domingo, 28 de noviembre de 2010

"Los chicos" de Ana María Matute



...Recientemente reconocida con el Premio Cervantes, la española Ana María Matute, con sus 85 años sigue haciendo de la literatura una forma de vivir. A continuación uno de sus cuentos, "Los chicos".


Eran cinco o seis, pero así, en grupo, viniendo carretera adelante, se nos antojaban quince o veinte. Llegaban casi siempre a las horas achicharradas de la siesta, cuando el sol caía de plano contra el polvo y la grava desportillada de la carretera vieja, por donde ya no circulaban camiones ni carros, ni vehículo alguno. Llegaban entre una nube de polvo que levantaban sus pies, como las pezuñas de los caballos. Los veíamos llegar y el corazón nos latía de prisa. Alguien, en voz baja, decía: «¡Que vienen los chicos...!» Por lo general, nos escondíamos para tirarles piedras, o huíamos.
Porque nosotros temíamos a los chicos como al diablo. En realidad, eran una de las mil formas de diablo, a nuestro entender. Los chicos, harapientos, malvados, con los ojos oscuros y brillantes como cabezas de alfiler negro. Los chicos, descalzos y callosos, que tiraban piedras de largo alcance, con gran puntería, de golpe más seco y duro que las nuestras. Los que hablaban un idioma entrecortado, desconocido, de palabras como pequeños latigazos, de risas como salpicaduras de barro. En casa nos tenían prohibido terminantemente entablar relación alguna con esos chicos. En realidad, nos tenían prohibido salir del prado bajo ningún pretexto. (Aunque nada había tan tentador, a nuestros ojos, como saltar el muro de piedras y bajar al río, que, al otro lado, huía verde y oro, entre los juncos y los chopos.) Más allá, pasaba la carretera vieja, por donde llegaban casi siempre aquellos chicos distintos, prohibidos.
Los chicos vivían en los alrededores del Destacamento Penal. Eran los hijos de los presos del Campo, que redimían sus penas en la obra del pantano. Entre sus madres y ellos habían construido una extraña aldea de chabolas y cuevas, adosadas a las rocas, porque no se podían pagar el alojamiento en la aldea, donde, por otra parte, tampoco eran deseados. «Gentuza, ladrones, asesinos.. .» decían las gentes del lugar. Nadie les hubiera alquilado una habitación. Y tenían que estar allí. Aquellas mujeres y aquellos niños seguían a sus presos, porque de esta manera vivían del jornal que, por su trabajo, ganaban los penados.
El hijo mayor del administrador era un muchacho de unos trece años, alto y robusto, que estudiaba el bachillerato en la ciudad. Aquel verano vino a casa de vacaciones, y desde el primer día capitaneó nuestros juegos. Se llamaba Efrén y tenía unos puños rojizos, pesados como mazas, que imponían un gran respeto. Como era mucho mayor que nosotros, audaz y fanfarrón, le seguíamos adonde él quisiera.
El primer día que aparecieron los chicos de las chabolas, en tropel, con su nube de polvo, Efrén se sorprendió de que echáramos a correr y saltáramos el muro en busca de refugio.
-Sois cobardes -nos dijo-. ¡Esos son pequeños!
No hubo forma de convencerle de que eran otra cosa, de que eran algo así como el espíritu del mal.
-Bobadas -nos dijo. Y sonrió de una manera torcida y particular, que nos llenó de admiración.
Al día siguiente, cuando la hora de la siesta, Efrén se escondió entre los juncos del río. Nosotros esperábamos, detrás del muro, con el corazón en la garganta. Algo había en el aire que nos llenaba de pavor. (Recuerdo que yo mordía la cadenita de la medalla y que sentía en el paladar un gusto de metal raramente frío. Y se oía el canto crujiente de la cigarra entre la hierba del prado.) Echados en el suelo, el corazón nos golpeaba contra la tierra.
Al llegar, los chicos escudriñaron hacia el río, por ver si estábamos buscando ranas como solíamos. Y para provocarnos, empezaron a silbar y a reír de aquella forma de siempre, opaca y humillante. Era su juego: llamarnos sabiendo que no apareceríamos. Nosotros seguíamos ocultos y en silencio. Al fin, los chicos abandonaron su idea y volvieron al camino, trepando terraplén arriba. Nosotros estábamos anhelantes y sorprendidos, pues no sabíamos lo que Efrén quería hacer.
Mi hermano mayor se incorporó a mirar por entre las piedras y nosotros le imitamos. Vimos entonces a Efrén deslizarse entre los juncos como una gran culebra. Con sigilo trepó hacia el terraplén, por donde subía el último de los chicos, y se le echó encima.
Con la sorpresa, el chico se dejó atrapar. Los otros ya habían llegado a la carretera y cogieron piedras, gritando. Yo sentí un gran temblor en las rodillas, y mordí con fuerza la medalla. Pero Efrén no se dejó intimidar. Era mucho mayor y más fuerte que aquel diablillo negruzco que retenía entre sus brazos, y echó a correr arrastrando a su prisionero al refugio, donde le aguardábamos. Las piedras caían a su alrededor y en el río, salpicando de agua aquella hora abrasada. Pero Efrén saltó ágilmente sobre las pasaderas y, arrastrando al chico, que se revolvía furiosamente, abrió la empalizada y entró con él en el prado. Al verlo perdido, los chicos de la carretera dieron media vuelta y echaron a correr, como gazapos, hacia sus chabolas.
Sólo de pensar que Efrén traía a una de aquellas furias, estoy segura de que mis hermanos sintieron el mismo pavor que yo. Nos arrimamos al muro, con la espalda pegada a él, y un gran frío nos subía por la garganta.
Efrén arrastró al chico unos metros, delante de nosotros. El chico se revolvía desesperado e intentaba morderle las piernas, pero Efrén levantó su puño enorme y rojizo y empezó a golpearle la cara, la cabeza, la espalda. Una y otra vez, el puño de Efrén caía, con un ruido opaco. El sol, brillaba de un modo espeso y grande sobre la hierba y la tierra. Había un gran silencio. Sólo oíamos el jadeo del chico, los golpes de Efrén y el fragor del río, dulce y fresco, indiferente, a nuestras espaldas. El canto de las cigarras parecía haberse detenido. Como todas las voces.
Efrén estuvo un rato golpeando al chico con su gran puño. El chico, poco a poco, fue cediendo. Al fin, cayó al suelo de rodillas, con las manos apoyadas en la hierba. Tenía la cara oscura, del color del barro seco, y el pelo muy largo, de un rubio mezclado de vetas negras, como quemado por el sol. No decía nada y se quedó así, de rodillas. Luego, cayó contra la hierba, pero levantando la cabeza, para no desfallecer del todo. Mi hermano mayor se acercó despacio, y luego nosotros.
Parecía mentira lo pequeño y lo delgado que era. «Por la carretera parecían mucho más altos», pensé. Efrén estaba de pie a su lado, con sus grandes y macizas piernas separadas, los pies calzados con gruesas botas de ante. ¡Qué enorme y brutal parecía Efrén en aquel momento!
-¿No tienes aún bastante? -dijo en voz muy baja, sonriendo. Sus dientes, con los colmillos salientes, brillaban al sol-. Toma, toma...
Le dio con la bota en la espalda. Mi hermano mayor retrocedió un paso y me pisó. Pero yo no podía moverme: estaba como clavada en el suelo. El chico se llevó la mano a la nariz. Sangraba, no se sabía si de la boca o de dónde. Efrén nos miró.
-Vamos -dijo-: Este ya tiene lo suyo-. Y le dio con el pie otra vez.
-¡Lárgate, puerco! ¡Lárgate en seguida!
Efrén se volvió, grande y pesado, despacioso hacia la casa, muy seguro de que le seguíamos.
Mis hermanos, como de mala gana, como asustados, le obedecieron. Sólo yo no podía moverme, no podía, del lado del chico. De pronto, algo raro ocurrió dentro de mí. El chico estaba allí, tratando de incorporarse, tosiendo. No lloraba. Tenía los ojos muy achicados, y su nariz, ancha y aplastada, brillaba extrañamente. Estaba manchado de sangre. Por la barbilla le caía la sangre, que empapaba sus andrajos y la hierba. Súbitamente me miró. Y vi sus ojos de pupilas redondas, que no eran negras, sino de un pálido color de topacio, transparentes, donde el sol se metía y se volvía de oro. Bajé los míos, llena de una vergüenza dolorida.
El chico se puso en pie despacio. Se debió herir en una pierna, cuando Efrén le arrastró, porque iba cojeando hacia la empalizada. No me atreví a mirar su espalda, renegrida, y desnuda entre los desgarrones. Sentí ganas de llorar, no sabía exactamente por qué. Únicamente supe decirme: "Si sólo era un niño. Si era nada más que un niño, como otro cualquiera".

viernes, 19 de noviembre de 2010

Tolstoi, el autor que pintó el cosmos
del Siglo XIX

Tomado de Clarín
Todas las familias felices se parecen entre sí; pero cada familia desgraciada tiene un motivo especial para sentirse así”. Con esta oración se abre Ana Karenina , esa novela enorme que León Tolstoi terminó de escribir en 1877. Entonces tenía 49 años, una gran familia y era considerado uno de los más grandes escritores rusos. Hacía no tanto, en 1869, había escrito su otra obra maestra, Guerra y Paz . Faltaba poco para que fuera considerado no sólo un gran escritor sino un gran hombre. Y un poco más para el día del que se están cumpliendo 100 años: el 20 de noviembre de 1910, cuando Tolstoi murió, a los 82, en la casa del jefe de la estación de Astapovo, adonde llegó después de 10 días de viaje. Huía de su familia.

Pero empecemos por el principio: Lev Nikoláyevich Tolstoi nació en Yasnaya Poliana, Rusia, en 1928. Hijo de una antigua familia noble y fue criado con todo el lujo y los privilegios. Eso fue su infancia. Después, fue un joven aristócrata tan preocupado por la cacería, la moda y los bailes como sus pares. Fue parte del ejército durante la Guerra de Crimea. Fue un borracho que se jugó a las cartas su propia casa. Y la perdió.

Hasta acá, nada demasiado sorprendente. Pero cambió Tolstoi. Cuando ya era el autor de esas dos obras maestras, Guerra y Paz y de Ana Karenina , y no podía pedir más prestigio ni fama, cambió. Tuvo una crisis espiritual. Volvió a su pueblo, a sus campesinos. Creó escuelas y una pedagogía para que los chicos aprendieran a escribir. Vivió en una casa sencilla. Ejerció el oficio de zapatero. Renegó de sus libros: de Guerra y Paz dijo que fue una “orgía a la que me entregué de cuerpo y alma” y que sentía “arrepentimiento y vergüenza” cuando lo leía.

La muerte de Iván Illich fue una obra bisagra en la vida de Tolstoi: cuenta la historia de un hombre que sabe que va a morir. Y busca una verdad, un sentido para la vida que está perdiendo y que le parece vacía. Termina encontrando un sentido, pero uno que niega toda su vida: tal vez a su autor temió que le pasara algo parecido. Es que todavía no estaban en boga las teorías que separan al escritor de su obra y muchísimo menos las que hablan de la muerte del autor o de la autonomía de la literatura. Tolstoi afirmó: “Ustedes creen que yo soy una cosa y mi escritura otra. Pero mi escritura soy yo”. Creía, además, que la literatura servía para algo mucho más grande, inimaginable para un autor del Siglo XXI: para difundir el bien. Ni más ni menos. Como le hace decir a Levin, uno de los personajes más importantes de Ana Karenina : “Mi vida no será ya irrazonable, no carecerá de sentido como hasta ahora, sino que en todos y en cada uno de sus momentos poseerá el sentido indudable del bien, que yo soy dueño de infundir en ella”.

El pensamiento de Tolstoi tuvo enormes consecuencias. Su prédica pacifista fue bien leida por uno de sus amigos por correspondencia: Mahatma Gandhi. También influyó a Martin Luther King.

Claro que además le trajo problemas: quiso ser coherente y renunciar a sus riquezas. Su familia, especialmente su esposa y madre de sus 13 hijos, se opuso. Murió huyendo de conflictos como este.

Es que las convicciones fuertes a veces generan conflictos. Su crisis espiritual lo llevó a hacerse cristiano. Y su cristianismo, a ser excomulgado de la Iglesia Ortodoxa rusa, que no soportó sus críticas y uno de cuyos voceros declaró ayer mismo que no podían revocar la excomunión de Tolstoi ni aun cien años después de su muerte. Lo consideran “co-responsable de la revolución de octubre de 1917, que condujo a la caída del imperio de los zares y, tras la toma de poder de los comunistas, a una represión de la Iglesia sin precedentes”. Tolstoi había escrito una carta al zar pidiendo la abolición de la propiedad privada. Lenin reconoció que había descripto las condiciones que llevaron a la revolución. Pero murió siete años antes, predicando la no-violencia.

domingo, 7 de noviembre de 2010

"Navajas sobre la mesa" en alemán


...El poema "Navajas sobre la mesa" de María Ramírez Delgado llega al alemán en la revista literaria internacional "La barca de papel", de noviembre de 2010.

"Messer auf dem Tisch"

Legen wir zwei Messer auf den Tisch.

Sieh sie an und lasse ihr Blitzen nicht in deine Augen

dringen. Sie meinten sonst, sie dürfen uns zeigen, wie sie uns

verwunden, oder sie mischen sich ein, um uns in unserer Lust

zu verletzen.

Jedes trägt zwei Pillen im Herzen, zur sorgsamen Einnahme

mit dem Frühstück und bevor wir Sonntags zu Bett gehen; sie

erbauen die furchtbare, selbstlose Gewohnheit, zu gehen, als

wären wir Visionen.

Zwei Messer, aus Erde gemacht, duftend nach Blütenstaub,

die erschrockene Schönheit, die aus dem Körper zu

entkommen versucht.




Traducción: Wolfgang Ratz

"Navajas sobre la mesa"

Vamos a poner dos navajas sobre la mesa.


Míralas y no permitas que el reflejo se te meta por los ojos,

creerían que tienen derecho a enseñar la manera de herirnos o

se inmiscuyen en como lacerarnos en el placer.


Cada una tiene dos pastillas en el corazón para devorarlas

celosamente con el desayuno y antes de volver a la cama los

domingos, edifican la costumbre atroz, desinteresada, de

caminar como visiones.


Dos navajas hechas de tierra, olorosas a polen, la hermosura

asustada tratando de escapar del cuerpo.