarlo, a decirle: yo te aliviano un rato.
-Sin dejar de ser reportera ¿no? Porque mientras alivianas al otro estás haciendo acopio de información.
-Sí, estás viendo cosas todo el tiempo que en algún momento van a salir en tus artículos. Pero desde que escribí sobre Jesusa Palancares nunca he escrito lo que sé que no quieren que digas, ni pregunto algo que sé que puede doler. Por ejemplo, Oscar Lewis, el de Los hijos de Sánchez, mandaba a su mujer Ruth a hacer las preguntas más íntimas. Yo no lo hago así. En ese momento, en general, todos los entrevistados querían hablar porque vivían una situación límite y en esas condiciones la gente tiene mucha necesidad de hablar; quiere decir cosas para darle una razón a su vida cuando se da cuenta que pudo morir. Eso es muy humano. Además todo lo que tenía alrededor me ayudaba a entender. Puedes no entender a un músico, a un escritor. Pero ahí, al pie de los escombros, las circunstancias apoyan todo lo que te dice el entrevistado.
-En las crónicas recopiladas en Nada, nadie dejaste escuela, otro modo de hacer periodismo con todos los sentidos, no sólo con lo que pueda registrar la grabadora o anotar en una libreta.
-Depende, porque muchas cosas se me van. A mí se me van todas las cosas que Carlos Monsiváis registra con su mente analítica. El llega a conclusiones a las que yo no llego.
-Y viceversa.
-No creo. (Ríe.)
-¿Cómo logras entablar esa intimidad con tus entrevistados?
-Ayuda mucho ser chaparrita, porque me puedo meter por todas partes y no me ven agresiva. Además, el tiempo. Fueron muchas horas de estar ahí con ellos, entre los escombros. Sólo llevaba libreta, no grabadora. No se puede grabar cuando alguien está llorando.
-Entrevistaste a toda la gama de víctimas y protagonistas: sobrevivientes, rescatistas, familiares, voluntarios, cada uno con un ángulo de la historia que a 20 años sigue viva. ¿A todos los encontraste al pie de los escombros?
-También iba a un centro de información, CIASES, que formaron Daniel Molina, Raúl Alvarez Garín y Javier González, en la colonia Condesa. Ahí citaban a gente que iba a dar su testimonio. Estuve en la maternidad del Hospital General. Y mucho tiempo en San Antonio Abad. Ahí había muchas monjas. De veras ellas, y en general los eclesiásticos, sí saben qué hacer en caso de desastre. Hasta el Ejército de Salvación. ¿Te acuerdas que se vestían bien extravagantes?, pues no sabes lo bien que se portaban, cómo se organizaron.
Cuatro meses al pie del desastre
-¿Nunca te ocurrió que ante tanto dolor dijeras: ya no quiero oír más, ya no puedo?
-Sí. Aguanté hasta diciembre. Pero en el momento en el que paré me entró la temblorina. Es que en esas condiciones estableces un ritmo de trabajo que te ayuda a no detenerte. En la mañana reportear, escribir en la tarde, y en la noche iba al periódico a dejar el artículo. No descansé un solo día, ni un fin de semana, porque ya se había hecho la bolita y no me dejaban de hablar, que si quería ver a una señora para escucharla, que otro señor por allá. El último artículo lo entregué cerca de la Navidad.
-O sea, te plantaste cuatro meses en un mismo tema.
-Cuando era niña mis papás me hablaban de la guerra. Mi papá era paracaidista y cuando nos venimos a México él se quedó en el frente, en Francia. Estuvo en Italia, Rusia, Alemania. Fue muy condecorado, muy heroico. Aunque yo lo conocí poco porque de los 9 a los 15 años él no estuvo. Y cuando finalmente regresó, a mí y a mi hermana nos mandaron a estudiar al colegio de las monjas del Sagrado Corazón, en Filadelfia. De niña, cuando yo veía los noticieros en el cine y salían en la pantalla esos bombardeos, decía yo: "Ay, Dios, no vaya a ser mi papá". Cuando viví el terremoto, como había tanto polvo, tanto cascajo, con esos edificios desplomados como si hubieran sido bombardeados, pensaba que era como la guerra de mi papá. El ya había muerto. Estar ahí era como una forma de unirme a él.
-¿Cambió algo dentro de ti luego de esta experiencia?
-Conocí por primera vez dentro de mí algo que duele mucho. Hay algo dentro de uno, quién sabe dónde está, que duele mucho cuando sucede algo, luego se adormece, luego vuelve a suceder algo y se incendia.
-¿Volviste a trabajar como reportera algo con tanta intensidad?
-Sí, lo del levantamiento zapatista en Chiapas. Pero eso me gustó mucho. Ahora, a la distancia, no sé bien qué pasa con el EZLN. Creo que Marcos es demasiado consentido, cree que uno tiene que estarlo consintiendo todo el día y nunca da las gracias. Ahora está enojadísimo, pero se le tiene que quitar. Claro, tiene razón en todo lo que dice en la Sexta Declaración de la Selva Lacandona, lo mismo con su crítica a la izquierda. Su postura me parece correcta, pero sus arranques me duelen porque uno ha estado muy pendiente del sub. Y recibir burlas y regañadas todo el día, duele.
En realidad, Elena no se ve dolida. Nunca. Ríe con su modo candoroso, envuelta en un suéter rojo, en su sala inundada de sol y libros, porcelana azul y lienzos y flores amarillas.
-Antes del 85 dejaste otra marca histórica con tu trabajo periodístico sobre el 68 en La Noche de Tlatelolco. ¿También dolió?
-Fue otra cosa. De doler, dolió menos que el terremoto. Además de que cuando estaba ya armando todo lo del libro, en diciembre del 68, el día de la Inmaculada Concepción, decía mi mamá, murió mi hermano Jan, de 22 años, en un accidente. Eso lo tiñó todo. Pero como reportera fue una experiencia totalmente distinta. En el 68 era mucho de ir a Lecumberri. Pero yo ya había estado ahí en 1959 y 1960, cuando estuvieron en la cárcel Alberto Lumbreras y los ferrocarrileros.
-Parece que el periodismo que haces es siempre ir a las cárceles, a las morgues, a los escombros, hablar con las víctimas de desastres, de la represión, de los abusos.
-Pero fíjate que en la cárcel es muy fácil que la gente hable, sacarle datos de vida, porque está muy deseosa de un oído amigo. Para un periodista es meter las manos a un tesoro. A mí siempre me ha interesado todo lo que no tiene nada que ver conmigo. Hay entrevistas que se me hacen muy difíciles, actrices de cine, actores, políticos. Siempre dicen lo mismo. Pero la gente de la calle me fascina.
-¿Cuándo te diste permiso para volver a la normalidad?
-El temblor fue un jueves. Los jueves yo daba un taller de literatura para señoras, lo que se dice niñas bien. A la semana siguiente yo les dije: ahorita no va a haber clase. No vamos a sentarnos aquí a hablar de libros con lo que está pasando en la ciudad. Vamos a salir a reportear, vamos a las calles, a los albergues, hagan acopio de lo que se necesite, vamos a repartir. A raíz de eso también se recogieron los testimonios de ellas para el libro, aunque la mayor parte son míos. Fue hasta enero que reanudamos el taller. Entonces Proust, Faulkner y El Quijote volvieron a nuestras vidas.

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