lunes, 11 de octubre de 2010

"Y si después de tantas palabras"
de César Vallejo




¡Y si después de tantas palabras,
no sobrevive la palabra!
¡Si después de las alas de los pájaros,
no sobrevive el pájaro parado!
¡Más valdría, en verdad,
que se lo coman todo y acabemos!

¡Haber nacido para vivir de nuestra muerte!
¡Levantarse del cielo hacia la tierra
por sus propios desastres
y espiar el momento de apagar con su sombra su tiniebla!
¡Más valdría, francamente,
que se lo coman todo y qué más da...!

¡Y si después de tanta historia, sucumbimos,
no ya de eternidad,
sino de esas cosas sencillas, como estar
en la casa o ponerse a cavilar! ¡Y si luego encontramos,
de buenas a primeras, que vivimos,
a juzgar por la altura de los astros,
por el peine y las manchas del pañuelo!
¡Más valdría, en verdad,
que se lo coman todo, desde luego!

Se dirá que tenemos
en uno de los ojos mucha pena
y también en el otro, mucha pena
y en los dos, cuando miran, mucha pena...
Entonces... ¡Claro!... Entonces... ¡ni palabra!

jueves, 7 de octubre de 2010

Fragmento de "El sueño del celta"
de Mario Vargas Llosa


...Un adelanto de "El sueño del celta", nueva novela del Premio Nobel de Literatura Mario Vargas Llosa, que fue difundido por El País.

Cuando abrieron la puerta de la celda, con el chorro de luz y un golpe de viento entró también el ruido de la calle que los muros de piedra apagaban y Roger se despertó, asustado. Pestañeando, confuso todavía, luchando por serenarse, divisó, recostada en el vano de la puerta, la silueta del sheriff. Su cara flácida, de rubios bigotes y ojillos maledicentes, lo contemplaba con la antipatía que nunca había tratado de disimular. He aquí alguien que sufriría si el Gobierno inglés le concedía el pedido de clemencia.
—Visita —murmuró el sheriff, sin quitarle los ojos de encima.
Se puso de pie, frotándose los brazos. ¿Cuánto había dormido? Uno de los suplicios de Pentonville Prison era no saber la hora. En la cárcel de Brixton y en la Torre de Londres escuchaba las campanadas que marcaban las medias horas y las horas; aquí, las espesas paredes no dejaban llegar al interior de la prisión el revuelo de las campanas de las iglesias de Caledonian Road ni el bullicio del mercado de Islington y los guardias apostados en la puerta cumplían estrictamente la orden de no dirigirle la palabra. El sheriff le puso las esposas y le indicó que saliera delante de él. ¿Le traería su abogado alguna buena noticia? ¿Se habría reunido el gabinete y tomado una decisión? Acaso la mirada del sheriff, más cargada que nunca del disgusto que le inspiraba, se debía a que le habían conmutado la pena. Iba caminando por el largo pasillo de ladrillos rojos ennegrecidos por la suciedad, entre las puertas metálicas de las celdas y unos muros descoloridos en los que cada veinte o veinticinco pasos había una alta ventana enrejada por la que alcanzaba a divisar un pedacito de cielo grisáceo. ¿Por qué tenía tanto frío? Era julio, el corazón del verano, no había razón para ese hielo que le erizaba la piel.
Al entrar al estrecho locutorio de las visitas, se afligió.
Quien lo esperaba allí no era su abogado, maître George Gavan Duffy, sino uno de sus ayudantes, un joven rubio y desencajado, de pómulos salientes, vestido como un petimetre, a quien había visto durante los cuatro días del juicio llevando y trayendo papeles a los abogados de la defensa. ¿Por qué maître Gavan Duffy, en vez de venir en persona, mandaba a uno de sus pasantes? El joven le echó una mirada fría. En sus pupilas había enojo y asco. ¿Qué le ocurría a este imbécil? «Me mira como si yo fuera una alimaña», pensó Roger.
—¿Alguna novedad?
El joven negó con la cabeza. Tomó aire antes de hablar:
—Sobre el pedido de indulto, todavía —murmuró, con sequedad, haciendo una mueca que lo desencajaba aún más—. Hay que esperar que se reúna el Consejo de Ministros.
A Roger le molestaba la presencia del sheriff y del otro guardia en el pequeño locutorio. Aunque permanecían silenciosos e inmóviles, sabía que estaban pendientes de todo lo que decían. Esa idea le oprimía el pecho y dificultaba su respiración.
—Pero, teniendo en cuenta los últimos acontecimientos —añadió el joven rubio, pestañeando por primera vez y abriendo y cerrando la boca con exageración—, todo se ha vuelto ahora más difícil.
—A Pentonville Prison no llegan las noticias de afuera. ¿Qué ha ocurrido?
¿Y si el Almirantazgo alemán se había decidido por fin a atacar a Gran Bretaña desde las costas de Irlanda? ¿Y si la soñada invasión tenía lugar y los cañones del Káiser vengaban en estos mismos momentos a los patriotas irlandeses fusilados por los ingleses en el Alzamiento de Semana Santa? Si la guerra había tomado ese rumbo, sus planes se realizaban, pese a todo.
—Ahora se ha vuelto difícil, acaso imposible, tener éxito —repitió el pasante. Estaba pálido, contenía su indignación y Roger adivinaba bajo la piel blancuzca de su tez su calavera. Presintió que, a sus espaldas, el sheriff sonreía.
—¿De qué habla usted? El señor Gavan Duffy estaba optimista respecto a la petición. ¿Qué ha sucedido para que cambiara de opinión?
—Sus diarios —silabeó el joven, con otra mueca de disgusto. Había bajado la voz y a Roger le costaba trabajo escucharlo—. Los descubrió Scotland Yard, en su casa de Ebury Street.
Hizo una larga pausa, esperando que Roger dijera algo. Pero como éste había enmudecido, dio rienda suelta a su indignación y torció la boca:
—Cómo pudo ser tan insensato, hombre de Dios —hablaba con una lentitud que hacía más patente su rabia—.
Cómo pudo usted poner en tinta y papel semejantes cosas, hombre de Dios. Y, si lo hizo, cómo no tomó la precaución elemental de destruir esos diarios antes de ponerse a conspirar contra el Imperio británico.
«Es un insulto que este imberbe me llame “hombre de Dios”», pensó Roger. Era un maleducado, porque a este mozalbete amanerado él, cuando menos, le doblaba la edad.
—Fragmentos de esos diarios circulan ahora por todas partes —añadió el pasante, más sereno, aunque siempre disgustado, ahora sin mirarlo—. En el Almirantazgo, el vocero del ministro, el capitán de navío Reginald Hall en persona, ha entregado copias a decenas de periodistas.
Están por todo Londres. En el Parlamento, en la Cámara de los Lores, en los clubes liberales y conservadores, en las redacciones, en las iglesias. No se habla de otra cosa en la ciudad.
Roger no decía nada. No se movía. Tenía, otra vez, esa extraña sensación que se había apoderado de él muchas veces en los últimos meses, desde aquella mañana gris y lluviosa de abril de 1916 en que, aterido de frío, fue arrestado entre las ruinas de McKenna’s Fort, en el sur de Irlanda: no se trataba de él, era otro de quien hablaban, otro a quien le ocurrían estas cosas.
—Ya sé que su vida privada no es asunto mío, ni del señor Gavan Duffy ni de nadie —añadió el joven pasante, esforzándose por rebajar la cólera que impregnaba su voz—.
Se trata de un asunto estrictamente profesional. El señor Gavan Duffy ha querido ponerlo al corriente de la situación.
Y prevenirlo. La petición de clemencia puede verse comprometida.
Esta mañana, en algunos periódicos ya hay protestas, infidencias, rumores sobre el contenido de sus diarios. La opinión pública favorable a la petición podría verse afectada.
Una mera suposición, desde luego. El señor Gavan Duffy lo tendrá informado. ¿Desea que le transmita algún mensaje? El prisionero negó, con un movimiento casi imperceptible de la cabeza. En el acto, giró sobre sí mismo, encarando la puerta del locutorio. El sheriff hizo una indicación con su cara mofletuda al guardia. Éste corrió el pesado cerrojo y la puerta se abrió. El regreso a la celda le resultó interminable. Durante el recorrido por el largo pasillo de pétreas paredes de ladrillos rojinegros tuvo la sensación de que en cualquier momento tropezaría y caería de bruces sobre esas piedras húmedas y no volvería a levantarse.
Al llegar a la puerta metálica de la celda, recordó: el día que lo trajeron a Pentonville Prison el sheriff le dijo que todos los reos que ocuparon esta celda, sin una excepción, habían terminado en el patíbulo.
—¿Podré tomar un baño, hoy? —preguntó, antes de entrar.
El obeso carcelero negó con la cabeza, mirándolo a los ojos con la misma repugnancia que Roger había advertido en la mirada del pasante.
—No podrá bañarse hasta el día de la ejecución —dijo el sheriff, saboreando cada palabra—. Y, ese día, sólo si es su última voluntad. Otros, en vez del baño, prefieren una buena comida. Mal negocio para Mr. Ellis, porque entonces, cuando sienten la soga, se cagan. Y dejan el lugar hecho una mugre. Mr. Ellis es el verdugo, por si no lo sabe.
Cuando sintió cerrarse la puerta a sus espaldas, fue a tumbarse boca arriba en el pequeño camastro. Cerró los ojos. Hubiera sido bueno sentir el agua fría de ese caño enervándole la piel y azulándola de frío. En Pentonville Prison, los reos, con excepción de los condenados a muerte, podían bañarse con jabón una vez por semana en ese chorro de agua fría. Y las condiciones de las celdas eran pasables. En cambio, recordó con un escalofrío la suciedad de la cárcel de Brixton, donde se había llenado de piojos y pulgas que pululaban en el colchón de su camastro y le habían cubierto de picaduras la espalda, las piernas y los brazos. Procuraba pensar en eso, pero una y otra vez volvían a su memoria la cara disgustada y la voz odiosa del rubio pasante ataviado como un figurín que le había enviado maître Gavan Duffy en vez de venir él en persona a darle las malas noticias.

lunes, 4 de octubre de 2010

Depresión y tristeza bajo la óptica de una escritora



...Los casos de depresión han aumentado en todo el mundo. Pero aunque la concientización sobre la enfermedad ha ayudado a retirar el estigma del trastorno, se ha perdido el "derecho" a sencillamente sentirse triste o infeliz, opina la escritora irlandesa Mary Kenny.

Tomado de BBC Mundo
Cuando evoco mi propia infancia en Irlanda durante los años 1950, recuerdo los murmullos sobre las personas que sufrían de "los nervios".

Me acuerdo de haber escuchado que una vecina -una mujer adinerada cuya enorme casa y elegante apariencia era la envidia de la comunidad- había tenido una "crisis nerviosa".

Cuando se lo conté a mis tíos, con quienes vivía, me callaron.

Quedó claro que sufrir una crisis nerviosa era algo tan vergonzoso que la gente no solía hablar de ello.

Ahora entiendo que se trataba de incidentes de depresión que se ocultaban entre familias y vecinos. El estigma de la depresión, o de cualquier enfermedad mental, tuvo que haber sido una carga adicional al sufrimiento de esas personas.

Los tiempos han cambiado. Ahora es verdad conocida que la depresión es una enfermedad con un alcance global.

La depresión, en todos sus niveles -ya sea crónica, unipolar, bipolar, clínica, recurrente, grave o menor- es una enorme carga de salud pública en todo el mundo, mayor que las guerras, el cáncer y el sida juntos.

Esta nueva apertura es positiva. Pero quizás en el proceso hemos perdido algo.

La palabra "trauma" es común y frecuentemente utilizada en las conversaciones de hoy en día. Se dice que una persona que ha sufrido una pérdida está "en trauma".

Una persona que sufrió una conmoción es alguien "traumatizado". El rompimiento de una relación, una experiencia humana triste que provoca un sentimiento de pérdida y nos hiere es, de forma similar, descrita como una "experiencia traumática".

La muerte, parte de la vida
La palabra "trauma" significa en griego "herida", y en el contexto médico es lo que ocurre al cuerpo cuando una herida provoca una conmoción.

Pero el duelo, es, sin embargo, parte del curso natural de los eventos tristes de la vida.

Como dice Shakespeare en Hamlet, su padre perdió un padre y ese padre perdió a un padre antes que él y así infinitamente.

El dolor emocional es extremadamente perturbador, duele durante mucho tiempo. Y la pérdida de alguien que amas es emocionalmente dolorosa. Pero, ¿por qué no llamarlo por su nombre correcto: duelo, dolor y pérdida?

Una razón podría ser que estamos perdiendo los antiguos rituales que los humanos han practicado durante siglos.

Cuando era joven y vivía en Francia, en los años '60, recuerdo haber pasado frente a una tienda con las persianas cerradas y un letrero que decía: "cerrado por luto".

Todavía se mantiene esa costumbre en Francia y también es común en Italia. Los símbolos del luto eran practicados ampliamente en todas las culturas: el vestido de luto de las viudas, los brazaletes negros. Y se esperaba que la comunidad respetara a los que estaban en duelo.

Pero los signos evidentes del luto han desaparecido e incluso se han abolido en las sociedades más laicas. Sin embargo, el sentimiento de tristeza y pérdida no cambia y hoy, en lugar de llamarlo luto, lo llamamos "trauma".

Rescatemos la melancolía
Quizás es tiempo de revivir o volver a adquirir algo del vocabulario no médico que describe la gama de la experiencia humana.

La depresión podría también ser melancolía, podría ser desaliento, desilusión, abandono, tristeza, luto, rechazo, ansiedad, arrepentimiento, dolor, obsesión, reflexión, pérdida, separación, soledad, aislamiento, culpabilidad, desesperanza, mal temperamental o simplemente simple y pura infelicidad.

Puede ser una forma de bajo estado de ánimo. Durante la era eduardiana en el Reino Unido, las personas solían sufrir comúnmente un trastorno llamado "neurastenia". Virginia Woolf fue una de las pacientes diagnosticadas.

También se le llamada "debilidad nerviosa" o en su forma más leve, ser "hipersensible" o "de piel poco gruesa".

Otro trastorno favorecido por los sociólogos del siglo XIX era la anomia, definida como un estado de aislamiento causado por el rompimiento de las normas sociales, pérdida de rumbo y las reglas de conducta.

Hay incluso, creo, algunas formas románticas de melancolía: la idea alemana de Weltschmerz -un sentimiento de anhelo, de "dolor en todo el mundo" y la tristeza fuera de foco por la humanidad: o el francés nostalgie du passé, esa agridulce condición proustiana de nostalgia, con un tinte de triste lamento por las oportunidades perdidas y la pérdida de oportunidades.

Asimismo, me gusta el mal du pays -el anhelo del exiliado por el país de la infancia-, que viene a mí en destellos, tanto en la primavera y el otoño, cuando pienso en senderos rurales de Irlanda, y el olor de los campos de heno segado. Ah, Bonjour tristesse!

No hay duda de que fue mejor eliminar el estigma que pesaba sobre las enfermedades mentales, pero con él, ¿habremos perdido parte de la variedad, la poesía oscura de la condición humana?

sábado, 2 de octubre de 2010

Descubren textos inéditos de Borges


Tomado de la Revista Ñ
La aparición de versos inéditos de un joven Jorge Luis Borges fechados en 1923, el mismo año de la publicación de su primer poemario Fervor de Buenos Aires, son nada más que la punta del iceberg de un descubrimiento infinitamente más trascendente.

Este "ejercicio poético" del primer Borges no debería correr el foco del hallazgo de los investigadores de la Biblioteca Nacional, Laura Rosato y Germán Alvarez. Juntos rastrearon y estudiaron más de mil títulos con anotaciones de Borges, que el autor donó en 1973 y que permanecían perdidos y sin catalogar en la Biblioteca.

Se trata de una colección de casi mil títulos que Borges donó a la biblioteca en 1973 y que permanecía descatalogado desde el 11 de octubre de 1973, el día en que un Borges ya agotado por el cerco kafkiano de la gestión admistrativa y la presión de un nuevo gobierno peronista, que pedía su cabeza, se jubiló como director de la Biblioteca Nacional. Antes de irse ­con un escribano presente­ retiró todos sus libros de su despacho.

El dato no es menor. En 1971 un empleado administrativo, acaso para forzar la renunciar de Borges, acusó al autor de Ficciones de sustraer libros del patrimonio de la biblioteca. El día que se retiró de la gestión, Borges donó mil libros que consideraba "prescindibles para él y necesarios para la institución que dejaba con pesar", después de 18 años de gestión. Al instante, pasaron al olvido hasta 1992, cuando aparecieron algunos de los textos.

Desde entonces y con intermitencias por la turbulenta vida institucional del país y de la Biblioteca, la investigación continuó hasta saldarse en Borges, libros y lecturas, el libro de Rosato y Alvarez. El texto es un compendio de las lecturas de Borges, desde la Divina Comedia hasta Schopenhauer, que permite aventurar cómo Borges pensaba en la escritura mientras leía. "Es un calado negativo de la obra, que permite apreciar cómo Borges se apropiaba de las lecturas para reescribirla", explica Rosato. El catálogo rastrea las anotaciones de Borges y las relaciona con la obra editada. Así, en la misma página de un libro del alemán Christian Wilhelm Franz Walch, Borges escribe el 11 de diciembre de 1923 el ejercicio poético ­como lo define Rosato­ que encabeza esta nota y, también, un índice tentativo de Inquisiciones, que publicaría en 1925. "En alguien que reescribía tanto podríamos dudar de la noción de inédito", termina Rosato, que no quiere tapar con la "aparición" de estos versos la noticia más importante. Por primera vez, la Biblioteca Nacional tiene una colección de libros anotados por Borges. Los títulos están disponibles para los investigadores, que ya no tienen que lidiar con coleccionistas para estudiar a Borges.

Son de todos.