domingo, 13 de septiembre de 2009

"Para Babel" de Carmen Rosa Gómez



Cuando se maneja un camión se tiene una visión distorsionada del mundo. A pesar de que la actividad de transportar queso blanco no es precisamente el oficio más enaltecedor, él siente que se encuentra por encima de todos los demás. Una superioridad tan aparente como la noche en sus ojos, algo tan poco creíble como aquella carretera desierta. Las manos de creador frustrado se aferran al volante para darle forma a sus pensamientos en una sucesión de curvas infinitas. Es superior a los demás camioneros que le pasan por el lado de tanto en tanto. Ninguno estudió cine, ni practicó kárate, ni ha recorrido el país como vendedor estrella, ni estudió inglés por correspondencia, ni escribió guías útiles para comerciantes, ni editó sus propios cortometrajes,... como él. Los demás van pegados de las esterillas soñando con unas cervezas, una mujercita cariñosa y un chinchorro donde dormir. Ninguno mira hacia el cielo y descubre un objeto volador no identificado, establece contacto mental con los pobladores del espacio sideral o se interna con el pensamiento en los misterios del universo. Por eso es diferente. Está prestado a ese camión porque la vida no le ha dado otra oportunidad, no porque no lo merezca realmente, -se consuela.

Su superioridad va mucho más allá. Está en aquella noche melancólica que le arranca del alma los sufrimientos. Hilvana lágrimas con osas de todos los tamaños mientras el camino se agiganta en la soledad del dolor. Piensa en su niñez. Sus años de muchacho travieso, rebelde, malcriado y perennemente regañado. Entonces se escapaba hacia lo desconocido, se internaba en los rincones a ver fumar, a escuchar conversaciones obscenas, a crecer. No perdió chance para sentarse cerca de los charcos cuando llovía. Sólo tenía que esperar a que las niñas regresaran de clase con sus falditas tableadas y sus medias blancas. Ellas saltaban el charco preocupadas por sus zapatos de falso charol mientras él escudriñaba en la placa de agua aquellas formas prohibidas, que sólo podía tener en un reflejo.

Los años lo llevaron a ser alguien diferente. Inconforme, ambicioso, necesitado. No podía arrancarse la melancolía de encima aunque sintonizara en la radio la más alegre de todas las emisoras. La flecha de la angustia lo había atravesado cuando pensaba en los marcianos. Simplemente lo gobernaba la añoranza de algo distinto, atestado de aromas confusos, mitad estiércol de vaca que entraba por la ventana, mitad queso encerrado que le llegaba desde la cava.

Vio que un solitario caminante le extendía la mano allá adelante. Su dedo pulgar parecía una pera hinchada por las luces altas del camión. Quería que le diera la cola. No pudo hacerlo. Lloraba tanto en ese momento que no habría podido afrontar la compañía de un desconocido. Lo esquivó sin mirarlo y siguió rodando pavimento negro. Le lloraban los recuerdos y la angustia de la vida. Tenía la imagen de Tomás clavada entre ceja y ceja desde que salió de la ciudad. Había querido olvidarse de su rostro bajo el cristal de la urna, pero no podía. Su hermanito se había muerto antes que él, era inaceptable. Aquel niño al que compraba soldaditos de plástico, caballitos e indios, se hizo hombre de pronto, tan de pronto que nunca lo asumió. Había crecido tanto que hasta eligió un camino para su vida. Parece mentira que su hermano hubiera sabido antes que él lo que en verdad quería hacer con su existencia. Las últimas veces que conversaron lo sintió maduro, seguro y feliz. Jamás había experimentado esas sensaciones en sí mismo. Tal vez cuando se casó o cuando nació Marllory o cuando tuvo a Yésica. No tenía certeza de ello. Quizá le costaba entender que Tomás quisiera ser cura, que se apartara del resto del mundo -de ese mundo que para él era tan importante- sólo para realizarse en una vocación incomprensible.

Jamás olvidaría el día cuando lo tomó por el brazo y le pidió que se saliera de eso. Le habló de lavados de cerebro, le dijo para ir juntos a algún bar, le aconsejó sobre mujeres y le rogó de corazón que se alejara del Seminario, de la Iglesia, y de toda esa atmósfera sacra que lo perfumaba como loción de afeitar. Tomás sonrió como siempre. Quizá fue la única vez que se sintió inferior a alguien. Fue él quien le puso la mano en el hombro y le habló de su compromiso, de la esperanza, de su realización, de las novias que dejaba llorando por su partida y del exquisito vinito de las misas. Los dos sonrieron. Nunca habían hablado así. Tomás ya no era un niño, era todo un hombre. Por eso lloraba tanto bajo la luz de las estrellas, porque había perdido a su hermano precisamente después de que lo había encontrado. Se le erizó la piel al recordarlo con sus ornamentos metido en una miserable caja de madera que lo resguarda bajo la tierra. Siguió desaguando la impotencia y la ira durante un par de horas más. Estaba perfectamente seguro de que el único hombre superior a él había muerto. No era la ilusión de cabalgar un camión de seis ruedas o la impresión de la altura física, no. Su superioridad estaba en el dolor y en la soledad que lo embargaban. Nadie podría jamás ser como él era.
Cuando descubrió las luces del pueblo, sintió que algo se había disuelto en su interior. Se secó la cara con el revés de las manos y buscó algún lugar donde tomarse un café. No tardó demasiado en alcanzarlo el caminante que había abandonado en la carretera.

-¿Dónde dejó a su amigo?- le preguntó.
-¿Cuál amigo?
-El cura que venía con usted en el camión.
-¿Cura?
-Sí. Bueno, comprendí que no me daría la cola porque llevaba a ese cura con usted.
Tomaron café. El pidió una tercera taza, quizá Tomás quisiera acompañarlo una vez más.

De Breviario del Ocio, publicado en la Revista Nacional de Cultura No 336

1 comentario:

Luis Nuñez dijo...

Senti que los conocia. Y conoci lo que sentia. Bendicion