domingo, 30 de agosto de 2009

Genialidad y locura


Tomado de El Comercio
Una tarde de enero de 1947, Antonin Artaud (1896-1948), uno de los poetas galos más extravagantes, salió en estado de exaltación de la muestra de Vincent van Gogh realizada en el Museo de L’Orangerie, Paris. Los cuadros llameantes y de pinceladas enérgicas conmocionaron al poeta. Inmediatamente fue a casa de un amigo que le aconsejó escribir sobre el genial pintor holandés. Artaud respondió: “Muy buena idea, voy a hacerlo ahora mismo”, y se fue al segundo piso. Con caligrafía nerviosa empezó a escribir en un cuaderno el libro que publicaría meses después: “Van Gogh: el suicidado de la sociedad”.

ENSAYO DE LOCURA
El ensayo de Artaud es una prueba de que, en algunos hombres, la genialidad puede hacer brotar la locura.
“Puede hablarse de la buena salud mental de Van Gogh —escribió—, que en toda su vida solo se hizo asar una mano y, fuera de esto, no pasó de cortarse la oreja izquierda en una ocasión, en un mundo en que diariamente se come vagina asada con salsa verde o sexo de recién nacido flagelado y enfurecido”. Era la visión enajenada de la obra de un pintor igualmente alucinado. Al año siguiente, la obra obtuvo el premio Sainte-Beuve y aún hoy sigue causando asombro.

GENIO Y FIGURA
Para Philippe Brenot, psiquiatra y antropólogo, existe una incuestionable asociación entre genialidad y locura, lo que hace que “los creadores de universos raramente sean seres linfáticos, conformistas y bienpensantes”. Brenot ha estudiado concienzudamente el tema en su libro; “El genio y la locura” (Punto de lectura, 2000). Allí reseña, por ejemplo, que el novelista y ensayista francés André Maurois (1885-1967) había dicho refiriéndose a sus colegas que: “todos serían unos neuróticos si no fueran novelistas []. La neurosis hace al artista, y el arte cura la neurosis”.

ENFERMOS DE ARTE
Brenot asegura que la poesía y la literatura se encuentran a escasa distancia de los trastornos mentales, donde la depresión es uno de sus mecanismos, pero que en la música y la pintura los trastornos son menos frecuentes. Tales asociaciones han estado presentes desde la época de Sócrates, quien pensaba que la verdadera musa de los poetas y filósofos eran sus “demonios” interiores. Pero mientras para unos esto es símbolo de creatividad, para el psiquiatra puede constituir la muestra de una alucinación auditiva.

PASMOSAS ALUCINACIONES
En la Edad Media la locura era un cajón que albergaba a auténticos alienados y a delincuentes, alcohólicos, toxicómanos, vagabundos y aun idiotas o necios. Brenot se pregunta en qué medida los iluminados o visionarios son locos o profetas. “¿No será el profeta un loco que ha triunfado?”, se interroga. La relación entre genio y locura es algo que también asentó Aristóteles, quien señaló que todos los hombres excepcionales en filosofía, ciencias del Estado y poesía eran “manifiestamente melancólicos” y que algunos, incluso, padecían de males cuyo origen era “la bilis negra”, es decir la locura.

EL DELIRIO DE LOS GRANDES
Estas ideas fueron sostenidas por enciclopedistas del siglo XVIII como Diderot o médicos como el holandés Boerhaave (1668-1738) quien en 1750, muy suelto de huesos, afirmaba: “siempre hay cierto delirio en los grandes espíritus”. Pero la proximidad de fronteras entre genio y locura se debería a que los grandes creadores son insumisos. Brenot afirma que “el creador es un ser profundamente asocial, al margen de las convenciones, lo que hará que a menudo se le considere un loco”. La reclusión, la fobia a las multitudes, es vista como signo de demencia; no otra cosa le ha pasado a misóginos empedernidos, como al pianista canadiense Glenn Gould, que a los 32 años abandonó su exitosa carrera de concertista para recluirse y dedicarse a la composición, o al inasible J. D. Salinger, autor de la novela de culto “El guardián en el centeno”, de quien ni sus biógrafos saben nada sobre él.

LA FALSA ECUANIMIDAD
Los filósofos, seres tenidos como ecuánimes, no siempre han hecho honor a tal título. Así lo ha recopilado Simon Critchley en “El libro de los filósofos muertos” (Taurus, 2008). El griego Empédocles se lanzó al volcán Etna con la esperanza de convertirse en un dios. El romano Lucrecio se suicidó tras volverse loco por beber un filtro de amor. El inglés Jeremy Bentham se hizo disecar y su cadáver está sentado, en una urna a la entrada del University College de Londres. Nietzsche descendió gradualmente a la demencia tras contraer la sífilis, cuando estudiante, en un burdel de Colonia. El británico Freddie Ayer, tras atragantarse con un trozo de salmón, aseguró, habiendo entrado a un trance de muerte, haber visto a los amos del universo.

PENSADORES DE OCCIDENTE
Occidente ha resaltado las reflexiones de muchos de estos grandes pensadores sin reparar (o desentendiéndose) de ciertos episodios de sus vidas. Diógenes vivía en un tonel, en verano caminaba sin sandalias sobre la arena caliente y en invierno se abrazaba a estatuas cubiertas de nieve. Hiparquia, una de las primeras filósofas mujeres de la antigüedad, gustaba hacer el amor en público. Durante un banquete, Anaxarco, seguidor de Demócrito, insultó a Nicocreonte, tirano de Chipre. Fue detenido ordenándose su muerte con mazos de hierro pero el autócrata quiso cortarle la lengua; Anaxarco prefirió arrancársela a mordiscos escupiéndosela al déspota. ¿Alguien podrá pensar que estos son actos de cordura?

LA DELGADA LÍNEA
En los creadores, la línea entre cordura e insensatez es muy fina. Hay una larga lista de escritores tenidos como dementes: Hölderlin, Virginia Woolf, Silvia Plath, Artaud, Verlaine, Camille Claudel, Alejandra Pizarnik o Robert Walser (este último se encerró voluntariamente en un manicomio alemán y allí escribió una de sus grandes obras, “Microgramas”, en pequeños papeles y con letra minúscula, donde se puede observar los destellos de la sinrazón, al fin y al cabo sublime). Lo mismo puede decirse de la obra de Salvador Dalí, del propio Van Gogh o de personalidades obsesivas como el compositor Erik Satie, o excéntricos excelsos como Byron, Miguel Ángel, Voltaire o Rousseau.

sábado, 29 de agosto de 2009

Leer a José Balza es siempre recomenzar


Tomado de El Mundo
José Balza es el único escritor que ha vivido 38 años de adolescencia. Cerró esa etapa una mañana, en Samarcanda, cuando comenzó a escribir su novela Percusión, aturdido todavía por el saludo de los poetas de esa ciudad, que llegó a ser capital de una satrapía y una estación noble y de lujo en la Ruta de la Seda.

La frase de bienvenida que eligieron los escritores es esta: «El hombre más bello es el que llega del lugar más lejano.»

Balza (Delta del Orinoco, Venezuela, 1939), dice que enseguida comenzó a trabajar en la novela. La historia de un hombre muy viejo que decide hacer el camino de regreso a su tierra natal y, en la medida que se acerca a sus orígenes, comienza a rejuvenecer y vuelve a ser la misma persona que era antes. El libro traza un círculo de tres circunferencias, en la memoria, el tiempo y el espacio.

Sí. Percusión (l982) es su novela más difundida, elogiada y reconocida.
A lo mejor, es también la que Balza prefiere y relee cuando pierde confianza en el poder real de la literatura. Cuando siente miedo de quedarse abandonado en los catálogos, en la letra B de las antologías, en la humedad de la selva casi deshabitada donde nació y en el viaje de 3.000 kilómetros del Orinoco, un rió inconsciente, con alma de gigante, que por poco se lo traga cuando era niño.

El episodio de la caída al agua y su salvamento al borde de la muerte le quitaron a Balza el miedo congénito que le tenía a las corrientes oscuras y las distancias y le hizo entender mejor su pertenencia definitiva a esa geografía deslumbrante y peligrosa.

En 1965, con su novela Marzo anterior, inauguró las jornadas de lo que él llama «ejercicios narrativos». Cree que su escritura es eso, puros ejercicios que le han permitido publicar, hasta estas fechas, ocho novelas, dos decenas de libros de relatos y más de 20 ensayos sobre literatura, cine, música y artes plásticas, entre otros temas.

Balza utiliza un lenguaje riguroso, cuidado, que trata de entrar a describir lo que pueda estar disimulado por velos y distracciones exteriores. En sus obras hay personas que buscan identidades, tiempos idos, sitios que ya no existen o que son piezas de otros paisaje.

Su literatura se hace del encuentro de un niño que aprendió a leer gracias a una tía que, al mismo tiempo, le cantaba canciones en una región casi deshabitada y virgen, con la de un hombre culto que lo ha leído todo y no abandona su raíz popular porque todavía escucha las rancheras de José Alfredo Jiménez y cree que es el novio de María Félix, muchacha alta y distante de Hermosillo.
El interés de Balza no tiene límites. Nadie le puede poner un narigón a su curiosidad. Va de un ensayo sobre rock and roll a una indagación del bolero, de Jesús Soto a Marcel Proust. A una entrada, con el puñal por delante, a ciertos asuntos de la vida nacional y a la obra de autores venezolanos considerados clásicos y animales sagrados a los que desacraliza y deja en el esqueleto sustantivo.

El poeta y critico peruano Julio Ortega, ha resumido así su visión del novelista deltano: «Leer a Balza es recomenzar: ha construido una fábula del recomienzo de la escritura, lo que en sus libros presupone el inicio de la vida adulta, la recurrencia de la juventud legendaria, el asombro de la aventura emotiva y el descubrimiento de un mundo siempre nuevo gracias al espacio del viaje. Cada novela de Balza es un mapa de los sentidos»,

Otro Julio, que también vivió cerca, Julio Cortázar, escribió que leer a Balza «es a la vez una experiencia honda y fascinante».

Para terminar, quiero compartir con los lectores de EL MUNDO estas consideraciones de Balza sobre lo que él llama el carácter parlanchín del venezolano. No se refiere a nadie directamente.Ni menciona santo: «La oralidad impenitente del venezolano no es mala. Vivimos en el trópico, un trópico lleno de sensualidad, de alegría, de luz, ¿por qué no vamos a expresar eso? Lo que ocurre es que esa oralidad exagerada puede convertirnos en un poco falsos...Nuestra oralidad, que es muy hermosa, se transforma así en una patología del sonido que nos convierte en inhumanos. Nos hace falta un poco de silencio».




Del día hacia la madrugada
La experiencia ha sido nítida y sencilla, lo que me confunde es por qué ocurre conmigo. Amanecía y fui lanzado violentamente contra una pared, que está hecha con cáscaras de huevo o es una inmensa cáscara de huevo, aunque al comienzo me pareció vertical. El impacto hace que en ella queden atrapadas mis manos, trato de separarlas, gesticular, y entonces también los brazos van quedando adentro. Sin advertirlo, penetro. La piel circular impone una sensación de viscosa humedad. Es mediodía. Lentamente vuelvo del aturdimiento y descubro que estoy en una especie de sala inmensa: en ella se acumulan —por momentos en orden, como capas gaseosas— los materiales del sueño. Estoy en el depósito de sueños de los demás.

Diálogo
Si te levanto un poco con la mano izquierda tu único ojo se fijará directamente en mí. Alrededor está la felpa oscura y los emblemas colgantes. Has sido mi testigo desde un tiempo imprecisable. Testigo, ofrenda y arma: lo único que entregué siempre absolutamente. Te dejo descansar: un tubo vibrante que se inclina. Perteneces al silencio de lo recibido: piel entreabriéndose, piel absorbente, piel cálida. Me has representado como un dios. En tus erupciones era yo mismo quien saltaba en el disparo: hacia el punto magnético del deseo, ese centro insatisfecho, naciente, obsesivo. Desde tu ojo que es una boca rosada, has percibido la profundidad mayor que sea posible otorgar por alguien, has entrado a lo mejor del mundo. Nada ignoramos: adelante, me conducías, detrás, dominas, adelante, mueves y conmueves, detrás, nada hay antes ni después, adelante... Qué animal había en ti? Lo macho? De qué sustancia demoníaca se levanta tu subjetividad? Cómo pudiste saber dónde estaba el secreto del placer antes del placer? Tú eres mi eterna respuesta. Por eso te alzas y me conduces. Presientes, ves el torbellino más íntimo al crecer y sólo al dar vas matizando, dulcificas, poseyendo. Poseer es nuestro sino, te entregas como posesión. La humedad hace mayor tu cabeza. Un tótem, una llama dura, que en este instante espera y va a recibir: la ondulación, la tersura, la pasión: el otro cuerpo donde se crea el milagro. Asciendo, tenemos el todo. Veo a través de tu ojo único.


Los superiores
Se reunieron en la alta sala del edificio, siempre impecable y refrescante. Debía ser el hogar de alguno de ellos, informal, acogedor. Se ha dicho que la ciudad guarda un aire de eterna primavera, y una vez más es cierto: por los amplios ventanales corren las lejanas montañas, los árboles, el soplo azul. Una de las parejas trajo café, té y cerveza. En los sofás del fondo hay dos hombres muy viejos y una anciana con comicidad de conejo. Junto a la mesa central, varios niños. El resto son hombres y mujeres próximos a los cuarenta. Alguno, humilde en su traje, otros levemente ostentosos. Han bromeado y reído durante la primera parte de la reunión, pero cuando la pareja termina de colocar vasos y tazas saben que —como lo habían preparado en sesiones anteriores— ha llegado el momento de hablar con decisiones. —...y esto es lo que acordamos. Una ciudad tan grande y actual, sin nosotros —imposible! Los meses y hasta años de encuentros casuales —según hemos confesado otras veces- concluyeron. Hoy iniciamos las reuniones superiores. —Ya todos conocemos el motivo: vamos a hablar directamente acerca de cómo nos gustaría morir. Por qué acallar, ocultar que la idea de muerte nos aterrorizaba? Por qué pensar que morir no puede ser el efecto de un sano deseo? Vivíamos huyendo de esa certeza. Ahora debemos aprender otro tipo de deseo. —Hemos visto cómo en grupo el tema cambia. Y si al estar solos vuelve el temor, podemos llamarnos, consultarnos. —Es un lugar común que para eso nacemos. Hablemos entonces y digamos cuál sería nuestra muerte predilecta. Saber desear es lograr el deseo. —A mí me gustaría... Nadie tenía una inmediata razón para pensar en el final. Y uno tras otro larga, detallada, lúcidamente expusieron su ensoñación, la que nunca antes había sido convertida en palabras. Entonces alguno de ellos pensó —sólo pensó: —Pero no es ésta una manera de arruinar aquello realmente único que poseemos, no es un modo de vulgarizar la muerte? Y sonrió.

¿Por qué se suicidan los poetas?

(Foto: Sylvia Plath y sus hijos)

Tomado de El Heraldo
El suicidio ha hecho correr ríos de tinta. Siempre es un enigma doloroso en busca de respuestas. Y mucho más cuando hablamos del universo de las artes y las letras. Hace pocas semanas, Carlos Janin publicaba un ‘Diccionario del suicidio’ (Laetoli, Pamplona, 2009) de más de 400 páginas en cuyo prólogo puede leerse: “Tan malo me parece condenar a muerte como condenar a vivir”.

En Olifante, en su colección Papeles de Trasmoz, Ricardo Fernández Moyano (nacido en Minaya, Albacete, 1954, pero afincado en Zaragoza desde 1992) presenta ‘Poetas suicidas: sensibilidad o supervivencia’, donde analiza las oscuras razones y la compleja casuística del suicidio de un puñado de autores. Moyano empezó a obsesionarse por este asunto a raíz de la muerte de Hilario Camacho en 2006, tras ingerir un envase de ansiolíticos, y de una conferencia sobre Violeta Parra, que puso fin a sus días de un disparo en 1967.

“El suicidio por sí solo es un tema que llama la atención, que una persona decida quitarse la vida es algo terrible. Desde que fui descubriendo que muchos poetas se habían suicidado, me rondaba en la mente profundizar en este tema, y averiguar las causas que pudieron llevarlos a ello y si en sus obras podría haber indicios que aclararan algo del asunto”, dice.

(Foto: Virginia Wolf)
Hace pocos años tuvo éxito una ‘Antología de poetas suicidas, 1770-1985’ (Ardora, 2005), preparada por José Luis Gallero. ¿Por qué se suicidan los poetas? Responde Moyano: “Las causas son las mismas que en el resto de mortales: desengaños, hastío de vivir, vacío interior... En la mayoría de los casos suele haber asociado algún tipo de enfermedad mental. Los escritores suicidas fueron personas con una sensibilidad tan desbordante que los llevó a su propia autodestrucción”. Por lo regular, según el autor, existen dos tipos específicos: los ocasionales, que se suicidan en un momento de ofuscación, depresión o desengaño, y los ‘vocacionales’, que siempre “han tenido en mente la idea del suicidio, e incluso lo han intentado en varias ocasiones.
Al final, acaban por hacer realidad sus planes”.

Moyano es esencialmente poeta y por eso se ha centrado en ellos. Matiza de inmediato: “También nombro a Hemingway, Larra, Ganivet o Virginia Woolf. De ella transcribo la conmovedora carta que dejó a su marido, Leonard”, antes de acabar con su vida en el río Ouse tras llenar los bolsillos de piedras. Quizá exista otra razón sencilla, cuantitativa: “son muchos los poetas suicidas, algunos de ellos con casos muy complicados.

El caso que más me ha conmovido es el de Sylvia Plath: era una mujer guapa, inteligente, con éxito, parece que nadie pensaría que quisiera acabar con su vida, pero su infelicidad matrimonial unida a un trastorno bipolar que padecía la llevó a tomar esa decisión. La fría mañana del 11 de febrero de 1963, preparó el desayuno de sus hijos, abrió la llave del gas y cocinó su propio cadáver”. Plath ocupa la tercera parte del libro junto a los de la portuguesa Florbela Espanca, la brasileña Ana Cristina Cesar, que se tiró desde un séptimo piso, y Pedro Casariego Córdoba. “Me he interesado mucho este último por ser un gran poeta español casi desconocido, con una extensa obra, y además gran pintor. Se arrojó a un tren en 1993. Uno de los pocos que ha puesto sus ojos en él ha sido Bunbury”. Esa vindicación se ha visto enturbiada por la polémica y una precipitada acusación de plagio.

Las formas de suicidio son muy diferentes.
En algunos escritores de una contumacia increíble, como sucede con el ensayista Ángel Ganivet, del que también se habla. “Se arrojó al Duina desde un barco y volvió a tirarse al río después de ser rescatado; Kostas Karyotakis intentó suicidarse ahogándose en el mar pero como era un buen nadador no lo consiguió, al salir escribió una nota desaconsejando a los que sabían nadar intentar suicidarse de esa forma. A la mañana siguiente se pegó un tiro. Cesare Pavese se tomó dieciséis tubos de somníferos. Yávorov, ciego a resultas de un anterior intento de suicidio, ingirió veneno y, por si alguien lo salvaba, se voló la tapa de los sesos”.

(Foto: Paul Celan)
En ‘Poetas suicidas’ se recuerda la extremada juventud de Chatterton, que tomó arsénico a los 17 años, y con él “inicia el suicidio la edad moderna”; la locura alcohólica de Dylan Thomas, que murió tras beber 18 whiskies; otros se arrojaron al Sena como Paul Celan o al Mar de la Plata como Alfonsina Storni, y hallaron su cadáver en la playa de la Perla. “Hay ejemplos para todos los gustos y algunos muy retorcidos pero no hay un denominador común, cada cual tenía sus ‘motivos’: huían de su propia vida, de sus fracasos artísticos, de sus deseos siempre insatisfechos, de su sensibilidad. Eran exploradores de vastos territorios del alma”.

‘Poetas suicidas’ fue redactado en La Casa del Poeta de Trasmoz. “Solo estuve una semana, pero fue una experiencia muy gratificante. Vivir aislado del ruido de la ciudad y, sobre todo, dejarse invadir por el profundo silencio de la noche me ayudaron mucho a poner en orden las ideas para que éste fuera un libro con sentido”, resume Fernández Moyano.

viernes, 28 de agosto de 2009

Una biografía de Jorge Luis Borges


Tomado de El Porvenir
El 24 de agosto de 1999 nace en Buenos Aires, Argentina, el escritor y poeta Jorge Francisco Isidoro Luis Borges quien es considerado uno de los autores más destacados de la literatura del siglo XX.

Durante su vida literaria publicó ensayos breves, cuentos y poemas. Su obra, fundamental en la literatura y en el pensamiento humano, ha sido objeto de minuciosos análisis y de múltiples interpretaciones.

Trasciende cualquier clasificación y excluye cualquier tipo de dogmatismo. Según Marcos Aguinis, pocos escritores han repercutido tanto en la imaginación de los hombres.

Borges procedía de una familia de próceres que contribuyeron a la independencia del país.

Su antepasado, el coronel Isidro Suárez, había guiado a sus tropas a la victoria en la mítica batalla de Junín; su abuelo Francisco Borges también había alcanzado el rango de coronel.

Pero fue su padre, Jorge Borges Haslam, quien rompiendo con la tradición familiar se empleó como profesor de psicología e inglés.

Estaba casado con la delicada Leonor Acevedo Suárez, y con ella y el resto de su familia abandonó la casa de los abuelos donde había nacido Jorge Luis y se trasladó al barrio de Palermo, a la calle Serrano 2135, donde creció el aprendiz de escritor teniendo como compañera de juegos a su hermana Norah.

En aquella casa ajardinada aprendió Borges a leer inglés con su abuela Fanny Haslam y, como se refleja en tantos versos, los recuerdos de aquella dorada infancia lo acompañarían durante toda su vida.

Apenas con seis años confesó a sus padres su vocación de escritor, e inspirándose en un pasaje del Quijote redactó su primera fábula cuando corría el año 1907: la tituló La visera fatal.

A los diez años comenzó ya a publicar, pero esta vez no una composición propia, sino una brillante traducción al castellano de El príncipe feliz de Oscar Wilde.

En el mismo año en que estalló la Primera Guerra Mundial, la familia Borges recorrió los inminentes escenarios bélicos europeos, guiados esta vez no por un admirable coronel, sino por un ex profesor de psicología e inglés, ciego y pobre, que se había visto obligado a renunciar a su trabajo y que arrastró a los suyos a París, a Milán y a Venecia hasta radicarse definitivamente en la neutral Ginebra cuando estalló el conflicto.

Borges era entonces un adolescente que devoraba incansablemente la obra de los escritores franceses, desde los clásicos como Voltaire o Víctor Hugo hasta los simbolistas, y que descubría maravillado el expresionismo alemán, por lo que se decidió a aprender el idioma descifrando por su cuenta la inquietante novela de Gustav Meyrink El golem.

Hacia 1918 lee asimismo a autores en lengua española como José Hernández, Leopoldo Lugones y Evaristo Carriego y al año siguiente la familia pasa a residir en España, primero en Barcelona y luego en Mallorca, donde al parecer compuso unos versos, nunca publicados, en los que se exaltaba la revolución soviética y que tituló Salmos rojos.

En Madrid trabará amistad con un notable políglota y traductor español, Rafael Cansinos-Assens, a quien extrañamente, a pesar de la enorme diferencia de estilos, proclamó como su maestro.

Conoció también a Valle Inclán, a Juan Ramón Jiménez, a Ortega y Gasset, a Ramón Gómez de la Serna, a Gerardo Diego... Por su influencia, y gracias a sus traducciones, fueron descubiertos en España los poetas expresionistas alemanes, aunque había llegado ya el momento de regresar a la patria convertido, irreversiblemente, en un escritor.

De regreso en Buenos Aires, fundó en 1921 con otros jóvenes la revista Prismas y, más tarde, la revista Proa; firmó el primer manifiesto ultraísta argentino, y, tras un segundo viaje a Europa, entregó a la imprenta su primer libro de versos: Fervor de Buenos Aires (1923).

Seguirán entonces numerosas publicaciones, algunos felices libros de poemas, como Luna de enfrente (1925) y Cuaderno San Martín (1929), y otros de ensayos, como Inquisiciones, El tamaño de mi esperanza y El idioma de los argentinos, que desde entonces se negaría a reeditar.

Durante los años treinta su fama creció en Argentina y su actividad intelectual se vinculó a Victoria y Silvina Ocampo, quienes a su vez le presentaron a Adolfo Bioy Casares, pero su consagración internacional no llegaría hasta muchos años después.

De momento ejerce asiduamente la crítica literaria, traduce con minuciosidad a Virginia Woolf, a Henri Michaux y a William Faulkner y publica antologías con sus amigo.

En 1938 fallece su padre y comienza a trabajar como bibliotecario en las afueras de Buenos Aires; durante las navidades de ese mismo año sufre un grave accidente, provocado por su progresiva falta de visión, que a punto está de costarle la vida.

Al agudizarse su ceguera, deberá resignarse a dictar sus cuentos fantásticos y desde entonces requerirá permanentemente de la solicitud de su madre y de su amigos para poder escribir, colaboración que resultará muy fructífera.

Así, en 1940, el mismo año que asiste como testigo a la boda de Silvina Ocampo y Bioy Casares, publica con ellos una espléndida Antología de la literatura fantástica, y al año siguiente una Antología poética argentina.

En 1942, Borges y Bioy se esconden bajo el seudónimo de H. Bustos Domecq y entregan a la imprenta unos graciosos cuentos policiales que titulan Seis problemas para don Isidro Parodi.

Sin embargo, su creación narrativa no obtiene por el momento el éxito deseado, e incluso fracasa al presentarse al Premio Nacional de Literatura con sus cuentos recogidos en el volumen El jardín de los senderos que se bifurcan, los cuales se incorporarán luego a uno de sus más célebres libros, Ficciones, aparecido en 1944.

Vicisitudes públicas
En 1945 se instaura el peronismo en Argentina, y su madre Leonor y su hermana Norah son detenidas por hacer declaraciones contra el nuevo régimen: habrán de acarrear, como escribió muchos años después Borges, una "prisión valerosa, cuando tantos hombres callábamos", pero lo cierto es que, a causa de haber firmado manifiestos antiperonistas, el gobierno lo apartó al año siguiente de su puesto de bibliotecario y lo nombró inspector de aves y conejos en los mercados, cruel humorada e indeseable honor al que el poeta ciego hubo de renunciar, para pasar, desde entonces, a ganarse la vida como conferenciante.

La policía se mostró asimismo suspicaz cuando la Sociedad Argentina de Escritores lo nombró en 1950 su presidente, habida cuenta de que este organismo se había hecho notorio por su oposición al nuevo régimen.

Ello no obsta para que sea precisamente en esta época de tribulaciones cuando publique su libro más difundido y original, El Aleph (1949), ni para que siga trabajando incansablemente en nuevas antologías de cuentos y nuevos volúmenes de ensayos antes de la caída del peronismo en 1955.

En esta diversa tesitura política, el recién constituido gobierno lo designará, a tenor del gran prestigio literario que ha venido alcanzando, director de la Biblioteca Nacional e ingresará asimismo en la Academia Argentina de las Letras.

Enseguida los reconocimientos públicos se suceden: Doctor Honoris Causa por la Universidad de Cuyo, Premio Nacional de Literatura, Premio Internacional de Literatura Formentor, que comparte con Samuel Beckett, Comendador de las Artes y de las Letras en Francia, Gran Premio del Fondo Nacional de las Artes de Argentina, Premio Interamericano Ciudad de Sèo Paulo...

Inesperadamente, en 1967 contrae matrimonio con una antigua amiga de su juventud, Elsa Astete Millán, boda de todos modos menos tardía y sorprendente que la que formalizaría pocos años antes de su muerte, ya octogenario, con María Kodama, su secretaria, compañera y lazarillo, una mujer mucho más joven que él, de origen japonés y a la que nombraría su heredera universal.

Pero la relación con Elsa fue no sólo breve, sino desdichada, y en 1970 se separaron para que Borges volviera de nuevo a quedar bajo la abnegada protección de su madre.

Los últimos reveses políticos le sobrevinieron con el renovado triunfo electoral del peronismo en Argentina en 1974, dado que sus inveterados enemigos no tuvieron empacho en desposeerlo de su cargo en la Biblioteca Nacional ni en excluirlo de la vida cultural porteña.

Dos años después, ya fuera como consecuencia de su resentimiento o por culpa de una honesta alucinación, Borges, cuya autorizada voz resonaba internacionalmente, saludó con alegría el derrocamiento del partido de Perón por la Junta Militar Argentina, aunque muy probablemente se arrepintió enseguida cuando la implacable represión de Videla comenzó a cobrarse numerosas víctimas y empezaron a proliferar los "desaparecidos" entre los escritores.

El propio Borges, en compañía de Ernesto Sábato y otros literatos, se entrevistó ese mismo año de 1976 con el dictador para interesarse por el paradero de sus colegas "desaparecidos".

De todos modos, el mal ya estaba hecho, porque su actitud inicial le había granjeado las más firmes enemistades en Europa, hasta el punto de que un académico sueco, Artur Ludkvist, manifestó públicamente que jamás recaería el Premio Nobel de Literatura sobre Borges por razones políticas.

Ahora bien, pese a que los académicos se mantuvieron recalcitrantemente tercos durante la última década de vida del escritor, se alzaron voces, cada vez más numerosas, denunciando que esa actitud desvirtuaba el espíritu del más preciado premio literario.

Para todos estaba claro que nadie con más justicia que Borges lo merecía y que era la Academia Sueca quien se desacreditaba con su postura.

La concesión del Premio Cervantes en 1979 compensó en parte este agravio. En cualquier caso, durante sus últimos días Borges recorrió el mundo siendo aclamado por fin como lo que siempre fue: algo tan sencillo e insólito como un "maestro".

La obra de Jorge Luis Borges
Borges es sin duda el escritor argentino con mayor proyección universal. Se hace prácticamente imposible pensar la literatura del siglo XX sin su presencia, y así lo han reconocido no sólo la crítica especializada sino además las diversas generaciones de escritores, que vuelven con insistencia sobre sus páginas como si éstas fueran canteras inextinguibles del arte de escribir.

Borges fue el creador de una cosmovisión muy singular, sostenida sobre un original modo de entender conceptos como los de tiempo, espacio, destino o realidad.

Sus narraciones y ensayos se nutren de complejas simbologías y de una poderosa erudición, producto de su frecuentación de las diversas literaturas europeas, en especial la anglosajona -William Shakespeare, Thomas De Quincey, Rudyard Kipling o Joseph Conrad son referencias permanentes en su obra-, además de su conocimiento de la Biblia, la Cábala judía, las primigenias literaturas europeas, la literatura clásica y la filosofía.

Su riguroso formalismo, que se constata en la ordenada y precisa construcción de sus ficciones, le permitió combinar esa gran variedad de elementos sin que ninguno de ellos desentonara.

El primer libro de poemas de Borges fue Fervor de Buenos Aires (1923), en el que ensayó una visión personal de su ciudad, de evidente cuño vanguardista.

En 1925 dio a conocer Luna de enfrente y, tres años más tarde, Cuaderno San Martín, poemarios en los que aparece con insistencia su mirada sobre las "orillas" urbanas, esos bordes geográficos de Buenos Aires en los que años más tarde ubicará la acción de muchos de sus relatos.

Puede decirse que en estos primeros libros Borges funda con su escritura una Buenos Aires mítica, dándole espesor literario a calles y barrios, portales y patios.

El poeta parece rondar la ciudad como un cazador en busca de imágenes prototípicas, que luego volcará con maestría en sus versos y prosas.

En 1930 publicó Evaristo Carriego, un título esencial en la producción borgeana.

En este ensayo, al tiempo que traza una biografía del poeta popular que da título al libro, se detiene en la invención y narración de diferentes mitologías porteñas, como en la poética descripción del barrio de Palermo.

Evaristo Carriego no responde a la estructura tradicional de las presentaciones biográficas, sino que se sirve de la figura del poeta elegido para presentar nuevas e inéditas visiones de lo urbano, como se manifiesta en capítulos tales como "Las inscripciones de los carros" o "Historia del tango".

Hacia 1932 da a conocer Discusión, libro que reúne una serie de ensayos en los que se pone de manifiesto no sólo la agudeza crítica de Borges sino además su capacidad en el arte de conmover los conceptos tradicionales de la filosofía y la literatura.

Además de las páginas dedicadas al análisis de la poesía gauchesca, este volumen integra capítulos que han servido como venero de asuntos de reflexión para los escritores argentinos, tales como "El escritor argentino y la tradición", "El arte narrativo y la magia" o "La supersticiosa ética del lector".

En 1935 aparece Historia universal de la infamia, con textos que el propio autor califica como ejercicios de prosa narrativa y en los que es evidente la influencia de Robert Louis Stevenson y Gilbert Chesterton.

Este volumen incluye uno de sus cuentos más famosos, "El hombre de la esquina rosada".

Cansado del ultraísmo (escuela experimental de poesía que se desarrolló a partir del cubismo y futurismo) que él mismo había traído de España, intenta fundar un nuevo tipo de regionalismo, enraizado en una perspectiva metafísica de la realidad.

Escribe cuentos y poemas sobre el suburbio porteño, sobre el tango, sobre fatales peleas de cuchillo ("Hombre de la esquina rosada", "El Puñal".

Pronto se cansará también de este ismo y empezará a especular por escrito sobre la narrativa fantástica o mágica, hasta punto de producir durante dos décadas, 1930-1950, algunas de las más extraordinarias ficciones de este siglo (Historia universal de la infamia,1935; Ficciones, 1935-1944; El Aleph, 1949; entre otros).

En 1961 comparte con Samuel Beckett el Premio Formentor otorgado por el Congreso Internacional de Editores, y que será el comienzo de su reputación en todo el mundo occidental.

Recibirá luego el título de Commendatore por el gobierno italiano, el de Comandante de la Orden de las Letras y Artes por el gobierno francés, la Insignia de Caballero de la Orden del Imperio Británico y el Premio Cervantes, entre otros numerosísimos premios y títulos.

Una encuesta mundial publicada en 1970 por el Corriere della Sera revela que Borges obtiene allí más votos como candidato al Premio Nobel que Solzhenitsyn, a quien la Academia Sueca distinguirá ese año.

El 27 de Marzo de 1983 publica en el diario La Nación de Buenos Aires el relato "Agosto 25, 1983", en que profetiza su suicidio para esa fecha exacta.

Preguntado tiempo más tarde sobre por qué no se había suicidado en la fecha anunciada, contesta lisamente: "Por cobardía".

Ese mismo año la Academia sueca otorga el Premio Nobel a William Golding; uno de los académicos denuncia la mediocridad de la elección.

Todos siguen preguntándose por qué Borges es sistemáticamente soslayado. El premio a Golding parece dar la razón a los que dudan de que los académicos suecos sepan realmente leer.

Jorge Luis Borges murió en Ginebra el 14 de junio de 1986.

José Saramago con nueva novela


Tomado de La Vanguardia
José Saramago vuelve a ocuparse de la religión en Caín, su nueva novela, que se publicará en octubre, en la que redime a su protagonista del asesinato de Abel y señala a Dios "como el autor intelectual al despreciar el sacrificio que Caín le había ofrecido". Su editor en portugués, Zeferino Coelho, la llevará a la Feria del Libro de Fráncfort el próximo octubre y a finales de ese mes estará en las librerías de Portugal, América Latina y España, aquí también en catalán.

Será en Lisboa, en su presentación mundial, donde el Nobel hable por primera vez de su nuevo libro, pero desde su casa de Lanzarote, donde pasa el verano y ya prepara las maletas para volver a Lisboa, ha explicado a Efe a través del correo electrónico que lo que nos ha querido decir con Caín es que "Dios no es de fiar. ¿Qué diablos de Dios es éste que, para enaltecer a Abel, desprecia a Caín?".

Casi veinte años después de su discutido libro El evangelio según Jesucristo, que fue vetado por el Gobierno portugués para competir por el Premio Europeo de Literatura, el Nobel luso hace un irreverente, irónico y mordaz recorrido por diversos pasajes de la Biblia pero no teme que vuelvan a crucificarle. "Algunos tal vez lo harán -explica Saramago-, pero el espectáculo será menos interesante. El Dios de los cristianos no es ese Jehová. Es más, los católicos no leen el Antiguo Testamento. Si los judíos reaccionan no me sorprenderé. Ya estoy habituado. Pero me resulta difícil comprender cómo el pueblo judío ha hecho del Antiguo Testamento su libro sagrado. Eso es un chorro de absurdos que un hombre solo sería incapaz de inventar. Fueron necesarias generaciones y generaciones para producir ese engendro".

José Saramago no considera este libro su particular y definitivo ajuste de cuentas con Dios -"las cuentas con Dios no son definitivas", dice-, pero sí con los hombres que lo inventaron. "Dios, el demonio, el bien, el mal, todo eso está en nuestra cabeza, no en el cielo o en el infierno, que también inventamos. No nos damos cuenta de que, habiendo inventado a Dios, inmediatamente nos esclavizamos a él", explica el autor.

Niega que la cercanía de la muerte, hace ahora un año debido a su enfermedad, le hiciera pensar más en Dios. "Tengo asumido que Dios no existe, por tanto no tuve que llamarlo en la gravísima situación en que me encontraba. Y si lo llamara, si de pronto él apareciera, ¿qué tendría que decirle o pedirle, que me prolongase la vida?" Y continúa Saramago: "Moriremos cuando tengamos que morir. A mí me salvaron los médicos, me salvó Pilar (su esposa y traductora), me salvó el excelente corazón que tengo, a pesar de la edad. Lo demás es literatura, y de la peor".

Hace un año, el escritor sorprendió a sus lectores por la ironía y el humor que destilan de las páginas de El viaje del elefante y ahora vuelve a las andadas con Caín. Para él es un misterio. Y reflexiona: "No fue deliberado ni premeditado, la ironía y el humor aparecen en las primeras líneas de ambos libros. Podía haberlo contrariado e imprimirle un tono solemne a la narrativa, pero lo que está me vino ofrecido en una bandeja de plata, sería una estupidez rechazarlo".

El escritor empezó a pensar en Caín hace muchos años, pero se puso a escribirlo en diciembre de 2008 y lo terminó en menos de cuatro meses. "Estaba en una especie de trance. Nunca me había sucedido, por lo menos con esta intensidad, con esta fuerza", rememora para Efe. Saramago, que una vez escribió que "somos cuentos de cuentos contando cuentos, nada" y así sigue viéndose, escribe más y más rápido que nunca (tres libros en un año), quizás como la mejor manera de seguir vivo. "Es verdad. Tal vez la analogía perfecta sea la de la vela que lanza una llama más alta en el momento en que va a apagarse. De todos modos, no se preocupen, no pienso apagarme tan pronto", sentencia.

En su blog (blog.josesaramago.org) aparece el anuncio de la nueva novela y una carta de la presidenta de la Fundación Saramago, Pilar del Río, en la que anuncia a los lectores del Nobel que este Caín no les dejará indiferentes.

Acercamiento a Elizabeth Schön

miércoles, 26 de agosto de 2009

25 años sin Truman Capote


Tomado de El País
"Sagaz, amable, divertido y extremadamente cariñoso. Pero bajo los efectos del alcohol su agresividad se disparaba, mordía". Así describió el fotógrafo Richard Avedon a uno de sus mejores amigos, el escritor estadounidense Truman Capote, con quien colaboró en el reportaje del que después nacería un libro sin el que es imposible entender la literatura o el periodismo actual, A sangre fría. Hoy se conmemora el 25 aniversario de la muerte de este escritor extremo, polémico y genial que con aquel título abrió las puertas de lo que se llamaría la novela de no ficción, uno de los géneros quizás más exitosos de la actualidad.

Falleció en Los Angeles mientras dormía a los 59 años, víctima de una flebitis y con múltiples sustancias tóxicas en su cuerpo. Fue un final triste para un hombre que había alcanzado fama internacional en 1965 con la publicación de A Sangre fría y que tras aquel triunfo no consiguió volver a escribir practicamente nada relevante en dos décadas.

Antes de la publicación de aquel libro Capote ya era un conocido escritor no excesivamente prolífico pero al que títulos como Desayuno en Tiffanys y múltiples relatos cortos le hicieron ganarse la admiración de sus contemporáneos. Su estilo hizo que autores como Norman Mailer le definieran como "el escritor más perfecto de mi generación".

Además de su talento como escritor, Capote tenía fama de ser un conversador excepcionalmente entretenido, por lo que tanto la intelectualidad neoyorquina como las celebridades más frívolas de la época se lo rifaban para que acudiera a los eventos. Sin duda eran otros tiempos puesto lo que hoy se busca es la compañía de personajes huecos como Lindsay Lohan o Paris Hilton. Aunque, al igual que esas famosas de la actualidad, Capote también acabó ahogándose en su propio éxito y fue carne de revista rosa que explotó sus debilidades alcohólicas hasta el final.

Según contaba Philipp Seymour Hoffman, quien le interpretó en la oscarizada película Capote hace cuatro años, "era un hombre que no tenía poder sobre sus propios demonios. Pero eso no es una excusa. Hizo cosas que tienen que ser criticadas. Pero tenía algo que le impedía superar sus propias compulsiones y eso acabó con él". Aquel filme se centraba en la historia que rodeó la construcción y publicación de A sangre fría, un libro que originalmente nació como un reportaje de investigación para la revista The New Yorker. El sangriento asesinato de una familia en un paraje de la América profunda fue el punto de partida para una historia que llevó a Capote hasta Holcomb (Kansas), donde su carácter extravagante y su homosexualidad explícita le hicieron en un primer momento, ser rechazado por los habitantes del pueblo.

No obstante, su perseverancia y su encanto personal le ayudaron a ganarse su confianza y así pudo comenzar a escribir una historia en torno al crimen y sus consecuencias en la que incluyó las miradas de los habitantes Holcomb y que dio un giro radical cuando los asesinos fueron arrestados. Ahí fue cuando decidió que el relato podría convertirse en libro. Capote optó por hacerse amigo de uno de los asesinos, Perry Smith, para poder incluir en su libro también su punto de vista y cuando tuvo todo el material listo, se alejó de él y le abandonó a su suerte, esperando con ansiedad a que fuera ejecutado para poder publicar su novela. Esa larga espera de seis años pudo con él, según sus contemporáneos.

Capote había nacido en Nueva Orleans y su infancia estuvo marcada por la soledad. Sus padres se divorciaron cuando apenas tenía cuatro años y fue criado por parientes lejanos hasta que a los 11 años se mudó a Nueva York con su madre y su padrastro, de quien tomó su apellido. Se refugió pronto en la escritura y con veinte años ya estaba publicando sus relatos en revistas como Harper's Bazaar o The Atlantic Monthly. Su primera novela fue Other voices, other rooms, un éxito de crítica que le dio fama instántanea en 1948. Ahí comenzaron sus años de gloria con colaboraciones en Broadway y en Hollywood y otros éxitos sonados como Desayuno en Tiffany's. No obstante fue A sangre fría la novela que puso el broche a una trayectoría que sin embargo, cayó en picado tras aquel libro. Se volvió alcohólico y las noticias sobre sus entradas y salidas de las clínicas de rehabilitación sustituyeron a las relacionadas con su obra, que pasó a ser casi inexistente.

Curiosamente, más de 20 años después de su muerte, se descubrió la existencia de su primera novela, Summer Crossing, nunca publicada, y cuyo manuscrito se creía perdido. Se editó en 2006 y fue muy bien recibida por la crítica.



Tomado de ABC
Me lo recuerda Tulio Demicheli. Hace ya veinticinco años que Truman Capote se nos fue de este mundo. ¿Tanto?, es la pregunta tonta que uno se hace a continuación para, más tarde, un poco más reposado, darse cuenta poco a poco de que en realidad ese período de tiempo es casi una vida y a la velocidad a que va todo es algo más que una vida, es un modo de vivir, un modo que echamos de menos por motivos menos banales que la nostalgia, y ni que decir tiene que esos motivos tienen que ver con que Truman Capote revolucionó nuestro oficio, éste en el que nos reconocemos cuando abrimos un diario, dignificándolo hasta el punto de hacer de él casi un arte noble, exquisito, carísimo, algo que, en fin, dio sus últimas boqueadas hace pocos años y que tal como se encuentra la profesión hoy día hace que algunos nos preguntemos si en realidad existió alguna vez aquello que se llamó «nuevo periodismo». Y si no fue uno de tantos espejismos tan propios de la época, al modo del hippismo a lo Timothy Leary, el hacerse amigo de un chamán como don Juan y sus enseñanzas, que te abriese las puertas de la percepción mental, y cosas así. Y y si, otra vez leída de nuevo, aquella mítica entrevista de Capote a Marlon Brando, se dice que ni siquiera empleó magnetófono, era tan buena como nos pareció en su momento y, es más, incluso, si leída ahora «A sangre fría», nos produciría el impacto de la primera vez que la leímos.
Juego con trampa. En realidad nunca he abandonado la lectura de Truman Capote y, si bien es cierto que la banal película que se hizo de su figura no ayudó nada a que volviera en ese momento a leer un libro suyo, no tengo la menor duda de que cada vez que leo a Capote vuelvo a escuchar esa enorme tensión lírica de los narradores del Sur, los Faulkner, Sherwood Anderson, Eudora Welty, O´Brien... que ha representado en buena manera la búsqueda más consciente de una forma en la literatura norteamericana, vuelvo a escuchar la voz susurrante del pequeño geniecillo de aspecto frágil con mente de víbora y talento literario a rabiar que ha hecho que otros autores más ricos, más conscientes de su ancestral linaje, con una obra más voluminosa, como Gore Vidal, se sintieran empequeñecidos y abrumados ante los tortuosos caminos de este pequeño escritor neurótico pero dotado de un genio indudable, único; y me afirmo en ese don.
Lo triste del asunto, pero parece que suele pasar casi siempre, es que su legado, el de las novelas y sus cuentos largos como «Desayuno en Tiffany´s», el de sus narraciones como «Música para camaleones», desde luego, el del modo de hacer reportajes periodísticos, suele ocultarse en aras de recordar sus chistes brillantes, su lengua viperina, su ingenio a toda prueba. Cierto que cultivó ese gesto y ahora ese gesto parece volverse en su contra. ¿En su contra? No lo tengo tan claro. Los malentendidos no suelen mantener largo tiempo su dominio.

domingo, 23 de agosto de 2009

Acerca de Leopoldo María Panero


Reportaje hecho para El País (junio de 2007)
"Este camarero está planeando cómo matarme". Leopoldo María Panero (Madrid, 1948) está sentado en una terraza de la Feria del Libro de Madrid. Ha salido unos días del hospital psiquiátrico de Las Palmas, su casa desde hace años, para presentar dos nuevos libros, uno de narrativa -Papá, dame la mano que tengo miedo (editorial Cahoba)- y otro de poemas -Jardín en vano (Arena)-. Acaba de llegar a la cita con su pantalón de pinzas azul y su camisa de cuadros y lo primero que quiere contar el autor de Así se fundó Carnaby Street (1970) y Poemas del manicomio de Mondragón (1987) es que está "harto del proletariado". Cree que la CIA tiene un plan para asesinarlo y no se sabe muy bien si son "los masones" o "los aliados" la "pandilla de tipejos" que pretende cortarle, dice, "los pies y la polla".

Es jueves. La gente curiosea en las casetas instaladas en el parque del Retiro. Hace sol. Pegada a él ha venido Tania Fránquez, una chica de 20 años amiga suya. "Nos conocemos porque Leopoldo viene todos los días a la librería-bar en la que trabajo, allí en Las Palmas", explica. Lo cuida, le da las medicinas. Vigila que no le atropelle un coche. Traduce su idioma. Ella nunca ha estado antes en Madrid. Descubre la ciudad al lado de Panero.
De camino hacia la Fnac de Callao, donde él hablará sobre sus nuevos libros a las ocho, va cantando la canción del mariachi, de Desperado, película que protagonizaba Antonio Banderas.

"Me gustan las mujeres, el vino y el ron... ay, ay, ay, ay mi morena de mi corazón". Panero necesita coger un taxi: "No soporto andar por la calle. Todo el rato me llegan mensajes telepáticos de la gente, me llegan sus pensamientos, aunque yo no he oído voces en mi vida"
[en Papá dame la mano... dice que los libros le hablan]. "Estoy en conversación con los difuntos y escucho con mis ojos a los muertos", responde. Cuando Panero habla, no hay solución de continuidad entre Wittgenstein y Eliot, entre ETA -"no entiendo por qué pusieron la bomba en la T-4"- y Poe, que es "un poeta en abstracto".

A la media hora del encuentro, queda claro que no hay ninguna razón para suponer que el discurso del poeta podría adquirir forma en una fórmula pregunta-respuesta. También Papá, dame la mano... es un libro mestizo, ni una novela ni un poema en prosa. Más bien se parece a una perfecta elaboración de su manera de hablar. Cuando no fuma o bebe Coca-Cola Light, cita constantemente, también en inglés y francés. En la escritura le ayuda su amigo Félix Caballero. Su misión consiste en atrapar sus palabras, canalizar su poesía. Un interrogante eterno serpentea en estos dos libros: "¿Quién soy yo?". Y sobre la identidad él responde que Oscar Wilde la perdió cuando llegó a París.

En el taxi no se puede fumar. Panero se interesa por el café a 80 céntimos que toma Zapatero. El conductor se ríe y comenta que el presidente no debe salir mucho a la calle, y que además debe de ser "horrible" no poder hacerlo solo. Siempre acompañado, siempre con escoltas. Panero y Fránquez van detrás. Él le pregunta a su amiga que cuál es su palabra favorita. "Púrpura", dice la chica. "Las mías son acezar ["jadear", define la RAE] y estantigua [ "procesión de fantasmas, o fantasma que se ofrece a la vista por la noche, causando pavor y espanto"]".

A Panero le encanta contar chistes e inventarse nombres para la gente. "Es lo que hace todo el tiempo cuando estoy con él", dice Fránquez. "Y escribir poemas conmigo". Han llegado a Callao, justo al lado de donde Panero hablará de sus libros. Están sentados en una terraza y enseguida aparecen los editores y los presentadores del acto, Diego Medrano, autor de El clítoris de Camille y de Los héroes inútiles, y Eugenia Rico, de La muerte blanca. Panero comparte con Medrano el contenido de Los héroes inútiles, un epistolario de la correspondencia entre ambos. No conoce a Eugenia, pero bromea y la llama Paquita.

También está en la caseta Thomas Canet, el fotógrafo que capturó la imagen de la portada de Papá, dame la mano... En ella Panero sujeta una calavera entre sus piernas.
La idea surgió del poema del propio Panero Canción para una discoteca, que después interpretaría Enrique Bunbury en el disco homenaje (con el nombre del poeta) que editó junto a Carlos Ann, José María Ponce y Bruno Galindo: "No tenemos fe / al otro lado de esta vida / sólo espera el rock and roll / lo dice la calavera que hay entre mis manos".

Prin lalá [el nombre del perro imaginario de Panero] es otro grupo que ha puesto música a uno de sus poemas: En los pantanos de la memoria. Traen un cartón de tabaco y una bolsa llena de latas de Coca-Cola Light. Panero se siente mucho mejor. "A mí lo que me gustaría es rodar un videoclip de Coca-Cola o de tabaco", dice Panero entusiasmado. "Diría: ¡Coca-Cola, la bebida de los dioses!" y estalla a reír.

El cine es una de las constantes de su obra. El brutal título Papá, dame la mano que tengo miedo, la expresión más depurada del desvalimiento, está tomado de la película Peeping Tom (El fotógrafo del pánico, Michael Powell, 1960). En ella un fotógrafo asesina a sus víctimas con una cámara para captar la imagen última del terror. Y lo hace porque su padre lo utilizaba de niño para medir la respuesta al miedo sometiéndolo a todo tipo de torturas. "Sin cine no podríamos soñar, sales de ver Batman y aún sigues soñando", dice.

No hay dónde sentarse en el salón de actos de la Fnac. Los fans de Panero, muy jóvenes, han venido con libros y cámaras digitales. Además de firma, quieren tener una foto con él. Teresa Cortés, de 18 años, asegura que la única poesía que lee es la de Panero. Rafael Romero, de 28, dice estar "alucinado" por conocer "al poeta vivo más importante de España". Panero sonríe. Para las fotos levanta el puño en plan comunista. En la presentación declara: "Yo no me suicido ni a tiros, aunque ganas no me faltan porque me han destrozado la vida sistemáticamente".

El día a día de Panero consiste en despertarse "a las ocho de la mañana" y en tomarse, después, "el veneno". "Luego voy al banco y a la universidad", concreta. "En el psiquiátrico de Las Palmas se piensan que soy el oráculo de Delfos. ¿Te cuento un chiste de locos?".

En la cena que sigue a la presentación, a Panero el Anticristo se le pega a la provoletta, la carne asada le huele a Dylan Thomas "death, you shall die
", declama solemne. Luego calla, y de vez en cuando abre la boca para decir que es Leopoldo María Panero, "hijo y hermano de poetas".

Su editora le dice que es un genio y él le dice que quiere agua mineral. El hombre que ha frecuentado el abismo en la poesía, pero también en psiquiátricos y bares; el que ha escrito 43 libros. El que se estudia en la universidad como el poeta maldito español por antonomasia. En Papá, dame la mano... ha escrito: "El miedo es la única garantía de mi vida". Él, ahora, en la terraza del Círculo de Bellas Artes, el viernes antes de comer, confiesa muy serio que le tiene miedo a la muerte.

jueves, 20 de agosto de 2009

Poemas de Leopoldo María Panero

Soy menos que un disparo entre el junco
entre el junco cruel de la memoria
que es más cruel aun que la vida
y es que la memoria
no perdona, no perdonan los recuerdos
sitiando a un hombre en la orilla de la calle
donde mi pie se mueve, y es sólo
memoria de un pie, recuerdo de la calle
en que los recuerdos asaltan al hombre
donde aun me acuerdo de mí, pobre hombre
cuya cabeza cercenan los recuerdos
¡Ay del hombre que es sólo memoria!


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Ah el río
el río insomne de la vida
no soy cucaracha, sino rana
devota de la nada,
devota del poema
que se escribe como un látigo contra el hombre
como el dolor del pensamiento
como el sufrir de la nada


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En la playa de la noche
mostraba mis ojos a las sirenas
que jugaban impunemente con mi pene
con el falo que en el lecho maloliente
deshacen los sueños y cae la piedra
del pensamiento al suelo.

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Más allá de donde
aún se esconde la vida, queda
un reino, queda cultivar
como un rey su agonía,
hacer florecer como un reino
la sucia flor de la agonía:
yo que todo lo prostituí, aún puedo
prostituir mi muerte y hacer
de mi cadáver el último poema.

domingo, 9 de agosto de 2009

"Un señor muy viejo con unas alas enormes" de Gabriel García Márquez


Al tercer día de lluvia habían matado tantos cangrejos dentro de la casa, que Pelayo tuvo que atravesar su patio anegado para tirarlos al mar, pues el niño recién nacido había pasado la noche con calenturas y se pensaba que era causa de la pestilencia. El mundo estaba triste desde el martes. El cielo y el mar eran una misma cosa de ceniza, y las arenas de la playa, que en marzo fulguraban como polvo de lumbre, se habían convertido en un caldo de lodo y mariscos podridos. La luz era tan mansa al mediodía, que cuando Pelayo regresaba a la casa después de haber tirado los cangrejos, le costó trabajo ver qué era lo que se movía y se quejaba en el fondo del patio. Tuvo que acercarse mucho para descubrir que era un hombre viejo, que estaba tumbado boca abajo en el lodazal, y a pesar de sus grandes esfuerzos no podía levantarse, porque se lo impedían sus enormes alas.

Asustado por aquella pesadilla, Pelayo corrió en busca de Elisenda, su mujer, que estaba poniéndole compresas al niño enfermo, y la llevó hasta el fondo del patio. Ambos observaron el cuerpo caído con un callado estupor. Estaba vestido como un trapero. Le quedaban apenas unas hilachas descoloridas en el cráneo pelado y muy pocos dientes en la boca, y su lastimosa condición de bisabuelo ensopado lo había desprovisto de toda grandeza. Sus alas de gallinazo grande, sucias y medio desplumadas, estaban encalladas para siempre en el lodazal. Tanto lo observaron, y con tanta atención, que Pelayo y Elisenda se sobrepusieron muy pronto del asombro y acabaron por encontrarlo familiar. Entonces se atrevieron a hablarle, y él les contestó en un dialecto incomprensible pero con una buena voz de navegante. Fue así como pasaron por alto el inconveniente de las alas, y concluyeron con muy buen juicio que era un náufrago solitario de alguna nave extranjera abatida por el temporal. Sin embargo, llamaron para que lo viera a una vecina que sabía todas las cosas de la vida y la muerte, y a ella le bastó con una mirada para sacarlos del error.

- Es un ángel –les dijo-. Seguro que venía por el niño, pero el pobre está tan viejo que lo ha tumbado la lluvia.

Al día siguiente todo el mundo sabía que en casa de Pelayo tenían cautivo un ángel de carne y hueso. Contra el criterio de la vecina sabia, para quien los ángeles de estos tiempos eran sobrevivientes fugitivos de una conspiración celestial, no habían tenido corazón para matarlo a palos. Pelayo estuvo vigilándolo toda la tarde desde la cocina, armado con un garrote de alguacil, y antes de acostarse lo sacó a rastras del lodazal y lo encerró con las gallinas en el gallinero alumbrado. A media noche, cuando terminó la lluvia, Pelayo y Elisenda seguían matando cangrejos. Poco después el niño despertó sin fiebre y con deseos de comer. Entonces se sintieron magnánimos y decidieron poner al ángel en una balsa con agua dulce y provisiones para tres días, y abandonarlo a su suerte en altamar. Pero cuando salieron al patio con las primeras luces, encontraron a todo el vecindario frente al gallinero, retozando con el ángel sin la menor devoción y echándole cosas de comer por los huecos de las alambradas, como si no fuera una criatura sobrenatural sino un animal de circo.

El padre Gonzaga llegó antes de las siete alarmado por la desproporción de la noticia. A esa hora ya habían acudido curiosos menos frívolos que los del amanecer, y habían hecho toda clase de conjeturas sobre el porvenir del cautivo. Los más simples pensaban que sería nombrado alcalde del mundo. Otros, de espíritu más áspero, suponían que sería ascendido a general de cinco estrellas para que ganara todas las guerras. Algunos visionarios esperaban que fuera conservado como semental para implantar en la tierra una estirpe de hombres alados y sabios que se hicieran cargo del Universo. Pero el padre Gonzaga, antes de ser cura, había sido leñador macizo. Asomado a las alambradas repasó un instante su catecismo, y todavía pidió que le abrieran la puerta para examinar de cerca de aquel varón de lástima que más parecía una enorme gallina decrépita entre las gallinas absortas. Estaba echado en un rincón, secándose al sol las alas extendidas, entre las cáscaras de fruta y las sobras de desayunos que le habían tirado los madrugadores. Ajeno a las impertinencias del mundo, apenas si levantó sus ojos de anticuario y murmuró algo en su dialecto cuando el padre Gonzaga entró en el gallinero y le dio los buenos días en latín. El párroco tuvo la primera sospecha de impostura al comprobar que no entendía la lengua de Dios ni sabía saludar a sus ministros. Luego observó que visto de cerca resultaba demasiado humano: tenía un insoportable olor de intemperie, el revés de las alas sembrado de algas parasitarias y las plumas mayores maltratadas por vientos terrestres, y nada de su naturaleza miserable estaba de acuerdo con la egregia dignidad de los ángeles. Entonces abandonó el gallinero, y con un breve sermón previno a los curiosos contra los riesgos de la ingenuidad. Les recordó que el demonio tenía la mala costumbre de recurrir a artificios de carnaval para confundir a los incautos. Argumentó que si las alas no eran el elemento esencial para determinar las diferencias entre un gavilán y un aeroplano, mucho menos podían serlo para reconocer a los ángeles. Sin embargo, prometió escribir una carta a su obispo, para que éste escribiera otra al Sumo Pontífice, de modo que el veredicto final viniera de los tribunales más altos.

Su prudencia cayó en corazones estériles. La noticia del ángel cautivo se divulgó con tanta rapidez, que al cabo de pocas horas había en el patio un alboroto de mercado, y tuvieron que llevar la tropa con bayonetas para espantar el tumulto que ya estaba a punto de tumbar la casa. Elisenda, con el espinazo torcido de tanto barrer basura de feria, tuvo entonces la buena idea de tapiar el patio y cobrar cinco centavos por la entrada para ver al ángel.

Vinieron curiosos hasta de la Martinica. Vino una feria ambulante con un acróbata volador, que pasó zumbando varias veces por encima de la muchedumbre, pero nadie le hizo caso porque sus alas no eran de ángel sino de murciélago sideral. Vinieron en busca de salud los enfermos más desdichados del Caribe: una pobre mujer que desde niña estaba contando los latidos de su corazón y ya no le alcanzaban los números, un jamaicano que no podía dormir porque lo atormentaba el ruido de las estrellas, un sonámbulo que se levantaba de noche a deshacer dormido las cosas que había hecho despierto, y muchos otros de menor gravedad. En medio de aquel desorden de naufragio que hacía temblar la tierra, Pelayo y Elisenda estaban felices de cansancio, porque en menos de una semana atiborraron de plata los dormitorios, y todavía la fila de peregrinos que esperaban su turno para entrar llegaba hasta el otro lado del horizonte.

El ángel era el único que no participaba de su propio acontecimiento. El tiempo se le iba buscando acomodo en su nido prestado, aturdido por el calor de infierno de las lámparas de aceite y las velas de sacrificio que le arrimaban a las alambradas. Al principio trataron de que comiera cristales de alcanfor, que, de acuerdo con la sabiduría de la vecina sabia, era el alimento específico de los ángeles. Pero él los despreciaba, como despreció sin probarlos los almuerzos papales que le llevaban los penitentes, y nunca se supo si fue por ángel o por viejo que terminó comiendo nada más que papillas de berenjena. Su única virtud sobrenatural parecía ser la paciencia. Sobre todo en los primeros tiempos, cuando le picoteaban las gallinas en busca de los parásitos estelares que proliferaban en sus alas, y los baldados le arrancaban plumas para tocarse con ellas sus defectos, y hasta los más piadosos le tiraban piedras tratando de que se levantara para verlo de cuerpo entero. La única vez que consiguieron alterarlo fue cuando le abrasaron el costado con un hierro de marcar novillos, porque llevaba tantas horas de estar inmóvil que lo creyeron muerto. Despertó sobresaltado, despotricando en lengua hermética y con los ojos en lágrimas, y dio un par de aletazos que provocaron un remolino de estiércol de gallinero y polvo lunar, y un ventarrón de pánico que no parecía de este mundo. Aunque muchos creyeron que su reacción no había sido de rabia sino de dolor, desde entonces se cuidaron de no molestarlo, porque la mayoría entendió que su pasividad no era la de un héroe en uso de buen retiro sino la de un cataclismo en reposo.

El padre Gonzaga se enfrentó a la frivolidad de la muchedumbre con fórmulas de inspiración doméstica, mientras le llegaba un juicio terminante sobre la naturaleza del cautivo. Pero el correo de Roma había perdido la noción de la urgencia. El tiempo se les iba en averiguar si el convicto tenía ombligo, si su dialecto tenía algo que ver con el arameo, si podía caber muchas veces en la punta de un alfiler, o si no sería simplemente un noruego con alas. Aquellas cartas de parsimonia habrían ido y venido hasta el fin de los siglos, si un acontecimiento providencial no hubiera puesto término a las tribulaciones del párroco.

Sucedió que por esos días, entre muchas otras atracciones de las ferias errantes del Caribe, llevaron al pueblo el espectáculo triste de la mujer que se había convertido en araña por desobedecer a sus padres. La entrada para verla no sólo costaba menos que la entrada para ver al ángel, sino que permitían hacerle toda clase de preguntas sobre su absurda condición, y examinarla al derecho y al revés, de modo que nadie pusiera en duda la verdad del horror. Era una tarántula espantosa del tamaño de un carnero y con la cabeza de una doncella triste. Pero lo más desgarrador no era su figura de disparate, sino la sincera aflicción con que contaba los pormenores de su desgracia: siendo casi una niña se había escapado de la casa de sus padres para ir a un baile, y cuando regresaba por el bosque después de haber bailado toda la noche sin permiso, un trueno pavoroso abrió el cielo en dos mitades, y por aquella grieta salió el relámpago de azufre que la convirtió en araña. Su único alimento eran las bolitas de carne molida que las almas caritativas quisieran echarle en la boca. Semejante espectáculo, cargado de tanta verdad humana y de tan temible escarmiento, tenía que derrotar sin proponérselo al de un ángel despectivo que apenas si se dignaba mirar a los mortales. Además los escasos milagros que se le atribuían al ángel revelaban un cierto desorden mental, como el del ciego que no recobró la visión pero le salieron tres dientes nuevos, y el del paralítico que no pudo andar pero estuvo a punto de ganarse la lotería, y el del leproso a quien le nacieron girasoles en las heridas. Aquellos milagros de consolación que más bien parecían entretenimientos de burla, habían quebrantado ya la reputación del ángel cuando la mujer convertida en araña terminó de aniquilarla. Fue así como el padre Gonzaga se curó para siempre del insomnio, y el patio de Pelayo volvió a quedar tan solitario como en los tiempos en que llovió tres días y los cangrejos caminaban por los dormitorios.

Los dueños de la casa no tuvieron nada que lamentar. Con el dinero recaudado construyeron una mansión de dos plantas, con balcones y jardines, y con sardineles muy altos para que no se metieran los cangrejos del invierno, y con barras de hierro en las ventanas para que no se metieran los ángeles. Pelayo estableció además un criadero de conejos muy cerca del pueblo y renunció para siempre a su mal empleo de alguacil, y Elisenda se compró unas zapatillas satinadas de tacones altos y muchos vestidos de seda tornasol, de los que usaban las señoras más codiciadas en los domingos de aquellos tiempos. El gallinero fue lo único que no mereció atención. Si alguna vez lo lavaron con creolina y quemaron las lágrimas de mirra en su interior, no fue por hacerle honor al ángel, sino por conjurar la pestilencia de muladar que ya andaba como un fantasma por todas partes y estaba volviendo vieja la casa nueva. Al principio, cuando el niño aprendió a caminar, se cuidaron de que no estuviera cerca del gallinero. Pero luego se fueron olvidando del temor y acostumbrándose a la peste, y antes de que el niño mudara los dientes se había metido a jugar dentro del gallinero, cuyas alambradas podridas se caían a pedazos. El ángel no fue menos displicente con él que con el resto de los mortales, pero soportaba las infamias más ingeniosas con una mansedumbre de perro sin ilusiones. Ambos contrajeron la varicela al mismo tiempo. El médico que atendió al niño no resistió la tentación de auscultar al ángel, y encontró tantos soplos en el corazón y tantos ruidos en los riñones, que no le pareció posible que estuviera vivo. Lo que más le asombró, sin embargo, fue la lógica de sus alas. Resultaban tan naturales en aquel organismo completamente humano, que no podía entender por qué no las tenían también los otros hombres.

Cuando el niño fue a la escuela, hacía mucho tiempo que el sol y la lluvia habían desbaratado el gallinero. El ángel andaba arrastrándose por acá y por allá como un moribundo sin dueño. Lo sacaban a escobazos de un dormitorio y un momento después lo encontraban en la cocina. Parecía estar en tantos lugares al mismo tiempo, que llegaron a pensar que se desdoblaba, que se repetía a sí mismo por toda la casa, y la exasperada Elisenda gritaba fuera de quicio que era una desgracia vivir en aquel infierno lleno de ángeles. Apenas si podía comer, sus ojos de anticuario se le habían vuelto tan turbios que andaba tropezando con los horcones, y ya no le quedaban sino las cánulas peladas de las últimas plumas. Pelayo le echó encima una manta y le hizo la caridad de dejarlo dormir en el cobertizo, y sólo entonces advirtieron que pasaba la noche con calenturas delirantes en trabalenguas de noruego viejo. Fue esa una de las pocas veces en que se alarmaron, porque pensaban que se iba a morir, y ni siquiera la vecina sabia había podido decirles qué se hacía con los ángeles muertos.

Sin embargo, no sólo sobrevivió a su peor invierno, sino que pareció mejor con los primeros soles. Se quedó inmóvil muchos días en el rincón más apartado del patio, donde nadie lo viera, y a principios de diciembre empezaron a nacerle en las alas unas plumas grandes y duras, plumas de pajarraco viejo, que más bien parecían un nuevo percance de la decrepitud. Pero él debía conocer la razón de estos cambios, porque se cuidaba muy bien de que nadie los notara, y de que nadie oyera las canciones de navegantes que a veces cantaba bajo las estrellas. Una mañana, Elisenda estaba cortando rebanadas de cebolla para el almuerzo, cuando un viento que parecía de alta mar se metió en la cocina. Entonces se asomó por la ventana, y sorprendió al ángel en las primeras tentativas del vuelo. Eran tan torpes, que abrió con las uñas un surco de arado en las hortalizas y estuvo a punto de desbaratar el cobertizo con aquellos aletazos indignos que resbalaban en la luz y no encontraban asidero en el aire. Pero logró ganar altura. Elisenda exhaló un suspiro de descanso, por ella y por él, cuando lo vio pasar por encima de las últimas casas, sustentándose de cualquier modo con un azaroso aleteo de buitre senil. Siguió viéndolo hasta cuando acabó de cortar la cebolla, y siguió viéndolo hasta cuando ya no era posible que lo pudiera ver, porque entonces ya no era un estorbo en su vida, sino un punto imaginario en el horizonte del mar.

viernes, 7 de agosto de 2009

"Cine Prado" de Elena Poniatowska


Señorita:
A partir de hoy, debe usted borrar mi nombre de la lista de sus admiradores. Tal vez convendría ocultarte esta deserción, pero callándome, iría en contra de una integridad personal que jamás ha eludido las exigencias de la verdad. Al apartarme de usted, sigo un profundo viraje de mi espíritu, que se resuelve en el propósito final de no volver a contarme entre los espectadores de una película suya.

Esta tarde, más bien, esta noche, usted me destruyó. Ignoro si le importa saberlo, pero soy un hombre hecho pedazos. ¿Se da usted cuenta? Soy un aficionado que persiguió su imagen en la pantalla de todos los cines de estreno y de barrio, un crítico enamorado que justificó sus peores actuaciones morales y que ahora jura de rodillas separarse para siempre de usted aunque el simple anuncio de Fruto Prohibido haga vacilar su decisión. Lo ve usted, sigo siendo un hombre que depende de una sombra engañosa.

Sentado en una cómoda butaca, fui uno de tantos, un ser perdido en la anónima oscuridad, que de pronto se sintió atrapado en una tristeza individual, amarga y sin salida. Entonces fui realmente yo, el solitario que sufre y que le escribe. Porque ninguna mano fraterna se ha extendido para estrechar la mía. Cuando usted destrozaba tranquilamente mi corazón en la pantalla, todos se sentían inflamados y fieles. Hasta hubo en canalla que rió descaradamente, mientras yo la veía desfallecer en brazos de ese galán abominable que la condujo a usted al último extremo de la degradación humana.

Y un hombre que pierde de golpe todos sus ideales ¿no cuenta para nada, señorita?

Dirá usted que soy un soñador, un excéntrico, uno de esos aerolitos que caen sobre la tierra al margen de todo cálculo. Prescinda usted de cualquiera de sus hipótesis, el que la está juzgando soy yo, y hágame el favor de ser más responsable de sus actos, y antes de firmar un contrato o de aceptar un compañero estelar, piense que un hombre como yo puede contarse entre el público futuro y recibir un golpe mortal. No hablo movido por los celos, pero créame usted: en Esclavas del Deseo fue besada, acariciada y agredida con exceso. No sé si mi memoria exagera, pero en la escena del cabaret no tenía usted por qué entreabrir de esa manera sus labios, desatar sus cabellos sobre los hombros y tolerar los procaces ademanes de aquel marinero, que sale bostezando, después de sumergirla en el lecho del desdoro y abandonarla como una embarcación que hace agua.

Yo sé que los actores se deben a su público, que pierden en cierto modo su libre albedrío y que se hallan a la merced de los caprichos de un director perverso; sé también que están obligados a seguir punto por punto todas las deficiencias y las falacias del texto que deben interpretar, pero déjeme decirle que a todo el mundo le queda, en el peor de los casos, un mínimo de iniciativa, una brizna de libertad que usted no pudo o no quiso aprovechar.

Si se tomara la molestia, usted podría alegar en su defensa que desde su primera irrupción en el celuloide aparecieron algunos de los rasgos de conducta que ahora le reprocho. Es verdad; y admito avergonzado que ningún derecho ampara mis querellas. Yo acepté amarla tal como es. Perdón, tal como creía que era. Como todos los desengañados, maldigo el día en que uní mi vida a su destino cinematográfico. Y conste que la acepté toda opaca y principiante, cuando nadie la conocía y le dieron aquel papelito de trotacalles con las medias chuecas y los tacones carcomidos, papel que ninguna mujer decente habría sido capaz de aceptar. Y sin embargo, yo la perdoné, y en aquella sala indiferente y llena de mugre saludé la aparición de una estrella. Yo fui se descubridor, el único que supo asomarse a su alma, entonces inmaculada, pese a su bolsa arruinada y a vueltas de carnero. Por lo que más quiera en la vida, perdóneme este brusco arrebato.

Se le cayó la máscara, señorita. Me he dado cuenta de la vileza de su engaño. Usted no es la criatura de delicias, la paloma frágil y tierna a la que yo estaba acostumbrado, la golondrina de inocentes revueltos, el rostro perdido entre gorgueras de encaje que yo soñé, sino una mala mujer hecha y derecha, un despojo de la humanidad, novelera en el peor sentido de la palabra. De ahora en adelante, muy estimada señorita, usted irá por su camino y yo por mío. Ande, ande usted, siga trotando por las calles, que yo ya me caí como una rata en una alcantarilla. Y conste que lo de señorita se lo digo porque a pesar de los golpes que me ha dado la vida sigo siendo un caballero. Mi viejita santa me inculcó en lo más hondo el guardar siempre las apariencias. Las imágenes se detienen y mi vida también. Así es que... señorita. Tómelo usted, si quiere, como una desesperada ironía.

Yo la había visto prodigar besos y recibir caricias en cientos de películas, pero antes, usted no alojaba a su dichoso compañero en el espíritu. Besaba usted sencillamente como todas las buenas actrices: como se besa a un muñeco de cartón. Porque, sépalo usted de una vez por todas, la única sensualidad que vale la pena es la que se nos da envuelta en alma, porque el alma envuelve entonces nuestro cuerpo, como la piel de la uva comprime la pulpa, la corteza guarda al zumo. Antes, sus escenas de amor no me alteraban, porque siempre había en usted un rasgo de dignidad profanada, porque percibía siempre un íntimo rechazo, una falla en el último momento que rescataba mi angustia y consolaba mi lamento. Pero en La Rabia en el Cuerpo con los ojos húmedos de amor, usted volvió hacia mí su rostro verdadero, ese que no quiero ver nunca más. Confiéselo de una vez: usted está realmente enamorada de ese malvado, de ese comiquillo de segunda, ¿no es cierto? ¿Se atrevería a negarlo impunemente? Por lo menos todas las palabras, todas las promesas que le hizo, eran auténticas, y cada uno de sus gestos, estaban respaldados en la firme decisión de un espíritu entregado. ¿Por qué ha jugado conmigo como juegan todas? ¿Por qué me ha engañado usted como engañan todas las mujeres, a base de máscaras sucesivas y distintas? ¿Por qué no me enseñó desde el principio, de una vez, el rostro desatado que ahora me atormenta?

Mi drama es casi metafísico y no le encuentro posible desenlace. Estoy solo en la noche de mi desvarío. Bueno, debo confesar que mi esposa todo lo comprende y que a veces comparte mi consternación. Estábamos gozando aún de los deliquios y la dulzura propia de los recién casados cuando acudimos inermes a su primera película. ¿Todavía la guarda usted en su memoria? Aquélla del buzo atlético y estúpido que se fue al fondo del mar, por culpa suya, con todo y escafandra. Yo salí del cine completamente trastornado, y habría sido una vana pretensión el ocultárselo a mi mujer. Ella, por lo demás, estuvo completamente de mi parte; y hubo de admitir que sus deshabillés son realmente espléndidos. No tuvo inconveniente en acompañarme otras seis veces, creyendo de buena fe que la rutina rompería el encanto. Pero ¡ay! los cosas fueron empeorando a medida que se estrenaban sus películas. Nuestro presupuesto hogareño tuvo que sufrir importantes modificaciones a fin de permitirnos frecuentar las pantallas unas tres veces de semana. Está por demás decir que después de cada sesión cinematográfica pasábamos el resto de la noche discutiendo. Sin embargo, mi compañera no se inmutaba. Al fin y al cabo, usted no era más que una sombra indefensa, una silueta de dos dimensiones, sujeta a las deficiencias de la luz. Y mi mujer aceptó buenamente tener como rival a un fantasma cuyas apariciones podían controlarse a voluntad, pero no desaprovechaba la oportunidad de reírse a costa de usted y de mí. Recuerdo su regocijo aquella noche fatal en que, debido a un desajuste fotoeléctrico, usted habló durante diez minutos con voz inhumana, de robot casi, que iba del falsete al bajo profundo ...A propósito de su voz, sepa usted que me puse a estudiar el francés porque no podía conformarme con el resumen de los títulos en español, aberrantes e incoloros. Aprendí a descifrar el sonido melodioso de su voz, y con ello vino el flagelo de entender a fuerza mía algunas frases vulgares, la comprensión de ciertas palabras a usted me resultaron intolerables. Deploré aquellos tiempos en que llegaban a mí, atenuadas por pudibundas traducciones; ahora, las recibo como bofetadas.

Lo más grave del caso es que mi mujer está dando inquietantes muestras de mal humor. Las alusiones a usted, y a su conducta en la pantalla, son cada vez más frecuentes y feroces. Últimamente ha concentrado sus ataques en la ropa interior y dice que estoy hablándole en balde a una mujer sin fondo. Y hablando sinceramente, aquí entre nosotros ¿a qué viene toda esa profusión de infames transparencias, ese derroche de íntimas prendas de tenebroso acetato? Si yo lo único que quiero hallar en usted es ese chispita triste y amarga que ayer había en sus ojos...Pero volvamos a mi mujer. Hace visajes y la imita. Me arremeda a mí también. Repite burlona algunas de mis quejas más lastimeras. "Los besos que me duelen en Qué me duras, me están ardiendo como quemaduras".

Dondequiera que estemos se complace en recordarla, dice que debemos afrontar este problema desde un ángulo puramente racional, con todos los adelantos de la ciencia y echa mano de argumentos absurdos pero contundentes. Alega, nada menos, que usted es irreal y que ella es una mujer concreta. Y a fuerza de demonstrármelo está acabando una por una con mis ilusiones. No sé qué va a ser de mí si resulta cierto lo que aquí se rumora, que usted va a venir a filmar una película y honrará a nuestro país con su visita. Por amor de Dios, por lo más sagrado, quédese en su patria, señorita.

Sí, no quiero volver a verla, porque cada vez que la música cede poco a poco y los hechos se van borrando en la pantalla, yo soy un hombre anonadado. Me refiero a la barrera mortal de esas tres letras crueles que ponen fin a la modesta felicidad de mis noches de amor, a dos pesos la luneta. He ido desechando poco a poco el deseo de quedarme a vivir con usted en la película y ya no muero de pena cuando tengo que salir del cine remolcado por mi mujer que tiene la mala costumbre de ponerse de pie al primer síntoma de que el último rollo se está acabando.

Señorita, la dejo. No le pido siquiera un autógrafo, porque si llegara a enviármelo yo sería capaz de olvidar su traición imperdonable. Reciba esta carta como el homenaje final de un espíritu arruinado y perdóneme por haberla incluido entre mis sueños. Sí, he soñado con usted más de una noche, y nada tengo que envidiar a esos galanes de ocasión que cobran un sueldo por estrecharla en sus brazos y que la seducen con palabras prestadas.
Créame sinceramente su servidor.

PD: Olvidaba decirle que escribo tras las rejas de la cárcel. Esta carta no habría llegado nunca a sus manos si yo no tuviera el temor de que el mundo le diera noticias erróneas acerca de mí. Porque los periódicos, que siempre falsean los hechos, están abusando aquí de este suceso ridículo: "Ayer por la noche, un desconocido, tal vez en estado de ebriedad o perturbado de sus facultades mentales, interrumpió la proyección de Esclavas del Deseo en su punto más emocionante, cuando desgarró la pantalla del Cine Prado al clavar un cuchillo en el pecho de Franciose Arnoul. A pesar de la obscuridad, tres espectadoras vieron cómo el maniático corría hacia la actriz con el cuchillo en alto y se pusieron de pie para examinarlo de cerca y poder reconocerlo a la hora de la consignación. Fue fácil porque el individuo se desplomó una vez consumado el acto". Sé que es imposible, pero daría lo que no tengo con tal de que usted conservara para siempre en su pecho, el recuerdo de esa certera puñalada.

Lista la biografía del Gabo

Tomado de ABC
La editorial Debate publicará en octubre la biografía «Gabriel García Márquez. Un mago», del escritor inglés Gerald Martin. La obra, una detallada investigación de 736 páginas, es fruto de 17 años de trabajo y más de 300 entrevistas y un primer borrador de 3.000 páginas.

«Todo escritor con principios debería tener un biógrafo inglés», declaró García Márquez sobre este libro en una ocasión. La biografía (que según su autor fue «tolerada» más que autorizada) agradó a la crítica, quien la calificó como «la obra definitiva» sobre el gran escritor colombiano, uno de los más influyentes en lengua española del último siglo.

El libro dibuja un retrato de García Márquez teniendo como hilos conductores su obra y su vida. En él están descritos los inicios en Aracataca y la relación con su abuelo, Nicolás Márquez; su infancia y juventud; los inicios como periodista entre Cartagena y Barranquilla; su descubrimiento de Europa; el regreso a América y el impacto de la revolución cubana; su consagración como escritor tras la publicación en 1967 de «Cien años de soledad» y el Nobel de Literatura en 1982, hasta llegar a la actualidad.

Sus amistades políticas y literarias (Fidel Castro, Bill Clinton, Julio Cortázar, Mario Vargas Llosa o Carmen Ballcells) y sus trayectos vitales (Colombia, Barcelona y México) también figuran en la obra.

Estudioso de América
Latina Martin (Londres, 1944) ocupa la cátedra emérita Andrew W. Mellon de Lenguas Modernas en la Universidad de Pittsburgh y fue profesor de Estudios Caribeños en la Universidad Metropolitana de Londres. Ha visitado todos los países de América Latina y ha escrito extensamente sobre el continente. Durante 25 años fue el único miembro angloparlante de los Archivos de la Literatura Latinoamericana de París y ha presidido recientemente el Instituto Internacional de Literatura Iberoamericana en Estados Unidos.

Entre sus publicaciones, destacan «Journeys through the labyrinth: Latin American fiction in the 20th Century» (1989), sobre la narrativa latinoamericana, y la edición crítica (1981) y traducción (1975) de «Hombres de maíz», de Miguel Angel Asturias. Martin, que vive cerca de Petersfield, en Hampshire (Reino Unido), se ha dedicado a estudiar la vida y obra de García Márquez desde 1990.