jueves, 15 de octubre de 2009

Falleció el poeta Alfredo Silva Estrada


En la noche del miércoles 14 de octubre dejó de latir Alfredo Silva Estrada, poeta venezolano nacido en 1933. Murió en su casa, en Caracas, víctima de una afección cerebral.
En el acercamiento que la periodista Chefi Borzacchini le hizo en 2005, y que fue publicado por Editorial Eclepsidra, Silva Estrada señaló que “la palabra Dios me parece muy rotunda. Creo en algo que nos trasciende, puede llamarse Dios, si tú quieres. Nunca he profesado una religión, cuando pequeño tenía unas crisis existenciales religiosas pero después me fue pasando”.
En esa dilatada entrevista se pudo recoger buena parte de la esencia de este autor que, en 2005, fue homenajeado en la XII Semana internacional de la Poesía de Caracas.
En su obra se cuentan títulos como Casa Arraigada (1953); Cercos (1954); Del traspaso (1962), Integraciones. De la unidad en fuga (1962), Literales (1963), Lo nunca proyectado (1963), Transverbales I (1967), Acercamientos (1969), Transverbales II y Transverbales III (1972), Los quintetos del círculo (1978), Contra el espacio hostil (1979), Dedicación y ofrendas (1986) y el ensayo La palabra transmutada (1989).

La siguiente es una aproximación a su obra divulgada en su momento por Verbigracia:

Desde su primer poemario, De la casa arraigada (1953), Alfredo Silva Estrada ha puesto en evidencia la fuerza afirmativa de su manera de entender el mundo y el poema, de concebir la palabra como valor en sí y como medio, como soporte y catapulta de vida y esperanza. La aspiración a la concreción de la forma, básica en todo artista, adquiere en él el valor de emblema de una cruzada que se inicia en el espacio mismo de la ruina. El arraigo, vale decir, se conquista precisamente a partir de la pérdida de suelo: y el poema es, entonces, la escuela de rigores en medio de la cual el hombre, con la pura y pulcra artimaña de la palabra, levanta el costoso edificio de una estabilidad anímica que debe ser vigilada continuamente, infatigablemente. Surge así, en la poesía de Silva Estrada, una paradoja crucial: lo que él llama incitar a la escultura, lo que él señala como ansias de frontera implícitas en el caos, es la identificación de un fenómeno ontológico que corresponde a la experiencia limítrofe entre la vida y la muerte. Su palabra, su universo poético, se instalan precisamente ahí, en ese borde indeciso donde a partir de la destrucción surge lo construido, como si en las entrañas de ese proceso de ser escombro que amenaza a todo ser viviente estuvieran contenidas las fuerzas de toda germinación futura, de todo esplendor a partir de la ruina y la ceniza.

Pocas veces, me parece, la muerte ha sido convocada de modo más limpio y más sereno que en esta poesía. La muerte no es, aquí, sino el pasaje a través del cual se accede de nuevo a la vida, como un cambio de piel necesario. Lo que, llevado al terreno de la palabra misma, significa también que la mejor compañía del poema, de la expresión, es el silencio, en el sentido de que es, precisamente, del mutismo corrompido de donde surge el habla; de un denso silencio traicionado de donde surge, efectivamente, la voz: pues la palabra brota de ese rumor germinativo en en el que anidan las semillas de toda proferición articulada, compartible, jubilosa. Asistimos, de este modo, a una celebración inusitada de la ruina, de lo que se hace polvo, de lo trizado, vapuleado y corrompido, en la medida en que constituyen el reverso -o el anverso- de lo que se erige, florece, emana, prolifera. Se privilegia el descalabro existencial porque es promesa de renacimiento y se promociona la devastación del lenguaje -una calculada estrategia de catástrofes provocadas sobre su materia sonoro-semántica- porque de allí surgen los nuevos nombres, los nombres impensados, la palabra renacida. La idea de restitución, de rendimiento, aparece así a cada paso a lo largo de los libros de Silva Estrada: la asertividad de su enfrentamiento con las palabras y las cosas radica fuertemente en la evidencia de ese advenimiento prometido en toda destrucción, como indicio latente en cada rotura, en cada vacío, en cada fuga o pérdida que devuelve algo a cambio, el lecho iniciático de una nueva oportunidad.

Si el desplome lleva consigo esa promesa de gestación que lo caracteriza en el universo silvaestradiano, si toda destrucción implica una reconstrucción futura, se entiende entonces que esta poesía sea, no sólo asertiva, sino, en consecuencia, alabanciosa, celebrante. Todo descalabro, en ella, es un descalabro jubiloso. O lo que es lo mismo, en ella es legítimo reír en lo quebrado, fundar raíces en trizas, incitar la plenitud a fuerza de cercar el vacío. No se celebra en ella, pues, lo evidentemente celebrable, sino, antes bien, aquello que a simple vista parece motivo de penuria o de desprecio; se jacta, por eso, de radicarse en lo imperfecto, de surgir, a fuerza de embates amorosos y asimilaciones defensivas, del escombro, de lo desvencijado, de lo muertovivo en el desplome: junto a los sumideros de la nada / las fracturas de ausencia los tajos del olvido / se afirma la pisada desnuda / y la huella continua del ser en su renuevo.

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