viernes, 30 de julio de 2010

Manuel Puig renunció a la voz propia en favor de las voces de los otros


Tomado de Revista Ñ
Juan Manuel Puig (28 de diciembre de 1932) nació en la madrugada del día de los Santos Inocentes en un pueblo asfixiante de la provincia de Buenos Aires que para él representaba (así lo dice en varias entrevistas disponibles en YouTube) un modelo de explotación sexual. A partir de sus 13 años, se instaló con su familia en Buenos Aires para hacer su bachillerato en el colegio Ward de Ramos Mejía. Después, intentó cursar estudios de Arquitectura y Filosofía y Letras y frecuentó las aulas de la Alianza Francesa, el British Institute y la Dante Alighieri, de donde surgiría una beca que le cambiaría la vida. A partir de 1956 se instaló en Roma, estudiando en el Centro Sperimentale di Cinematografia.

Loco por el cine, entendido sobre todo como el archivo universal de los gestos (las maneras) que la humanidad había perdido ya para siempre, Puig se imaginó a sí mismo cineasta. Durante esos años de equívocos juveniles, dio los primeros pasos en un tipo de búsqueda a la que sólo la miopía de la crítica pudo definir como la inmersión irreflexiva en las aguas mansas de la pop culture. Su verdadero centro era el gesto como cristal de memoria histórica y, como sus investigaciones se llevaban a cabo en el ámbito de las imágenes, se pensó que la imagen seguía siendo su objeto. Muy lejos de eso, lo que hizo Puig en toda su obra, pero en particular en El beso de la mujer araña, fue transformar la imagen (entendida como un arquetipo) en un elemento decididamente histórico y dinámico.

En este sentido, del demencial archivo cinematográfico de Manuel Puig (1260 videocasettes que contenían más de 3000 películas), de los cuales sus novelas son sencillamente el discurso del archivista, podría decirse lo mismo que dijo Giorgio Agamben del atlas Mnemosyne de Aby Warburg: no es un repertorio de imágenes, sino una representación en movimiento virtual de los gestos de la humanidad. Puig sabía, y por eso se desentendía de la calidad de la reproducción o de la integridad de las copias que sus "esclavitas" le mandaban desde todo el mundo, que el cine devuelve las imágenes a la patria del gesto. Introducir en el ensueño cinematográfico el elemento del despertar es la tarea del novelista. Puig publicó ocho novelas (la mayoría de ellas divididas en dos partes de ocho capítulos cada una). Su programa Puig se deja leer completo desde la primera, La traición de Rita Hayworth: la presentación descarnada de las voces, la renuncia al lugar del supuesto saber narrativo, la identificación total con los personajes. En una entrevista declaró: "Yo no tengo una intención paródica. Uso a veces cierto humor porque mis temas son tan ácidos, tan mezquinos, que sería realmente muy árido un desarrollo de todo eso sin un elemento de humor... Parodia significa burla, y yo no me burlo de mis personajes, comparto con ellos una cantidad de cuestiones, su lenguaje, sus gustos".

No es que los personajes representen a Puig (porque compartan su lenguaje y sus gustos). Por el contrario, es Puig quien ha decidido anonadarse para compartir el universo que ellos habitan (sea éste cual fuere). Jamás la literatura obligó al autor a una ascesis semejante, a un renunciamiento tan radical, ni fue tan lejos en una exposición del mundo y de las formas de vida, entendida como la unidad humana elemental: cada cuerpo está afectado por su forma de vida como por una inclinación, una atracción, un gusto. Aquello hacia lo que tiende un cuerpo tiende asimismo hacia él. Esto vale sucesivamente para cada nueva situación y todas las inclinaciones son recíprocas.

Esa reciprocidad, ese ir y venir del gusto, que hace que no se sepa bien quién ha contagiado a quién (¿el personaje al autor, o viceversa? ¿el autor al lector, o viceversa?), es lo que los libros de Puig sostienen en un equilibrio admirable, desde su primera novela, La traición de Rita Hayworth, hasta la última, Cae la noche tropical.

Puig deja pasar a través de su escritura la multiplicidad de lo viviente, y mucho más: la sostiene en una peculiar ética literaria, según la cual la asunción de una forma de vida no es solamente el saber de tal inclinación, sino el pensamiento de ésta, lo que convierte la forma de vida en fuerza, en efectividad sensible. En cada situación se presenta una línea distinta de todas las demás, de incremento de potencia. El pensamiento es la aptitud de distinguir y seguir esta línea. El hecho de que una forma de vida no pueda ser asumida sino siguiendo el incremento de la potencia lleva consigo esta consecuencia: todo pensamiento es estratégico. El pensamiento de Puig es estratégico.

De modo que no es, como muchos analistas de su obra han creído, que Puig no pudiera salir de la cárcel de representaciones con las que la cultura industrial codificó todos nuestros comportamientos: es que Puig se obligó a habitar esas cárceles (y a escuchar esas voces) por solidaridad con quienes estaban, efectiva o potencialmente, presos del mundo. Y desarrolló una estrategia en relación con esas imágenes, cada vez más volcada hacia la exposición de lo político. La literatura nunca fue para Puig un programa estético (una máquina de hacer novelas) sino, sobre todo, un dispositivo ético: la manera de alcanzar (postular, rechazar) formas de vida y de cohabitación. Imaginada entre Roma, Nueva York, México, Río de Janeiro y Buenos Aires, durante los años en que todas las revoluciones parecían al alcance de la mano, la obra de Puig es el despliegue obsesivo y sistemático de una misma y única pregunta: ¿cómo vivir juntos? (que literariamente equivale a: ¿cómo ser contemporáneo?).

El beso de la mujer araña es tal vez la novela más dogmática de Puig y la de mecanismo narrativo más complejo. Si La traición de R. H. podía leerse como una reescritura del Ulises de Joyce y Boquitas pintadas como la versión subdesarrollada de La montaña mágica de Thomas Mann, El beso... es obviamente Las mil y una noches, donde cada historia vale por un día más, y donde cada día sirve para la interrogación de lo viviente (sobre cómo vivir juntos en un universo que postula toda separación como necesaria y toda comunidad como insostenible).

Cuando dos cuerpos afectados, en un cierto lugar y momento, por la misma forma de vida se encuentran (y en el caso de El beso..., esa forma es, más allá de la sexualidad, que importa poco, la de la cárcel y aun, el Campo de Concentración), tienen la experiencia de un pacto objetivo, anterior a toda decisión. Esta experiencia es la de la comunidad no como hecho social sino la comunidad que circula entre relaciones singulares, porque no es nunca "la comunidad de los que están ahí", sino la de todos y cualquiera. A los habituales intercambios conversacionales y a la reproducción de documentación (informes de la policía), Puig agrega en este caso notas al pie que, a diferencia de las que había en The Buenos Affair (episodios masturbatorios de la protagonista), reproducen el kitsch cientificista y psicologizante de las torpes teorías sobre la sexualidad humana. Frente al loco deseo de belleza que se escucha en la voz de Molina, un desesperado deseo de verdad que viene desde el fondo de la nada. El beso, entonces, pone a coexistir dos sistemas de sociabilidad, dos comunidades más o menos inconfesables: la militancia (que no puede decir su nombre por razones estratégicas) y la homosexualidad (que no osa decir su nombre por razones ontológicas: no hay, y nunca habrá, identidad sexual posible). Lo que importa es la coincidencia en la celda, que establece el punto de juntura entre personas cuyas inclinaciones son tan misteriosas para el otro que cada diálogo, que comienza con una secuencia de encantamiento cinematográfico, se resuelve en una discusión jurídico-antropológica: "qué es ser hombre, para vos". En ese petit comité carcelario de filósofos prácticos circulan tres deseos: el de belleza, el de justicia y el de verdad (y esos deseos, dice Puig, son el Bien).

Boquitas pintadas, por su parte, inventa (despliega) formas de vida relacionadas no tanto con lo que la mujer es, sino con cómo es (para sí) la mujer que sea. La novela opera según un par de inversiones: el tísico fatal no es, como en La dama de las camelias, una mujer, sino un hombre, pero su efecto es igualmente devastador: "las mujeres parece que cuando tienen algo con Juan Carlos ya no lo quieren dejar más", le dice Mabel a Nené.

Publicada en 1969, Boquitas pintadas está "ambientada" en los años de la transformación de la tuberculosis de enfermedad mortal en enfermedad de clase, entre 1935 y 1947, que son las fechas de escritura del diario de Juan Carlos (a sus 17 años) y las de su muerte (a los 29). La novela focaliza su atención en 1937, cuando el tísico ejerce su acción más devastadora sobre el coro femenino de Coronel Vallejos, y en 1947, cuando la fatalidad se le vuelve en contra.

Pareciera que, como luego en el caso de El beso... (donde no importa tanto la sexualidad cuanto la sexología, es decir: los juegos de lenguaje sobre el sexo), en Boquitas pintadas importa más la tisiología (los juegos de lenguaje sobre la enfermedad) que la tuberculosis, y por eso Puig fija su atención en esos años durante los cuales las personas dejarían de morir del mal romántico. En esta novela "de mujeres", la vida y la enfermedad de Juan Carlos son tan poco interesantes que Puig apenas si se detiene en ellas. Lo demás, parecería, no es sino la rutina de una existencia reducida a mínimo entre una carta y otra. Juan Carlos se desplaza de la escritura de cartas a los juegos de cartas, en los que se le va la vida y como Boquitas pintadas es una novela epistolar, conviene ponerla en correlación con las cartas de Manuel Puig (recopiladas en Querida familia, 1 y 2): las cartas permiten el cumplimiento del contrato amoroso (porque se escriben precisamente para mantener al otro a la distancia).

La segunda inversión que conviene destacar en Boquitas pintadas toma un cuento de Cortázar como referencia. A diferencia de "Las puertas del cielo", Celina no es la tísica que muere, sino su hermano, mientras ella continúa ejecutando maldades contra las otras mujeres de Juan Carlos.

Puig fue (lo sigue siendo) un maestro de escritura. No hace falta detenerse demasiado en este punto. Me gustaría insistir, en cambio, en que hizo pasar por su escritura una sofisticada investigación del modo en que se correlacionan juegos de lenguaje y formas de vida. ¿No dice eso su obra una y otra vez, al haber renunciado a la voz propia en favor de las voces de los otros: la vida de pueblo, la vida de artista, la vida de esposa, la vida del militante y la de la marica, la del obrero y la de la psicóloga, la del desaforado sexual y la de la hermana incestuosa? Puig elaboró en detalle la presentación de los juegos de lenguaje que definen las formas de vida de sus personajes, a los que trató como materia viva y en relación con los cuales postuló un pensamiento (estratégico). Basta comparar el diario de Esther en La traición de R. H. con el diario de Juan Carlos en Boquitas pintadas: ¿no hay en esa distancia mucho más que lugares de representación? ¿No es el pueblo que falta lo que habla y escribe en las novelas de Puig? ¿No es un exceso de escritura lo que permite que esas formas de vida escapen a todas las cárceles del mundo?

Puig se colocó decisivamente del lado de la literatura, y por eso, fue capaz de sobreponerse a todos los sistemas de opresión.

sábado, 24 de julio de 2010

Visión de una hija sobre Marina Tsvietáieva



Tomado de El País

Poesía. Marina Tsvietáieva nunca pudo seguir un camino recto para llegar a una librería, y la existencia llena de obstáculos que caracterizó su vida y que la llevó al suicidio en 1941 también vale para su obra, que se abrió paso hasta nosotros a cámara lenta y en editoriales menores, aunque contase desde el principio con la admiración de autores como Rilke o Borís Pasternak. Tal vez la tendencia de cierta crítica a reducir los países a unos cuantos nombres, para hacerlos abarcables, la perjudicó: en el reparto, la Unión Soviética le tocó al propio Pasternak y, en todo caso, a la admirable Anna Ajmátova. Ella, igual que Ossip Mandelstam, llegaría más tarde al futuro, doble víctima de la incomprensión y del estalinismo, que la destrozó a ella y aniquiló a su familia.



Gran parte de su poesía, dispersa en publicaciones remotas, cartas y manuscritos regalados a diferentes amigos, o extraviada en los traslados forzosos que tuvo que hacer Tsvietáieva a lo largo de sus sucesivos exilios en Alemania, Checoslovaquia o, el último, en la ciudad tártara de Yelabuga -donde había sido evacuada por el avance nazi hacia Moscú-, se habría perdido de no ser por la perseverancia de su hija Ariadna, víctima ella misma de la represión, que se dedicó a reunirla con una fe infinita y que, cuando lo consiguió, al menos en parte, quiso contar su historia en este libro, Marina Tsvietáieva, mi madre, donde pone en claro a una mujer oscurecida por la escritora que era y por el drama que sufrió, de modo que la persona que describe su hija, tan real en el círculo de sus costumbres domésticas, resulta emocionante precisamente a causa de su normalidad.


Aunque no es eso todo, porque también tenemos un relato pormenorizado de sus devociones literarias por personajes como Block o Pushkin; de sus lecturas, sus desencuentros con primeras espadas como Maiakovski o Esenin, y su merodeo por los ambientes culturales de las ciudades en las que estuvo. No vivió nunca, según su propio plan, "con paciencia, como se parte la piedra; / con paciencia, como se espera la muerte; / con paciencia, como se acaricia la venganza"; pero escribió de un modo febril algunas obras esenciales como Poema del fin, Carta de año nuevo, Cazador de ratas o Poema de la montaña. Ariadna Efron nos enseña cómo, dónde y por encima de cuántas cosas lo hizo.

sábado, 17 de julio de 2010

"En la noche" de Ray Bradbury


La señora Navarrez gimió de tal manera durante toda la noche que sus gemidos llenaban el inquilinato como si hubiese una luz encendida en cada cuarto, y nadie pudo dormir.

Pasó toda la noche, mordiendo su almohada blanca, retorciendo sus manos delgadas y gritando:

-¡Mi Joe!

A las tres de la madrugada los habitantes de los apartamentos se convencieron, finalmente, de que la mujer jamás cerraría su roja boca pintada y se levantaron, sintiéndose acalorados y fastidiosos. Se vistieron y fueron a tomar el trolebús que los llevaría al centro, a uno de esos cines que funcionaban toda la noche. Allí, Roy Rogers se dedicaba a perseguir a los malos y lo veían a través de un velo de humo rancio y oían los diálogos en medio de los ronquidos en la sala nocturna, a oscuras.

Al amanecer, la señora Navarrez todavía seguía sollozando y gritando.

Durante el día no era tan terrible. El coro masivo de niños que lloraban en distintos puntos de la casa le confería esa gracia salvadora que era, casi, una armonía. A eso se sumaba el traqueteo de las máquinas lavadoras en la galería del edificio donde las mujeres en batas de felpilla, de pie sobre las tablas mojadas del piso, intercambiaban rápidas frases mexicanas. Aun así, de tanto en tanto se podía oír el quejido de la señora Navarrez en medio de las agudas voces, las lavadoras, los bebés:

-¡Mi Joe, oh, mi pobre Joe! -gritaba.

Al atardecer llegaron los hombres, con el sudor del trabajo bajo los brazos. Mientras se remojaban en bañeras llenas de agua fresca, en todo el edificio donde se preparaba la cena maldijeron y se taparon los oídos con las manos.

-¡Todavía sigue con eso! -rabiaron, impotentes.

Uno de los hombres hasta llegó a dar un puntapié a la puerta.

-¡Cállate, mujer!

Y lo único que logró fue que la señora Navarrez chillara más fuerte aun:

-¡Oh, ah! ¡Joe, Joe!

-¡Esta noche cenamos fuera! -les dijeron los hombres a sus esposas.

En todo el edificio se guardaron los utensilios de cocina en los estantes, se cerraron las puertas con llave; los hombres asían a sus perfumadas esposas de los codos y avanzaban de prisa con ellas por los pasillos.

A medianoche, el señor Villanazul abrió la vieja puerta desvencijada de su casa, cerró los ojos castaños y se quedó así un momento, balanceándose. Su esposa Tina, con los tres hijos y las dos hijas de ambos, uno de ellos en brazos, estaba junto a él.

-¡Ay, Dios! -susurró el señor Villanazul-. ¡Dulce Jesús, baja de la cruz y haz callar a esa mujer!

Entraron a su pequeña morada en penumbras y miraron el cirio azul que parpadeaba bajo un solitario crucifijo. En actitud filosófica, el señor Villanazul meneó la cabeza:

-Sigue en la cruz.

Se tendieron en sus camas como trozos de carne asándose, y la noche estival los salseó con sus propios jugos. La casa ardía con los gritos de esa enferma.

-¡Estoy asfixiado!

El señor Villanazul bajó corriendo las escaleras del edificio seguido por su esposa y dejaron a los niños, que gozaban de la milagrosa capacidad de dormir aunque el mundo se viniese abajo.

Vagas figuras ocuparon la galería delantera, una docena de hombres silenciosos, acuclillados, con cigarrillos que echaban humo y fulguraban entre sus dedos morenos. Las mujeres, en batas de felpilla, aprovechaban el escaso viento que soplaba en la noche de verano. Se desplazaban como las figuras de un sueño, como maniquíes movidos rígidamente por medio de cables y rodillos. Tenían los ojos hinchados y las lenguas estropajosas.

-Vamos a su apartamento a estrangularla -dijo uno de los hombres.

-No, eso no estaría bien -dijo una mujer-. Mejor arrojémosla por la ventana.

Aunque fatigados, todos rieron.

El señor Villanazul los miraba a todos parpadeando, confundido. A su lado, su esposa se movía con indolencia.

-Cualquiera diría que Joe es el único hombre del mundo que se ha unido al ejército -dijo alguien, irritado-. ¡Caramba con la señora Navarrez! ¡Seguro que este Joe, este marido suyo, estará pelando papas; será el tipo más seguro en toda la infantería!

-Hay que hacer algo -proclamó el señor Villanazul.

Él mismo se sorprendió de la dureza de su voz, y todos lo miraron.

-No podemos seguir así una noche más -siguió diciendo, sin rodeos.

-Cuanto más golpeamos a la puerta, más grita ella -explicó el señor Gómez.

-Esta tarde ha venido el sacerdote -dijo la señora Gutiérrez-. En nuestra desesperación, acudimos a él. Pero la señora Navarrez no le abrió la puerta siquiera, por mucho que él se lo rogó. El cura se fue. También hemos llamado al oficial Gilvie, que le gritó, pero, ¿acaso cree que ella lo escuchó?

-Entonces tenemos que buscar otra forma -reflexionó el señor Villanazul-. Alguien debe tratarla con... simpatía.

-¿Qué otra forma existe? -preguntó el señor Gómez.

Después de unos instantes, el señor Villanazul conjeturó:

-Ah, si alguno de nosotros fuese soltero...

Dejó caer la insinuación como una piedra en un estanque profundo, esperó a que salpicara y a que las ondas se expandieran suavemente.

Todos suspiraron.

Fue como si se levantase un pequeño viento de noche veraniega. Los hombres se enderezaron un poco, las mujeres aceleraron sus movimientos.

-Pero somos todos casados -respondió el señor Gómez, volviendo a acurrucarse-. No hay ningún soltero.

-Oh -exclamaron todos, y se aquietaron nuevamente en ese río caliente, vacío, de la noche, mientras el humo se elevaba en silencio.

-Entonces -volvió a disparar el señor Villanazul cuadrando los hombros y tensando la boca- ¡tendrá que ser uno de nosotros!

El viento nocturno volvió a soplar, agitando a la gente allí reunida.

-¡No es momento para egoísmos! -declaró Villanazul-. ¡Uno de nosotros debe hacer... esto! ¡De lo contrario, nos asaremos otra noche más en el infierno!

Esta vez, los que estaban en la galería se apartaron de él, parpadeando.

-¿Lo hará usted, señor Villanazul? -quisieron saber.

El aludido se puso rígido y el cigarrillo estuvo a punto de caérsele de los dedos.

-Oh, pero yo... -objetó él.

-Usted -dijeron-. ¿No?

Afiebrado, él agitó sus manos.

-¡Yo tengo esposa y cinco hijos, uno de brazos!

-¡Ninguno de nosotros es soltero y, como la idea fue suya, deberá tener el coraje de respaldar sus convicciones, señor Villanazul! -replicaron todos.

El hombre se asustó y guardó silencio. Dirigió a su esposa fugaces miradas de alarma.

Cansada, ella permanecía de pie en la noche, esforzándose para verlo.

-Estoy tan cansada... -se lamentó la mujer.

-Tina -dijo él.

-Yo voy a morirme y habrá muchas flores y me sepultarán si no logro descansar -murmuró ella.

-¡Pero, Tina...!

-Tiene muy mal aspecto -dijeron todos.

El señor Villanazul sólo titubeó un instante más. Tocó los dedos de su esposa, flojos y calientes. Rozó con sus labios la mejilla enfebrecida de su mujer.

Sin agregar palabra, salió de la galería.

Todos oyeron sus pasos que subían las escaleras del edificio a oscuras, lo oyeron ascender, dar la vuelta en el tercer piso, donde la señora Navarrez gemía y gritaba.

Aguardaron en el porche.

Los hombres encendieron nuevos cigarrillos y arrojaron las cerillas; hablando como un viento, las mujeres rondaron entre ellos; todos se acercaron a la señora Villanazul, que permanecía de pie, en silencio, con sombras bajo de sus ojos fatigados, apoyada contra la baranda de la galería.

-¡Ahora -susurró quedamente uno de los hombres-, el señor Villanazul está en el último piso del edificio!

Todos guardaron silencio.

-¡Ahora -siguió el hombre en un murmullo teatral-, el señor Villanazul golpea la puerta! Tap, tap.

Todos escucharon, conteniendo el aliento.

A lo lejos se oyó un suave golpeteo.

-¡Ahora la señora Navarrez se echa a gritar de nuevo ante la intrusión!

Desde lo alto de la casa llegó un grito.

-Ahora -imaginó el hombre acuclillado, moviendo delicadamente su mano en el aire-, el señor Villanazul ruega y suplica, suave y quedo, a través de la puerta cerrada con llave.

Los que estaban en el porche alzaron sus barbillas tratando de ver a través de los tres pisos de madera y cemento, hacia el tercero, y esperaron.

El grito se apagó.

-Ahora el señor Villanazul habla rápido, ruega, susurra, promete -exclamó el hombre con suavidad.

El grito fue convirtiéndose en un sollozo, el sollozo en un gemido y, por último, se extinguió del todo dejando oír la respiración, el latido de los corazones y todos escucharon.

Al cabo de unos dos minutos de permanecer quietos, traspirando, esperando, todos los presentes en la galería oyeron, allá arriba, el chasquido de la cerradura, la puerta que se abría y, un segundo después, un susurro y la puerta que se cerraba.

La casa se sumió en el silencio.

El silencio inundó todos los apartamentos, como si se apagara una luz. El silencio fluyó como un vino fresco por el túnel de los pasillos. El silencio entró por los vanos abiertos como una brisa fresca que llegara desde el sótano. Todos se quedaron allí, inhalando la frescura de esa brisa.

-¡Ah! -suspiraron.

Los hombres arrojaron sus cigarrillos y echaron a andar de puntillas por el edificio silencioso. Las mujeres los siguieron. Pronto, el porche quedó vacío. Los habitantes se movieron por frescos pasillos silenciosos.

La señora Villanazul, en fatigado estupor, abrió la cerradura de la puerta.

-Debemos ofrecerle un banquete al señor Villanazul -susurró una voz.

-Mañana encenderemos una vela por él.

Las puertas se cerraron.

La señora Villanazul yacía en su fresco lecho. “Es un hombre considerado”, pensó, casi dormida ya, con los ojos cerrados. “Por este tipo de cosas lo amo.”

El silencio fue como una mano fresca que la acariciaba, hasta que se durmió.