lunes, 15 de junio de 2009

Sylvia Plath y el suicidio


Tomado de Diario La Primera
En marzo del 2009 se suicidó Nicholas Hughes Plath. Tenía 47 años de edad, enseñaba biología marina en la universidad Fairbanks, de Alaska, y aquella tarde se colgó de una viga. No dejó ninguna carta. Es probable que considerara que la heredada depresión que lo había perseguido durante toda su vida hacía innecesaria cualquier explicación. Su muerte cerró un círculo muy difícil de explicar.

En 1963, Nicholas tenía apenas un año de edad. En febrero de ese año, en medio de un invierno londinense especialmente duro, su madre, la poetisa estadounidense Sylvia Plath, dejó en su habitación a Nicholas y a su hermana Frieda, de dos años, puso una toalla mojada en la rendija entre la puerta y el piso, bajó a la cocina, abrió la llave del gas, metió la cabeza en el horno y se murió pacíficamente.

Para ese entonces, Sylvia Plath había perdido la cuenta de las veces que quiso matarse –aunque en un poema habla de tres intentos-. A los 8 años, ante la muerte inesperada de su padre a causa de una diabetes fuera de control, había dicho que “no volvería a hablarle a Dios”.

A los 20, después de ganar un premio menor gracias a un cuento, escribió:“Deseo matarme para escapar de la responsabilidad, para volver abyectamente al útero...”

Al año siguiente, en 1953, minada por el insomnio y por una angustia que nada tenía que ver con su talento y que no procedía de ningún anecdotario, tomó una extravagante cantidad de somníferos y fue salvada e internada en un sanatorio.

Se recibió con los máximos honores en la universidad de Harvard y fue becada para seguir estudiando literatura en la universidad inglesa de Cambridge.

Fue en Inglaterra donde conoció al renombrado y brillante poeta inglés Ted Hughes, con quien se casaría y sería feliz y en cuya compañía, al final, recaería en los peores abismos. Ted Hughes fue el hombre que la hizo dichosa y desgraciada al mismo tiempo, el hombre a quien golpearía, envidiaría literariamente y trataría de dañar para siempre matándose con gas en el departamento que él, desfalleciente por las crisis de su mujer, había abandonado.

Los vecinos de aquel lugar no habrían de olvidar la vez en que Sylvia Plath bajó al patio común, incendió una hoguera de respetable tamaño y quemó en ella el manuscrito de una novela que estaba a la mitad, cientos de cartas de su madre y apuntes para poemas que nunca verían la luz.

Fue por esa época cuando la pareja intentó reconciliarse haciendo un viaje a Irlanda. Todo fue en vano. Después de una pelea en la que llegaron a golpearse, decidieron que no valía la pena seguir intentándolo.

El feminismo desenvainado culpó a Ted Hughes por el suicidio de Sylvia Plath. Pero quienes conocieron más de cerca a la pareja matizaron el asunto recordando las mortificaciones que la poetisa imponía a quienes la querían y lo insoportable que pudo ser convivir con sus sombras.

Es cierto que la crisis final del matrimonio la detonó el público amorío de Hughes con Assia Guttman, la delirantemente bella esposa del poeta David Wevill, pero para ese momento no quedaban sino ruinas de lo que había sido un mutuo deslumbramiento.

Lo casi increíble de toda esta historia es el involuntario y espantoso comercio con la muerte que Sylvia Plath y su marido llegaron a tener.

Assia Guttman, por ejemplo, repitió, seis años después de la muerte de Sylvia, el ritual y terminó suicidándose con gas. No lo hizo, sin embargo, con la generosa pulcritud de Silvia Plath: se echó en una cama junto a Shura, la pequeña hija de Assia y Ted Hughes, y abrió la espita de gas. Ambas fueron encontradas en un macabro abrazo.

Un libro publicado en el 2006 describiría la situación de Assia Guttman, afectada por la tiranía emocional de su marido. Meses antes de su fatal decisión la mujer que le había arrebatado el hombre de su vida a Sylvia Plath, escribió en su diario: “Sylvia está creciendo en Ted, enorme y espléndidamente. Yo me encojo cada día, mordisqueada por ambos”.

Una de las mejores amigas de Sylvia, la poetisa Ann Sexton, premio Pulitzer de 1967, se mató en 1974 inhalando monóxido de carbono.

Ted quiso ser una excepción y murió, atormentado por el suicidio de las dos mujeres de su vida, de un sencillo cáncer en 1998. Antes de morir diría que el destino de Sylvia Plath era irremediable pero que el suicidio de Assia Guttman hubiera podido evitarse.

Al momento de morir no imaginó que, once años después, su hijo Nicholas, sobreviviente de aquel febrero de 1963, imitaría a su madre imponiéndose la pena de muerte.

La Plath, que obtuvo el Pulitzer póstumamente en 1981, era una auténtica súbdita de lo oscuro.

En su poema Lady Lazarus escribió estas líneas salidas del más puro infierno:

“Morir es un arte, como cualquier otra cosa.

Yo lo hago excepcionalmente bien.

Lo hago para sentirme hasta las heces.

Lo ejecuto para sentirlo real.

Podemos decir que poseo el don”.

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