lunes, 15 de febrero de 2010

Acerca de Herta Müller


Tomado de El País
Herta Müller, delgada, huesuda, rodeada de vibraciones eléctricas, nerviosa, expansiva y al mismo tiempo contenida, es fuente perpetua de encandilamiento y asombro tanto para sus amigos y admiradores como para sus enemigos. Enemigos de verdad, y bastantes, porque su terca y mordaz franqueza siempre les ha resultado enormemente incómoda a los sumisos y a los ineptos. En la Rumania de la década de los ochenta, se convirtió en la pesadilla de la policía política de Nicolae Ceausescu, la cual, a pesar de las brutales presiones psíquicas y las amenazas, se vio incapaz de quebrar la voluntad y el espíritu desafiante de este ser humano pequeño y frágil.

Herta Müller nació en Nytzkydord, provincia de Banat, hoy parte de Rumania, un área multiétnica que cayó bajo el dominio austriaco a finales del siglo XVII. Hija de campesinos alemanes, Müller siempre denunció el fuerte conservadurismo de su entorno (y especialmente el entusiasmo nazi en la década de 1940, cuando, de acuerdo con su propio testimonio, su padre se encontraba en la Waffen-SS), pero también deploró las privaciones inhumanas a las que el régimen comunista sometió a los alemanes de Banat (su madre fue enviada a un campo de trabajo de la Unión Soviética).

En la década de 1970 estudió literatura alemana y rumana en la Universidad de Timisoara y se introdujo en la escena literaria clandestina de la ciudad. En aquella época formó parte de un osado experimento: el denominado Aktionsgruppe Banat, una reunión de jóvenes escritores rumanos en alemán (Richard Wagner, William Totok, Rolf Bossert), que aprovechó la denominada desestalinización para lanzar un programa de conferencias artística y políticamente radicales. Pronto un neoestalinismo nacionalista y brutal sustituyó al fingido liberalismo del régimen y los jóvenes escritores fueron sometidos a las presiones de la policía política.

Tras licenciarse, en 1976, sobrevivió como traductora de una industria socialista local y probó otros trabajos menores (como profesora de guardería) mientras trataba de resistir las amenazas cada vez más obscenas de la Securitate, que pretendía convertirla en informadora. Rechazó categóricamente esa complicidad y en 1982 y 1984 consiguió publicar dos volúmenes de relatos cortos en los que el hiperrealismo rayaba con lo onírico, en una silenciosa denuncia de la locura del régimen de Ceausescu.

Tras el agotador acoso de la Securitate, a Müller se le permitió emigrar a Alemania Occidental en 1987, junto con Richard Wagner, su esposo de entonces. El talento de Müller, liberado de la presión y la humillación de la vida en Rumania, atravesó una fase creativa floreciente y esplendorosa. Escribió al menos 18 libros.

Su trayectoria literaria también se disparó: ha recibido hasta hoy más de 20 grandes premios literarios alemanes. Sus libros fascinaban constantemente a los críticos alemanes, con su lenguaje sofisticado, profundamente alemán y sin embargo “extranjero”, un idioma muy personal, impregnado de refinados giros semánticos que recordaban voluntariamente su dialecto alemán nativo o incluso el rumano. El rumano, es para ella una lengua aborrecida por ser la de un poder represivo, criminal e inhumano, pero a la vez apreciada por ser una forma de nostalgia privada, de reminiscencia cultural y de diferencia personal (en 2005 publicó un libro en rumano como expresión de su ambigüedad, se componía de collages con palabras y titulares de periódicos).

Aunque su sentido de la claridad moral podría recordarnos a Camus, su sentido de las complejidades y los enigmas de la experiencia ética posiblemente nos recuerde a Coetzee (curiosamente, dos descendientes, como ella, de culturas de colonos). Pero por encima de todo, Herta Müller es Herta Müller, un torrente de energía y resistencia moral, pero también una fuente de invención lingüística.

Hay un poco de circo inevitable en torno a la concesión del Premio Nobel de Literatura. El rito anual repercute en la prensa de los países más o menos cultos de manera parecida: los vaticinios, el anuncio, con sorpresa o sin ella, del ganador, y las carreras de los fotógrafos y equipos de televisión en busca de las primeras imágenes del afortunado.

Es un juego con la cara de una noticia. Así y todo, para los aficionados a la lectura un acontecimiento de dicha naturaleza tiene a veces la utilidad de darles a conocer autores valiosos.

Y en este sentido la elección última de la Academia Sueca ha sido considerada justamente por muchos un acierto. La ganadora, Herta Müller, mujer renuente a la frivolidad y a los focos, se apresuraría a contradecirnos con razón, por cuanto no fue ella la premiada sino sus obras. Puesto que escribe de costumbre en idioma alemán, se declara escritora alemana.

Uno percibe, sin embargo, que en Alemania este último Premio Nobel ha sido como una sortija que no termina de ajustarse al dedo, mientras que en Rumania la sortija, ni empujándola con fuerza, va más allá de la uña.

Las rápidas manifestaciones de orgullo de la prensa rumana no ocultaron la incomodidad que sienten algunos para entusiasmarse con el contenido abiertamente acusatorio de los libros de la galardonada, ni las dificultades que aprietan a otros para encajar en la cultura nacional una obra literaria cuyo conocimiento pasa por el trámite forzoso de leerla traducida.

En el discurso que pronunció con ocasión de la entrega del premio, Herta Müller habló seriamente de pañuelos, prendas de su niñez y juventud provistas de un componente simbólico que le sirvió para ejemplificar la capacidad que posee la literatura tanto para retener en forma testimonial, para explicar y dar sentido al pasado propio o colectivo, como para brindar protección, aunque precaria, a los individuos y poner a buen recaudo jirones de dignidad humana.

Mencionó el pañuelo por el que todas las mañanas le preguntaba su madre al salir de casa, pañuelo que terminaría convirtiéndose para la futura escritora en la madre misma. Y mencionó aquel otro de sus veintitantos años, cuando, por negarse a colaborar con la policía política de Rumania, fue despojada de su despacho en la fábrica donde trabajaba de traductora y donde, antes de ser despedida, se construyó una oficina imaginaria extendiendo a diario su pañuelo sobre un peldaño de las escaleras.

No se mordió la lengua Herta Müller al enumerar en su discurso, partiendo de su experiencia personal, el sufrimiento, las humillaciones y la degradación moral que sufren los ciudadanos en los países regidos con mano opresora.

Por más que en 1987 la República Federal de Alemania compró su libertad, nunca logró Herta Müller abandonar ni perder de vista su pasado, materia con que ha sido modelada la mayor parte de su obra. Sin renunciar a la belleza, la literatura testimonial de Herta Müller comporta un serio aviso para las actuales generaciones que se formaron en el hueco ideológico ocasionado por las tragedias colectivas del siglo XX, pero también para las generaciones futuras acaso tentadas de llenar dicho hueco con nuevas y sangrientas utopías.

Terminó la escritora su intervención formulando con voluntad solidaria, más allá del público elegante que la escuchaba, una sencilla pregunta que a un tiempo entrañaba un acto de comprensión y de protesta por la soledad que padecen los seres humanos en los regímenes totalitarios.

Levantada la mirada al frente, preguntó a los oprimidos de hoy, aunque estuvieran lejos, aunque en ese instante no la pudieran oír: ¿tenéis un pañuelo?

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