martes, 7 de julio de 2009

Lope de Vega, el enamorado


Tomado de ABC
Lope de Vega fue una fuerza de la naturaleza. Cuando se cumplen cuatrocientos años de aquel manifiesto para un teatro popular que fue «El arte nuevo de hacer comedias en este tiempo», Pedraza sigue los pasos de ese talento arrollador que amó tanto el teatro, como la vida y las mujeres. Tres pasiones que se fundían en un solo arte al que dedicó toda su explosiva energía

El hijo del bordador, al que bautizaron con el nombre de Lope Félix, estaba llamado a ser un artesano más en aquel abigarrado Madrid, formado de sopetón sobre el poblachón manchego que se levantaba en el mismo punto en que la llanura empezaba a empinarse poco a poco camino de la sierra. Sin embargo, desde niño parece que mostró un carácter despierto, una singular capacidad para aprender y una invencible inclinación al mundo del arte, de la creación y de la fantasía.

Consiguió que un obispo, don Jerónimo Manrique, emparentado con el célebre poeta de las Coplas por la muerte de su padre, le concediera una ayuda o beca para seguir estudios en Alcalá. Esta oportunidad le permitió completar su formación, leer a los clásicos, tener noticia de la erudición al uso; pero no le sirvió para obtener un título ni lo encaminó hacia el orden sacerdotal que podía sacarlo de su condición de hombre llano, sin acceso a los privilegios de la aristocracia y de la iglesia. El joven, ya poeta incipiente, dio muestras de un carácter díscolo, no excesivamente conflictivo pero poco dispuesto a someterse a la disciplina.

A pesar de todo, el estudiante fracasado encontró un camino inédito para alcanzar el reconocimiento social, para vivir con holgura y llegar en vida al templo de la fama: sus versos. Los versos líricos de su juventud (los romances) lo harían célebre con poco más de veinte años. Los dramáticos (sus comedias) se vendieron pronto a buen precio.

El fenómeno era nuevo. Posiblemente era la primera vez en la historia de la humanidad que un poeta podía prescindir del mecenazgo, de las dádivas de un señor civil o eclesiástico, y vivir de una realidad nueva, inquietante e imprevisible, un monstruo de mil cabezas y cien mil pareceres: el público.

Siguiendo la tradición del poeta áulico, en algunos momentos de su vida, Lope sirvió como gentilhombre o secretario a algunas figuras relevantes de la alta nobleza: el duque de Alba, el marqués de Malpica o el marqués de Sarria (más tarde conde de Lemos). Dedicó obras al duque de Osuna, al marqués de Santa Cruz, al conde-duque de Olivares... y mantuvo una larga y compleja relación con el duque de Sessa. Las muestras de fidelidad a esa nobleza rancia se alternan con momentos en que expresa su disgusto y exasperación: Cuando en la imagen del servicio toco, ídolo vil, que la lisonja fragua, de ver su adoración me vuelvo loco.

A pesar de esta vinculación con las altas esferas del poder, su dedicación primera y principal fue siempre escribir para un público heterogéneo en el que se mezclaban todos los estratos de la sociedad: mujeres y varones, menesterosos y potentados, plebeyos y aristócratas (hasta la misma familia real), analfabetos y doctores... A todos se dirigió Lope y de todos sacó el dinero que necesitaba para atender a su sustento y garantizar su independencia.
Su creación poética le dio un estatus especial. Se llegó a rezar un credo sacrílego que empezaba diciendo «Creo en Lope de Vega, poeta del cielo y de la tierra...». Fue la encarnación de la fama.

Este reconocimiento general -frente al que no faltaron disidentes y críticos, a veces muy agresivos- le permitió vivir a su aire, contraviniendo en más de una ocasión normas y hábitos sociales. Durante años mantuvo dos familias: una legítima con Juana de Guardo, y otra no legalizada con Micaela de Luján. Hubo momentos en que vivieron en calles próximas de la levítica Toledo. No parece que el poeta tuviera problemas ni con su entorno ni con las autoridades.

La sucinta enumeración de sus relaciones amorosas puede trasmitir la falsa imagen de un donjuán de sentimientos cambiantes e irresponsables. No fue así.

Lope vivió cada amor con fervorosa intensidad. Cuando la muerte o los disgustos de la vida en pareja rompieron esas uniones, el poeta recogió en su casa a los hijos habidos con las diferentes mujeres que se cruzaron en el camino de sus afectos. En los últimos años de su vida, reunió junto a sí a los hijos de Micaela de Luján, de Juana de Guardo y de su último amor: Marta de Nevares.

Esta postrera pasión tuvo que ser la comidilla del Madrid de la época. El poeta era, cuando conoció a Marta, un sacerdote de cincuenta y cuatro años, recientemente ordenado tras enviudar de su segunda mujer. Su dedicación fundamental era el teatro, no la teología, y mantenía un permanente contacto con el mundo pintoresco y semiprostibulario de la farándula.

Ella, malcasada con un zafio comerciante, era una mujer delicada y sensible, aficionada a la música y la poesía. Fueron unas relaciones sacrílegas y delictivas, condenadas y amenazadas por el poder humano y el divino. Pronto nació una niña a la que Lope siempre reconoció como suya. Entre disgustos y altercados, murió el infeliz marido, que -todo hay que decirlo para que el retrato no mienta- había amargado la vida de su esposa desde que contrajo un matrimonio precoz (la novia tenía dieciséis años) impuesto por el interés y las presiones familiares. Los amantes, ya libres, permanecieron unidos hasta que la muerte de Marta los separó. Poco después de morir su madre, la niña nacida de estas relaciones adúlteras, ya una muchacha, se fugaba con un caballerete del entorno del conde-duque que se llamaba premonitoriamente Cristóbal Tenorio. A pesar de este desliz, volvió a vivir en la casa de su padre, mantuvo una estrecha amistad con su hermana Feliciana y, al hacer testamento, firmaba, sin pestañear, como «hija legítima de Lope Félix de Vega y de doña Marta de Nevares, su mujer».

El episodio fue, sin duda, piedra de escándalo y, presumiblemente, no se hubiera tolerado en ninguna otra corte europea. Sin embargo, en aquel Madrid inquisitorial, que pintan -con razón- como una cueva del oscurantismo y la intolerancia, no hubo ningún bárbaro que se sintiera autorizado a ofender de obra a la pareja. Casi ni de palabra; solo alguna leve sátira literaria que destiló la venenosa pluma de Góngora. No recibió el sacerdote sacrílego amenazas de los guardianes del orden y la moral. ¿Hubiera podido sobrevivir Lope en la Ginebra calvinista? ¿Hubiera podido quejarse en libertad, como hace en sus poemas de vejez, en la Inglaterra de los puritanos que poco después, en 1642, cerraron los teatros durante cerca de cincuenta años?

El poeta se ve tolerado, a pesar de su vida irregular, pero nunca convenientemente premiado. Sus pretensiones de ser reconocido, de alcanzar alguno de los honores que elevaban hasta el estamento nobiliario, tropezaron una vez tras otra con su origen plebeyo, su falta de títulos académicos y su comportamiento poco ejemplar. Incluso lo que las mismas autoridades consideraban un mérito, su extensísima obra literaria abierta a todos los públicos y apreciada por las más diversas instancias, no dejaba de tener la marca infamante de lo mercantil.

De esa situación -libertad para protestar en sus poemas y amarga decepción íntima- surge el peculiar humor que impregna la obra final del Fénix y le permite bromear irónicamente sobre sí mismo, sobre su gesticulante pasión, sobre la vehemencia de su expresión literaria, sobre sus quiméricas ilusiones...

El sesgo paródico pone un contrapunto agridulce a la exaltación amorosa o al ademán heroico de tantos versos de juventud y madurez.

La vida de nuestro poeta son más de cincuenta años trabajando sin desmayo y derrochando genio, intuición y sabiduría técnica en su obra lírica y dramática.
Incluso la parte menos abundante de su ingente producción, la prosa, dio algunas obras sublimes, de un singular encanto: las originalísimas Novelas a Marcia Leonarda, la excepcional acción en prosa titulada La Dorotea.

A Lope le perjudica su fecundidad legendaria. Lope -he dicho en alguna ocasión- se hace sombra a sí mismo: unas obras dejan en penumbra a otras.

Hasta hoy no hemos descrito cabalmente la aventura estética, la complejísima trayectoria que trazó para alumbrar una parte muy relevante de la cultura occidental moderna. A él se debe la consolidación de un teatro comercial y poético cuya fórmula se ha prolongado a través de la comedia, el drama musical y el cine hasta nuestros días, aunque muchos no reconozcan y otros no sepan lo que deben al poeta madrileño. Lope es también el configurador de los últimos y deslumbrantes esplendores del petrarquismo; descubre una nueva sentimentalidad y convierte la materia autobiográfica en sustancia poética. Con su impulso, la lírica tradicional (romances, villancicos, canciones, seguidillas...) pasa a ser un patrimonio estético que nunca abandonará al pueblo español. Poeta culto y popular, comediógrafo alado y jovial, trágico de una intensidad sin parangón, ensayó todos los caminos que le ofrecía la cultura de su tiempo y los que él inventó sin el auxilio de nadie y, muchas veces, sin pretenderlo.

No hay comentarios: