jueves, 16 de abril de 2009

Onetti sigue creciendo




Juan Carlos Onetti no solo fue una leyenda literaria entre los lectores que empezaron a admirarlo a partir del ‘boom’. También fue un mito entre sus propios colegas latinoamericanos.

En todo el continente, y luego en todo el mundo, empezó a crecer la leyenda –casi la superstición- de ese hombre hosco, cáustico, dolorosamente inteligente, misántropo y, también, dipsómano y mujeriego. Este año, a un siglo de su nacimiento, ocurrido el 1 de julio de 1909, esa superstición se ha puesto más vigente que nunca junto a esa otra figura, más enigmática, del hombre atormentado que escribió novelas fundamentales de la literatura latinoamericana como ‘El astillero’ o ‘La vida breve’.

Si alguien reúne en sí mismo los elementos de la figura romántica del escritor, ese fue Onetti, cree el narrador quiteño Francisco Proaño Arandi.

“Entre los años sesenta y setenta vimos y sentimos crecer la obra de un autor que, aunque sus acentos y sus escenarios eran rioplatenses, se ocupaba de los problemas universales del espíritu humano”.

Por la época que le tocó vivir, el público lector y la crítica lo ubicó en la generación de los monstruos del ‘boom’. Una equivocación, a juicio del poeta y crítico literario Vicente Robalino. “Como Juan Rulfo o como Ernesto Sábato, si bien Onetti coincide con el ‘boom’, es ante todo un creador, solitario y original, que no se adhiere a ese producto mercantil de las editoriales europeas y estadounidenses. Esos autores son reacios a ese movimiento comercial o a la fama internacional”.

Quizá esa profunda duda y esa sombra de gravedad que Onetti echó sobre el alma humana ayudaron a que creciera su fama de hombre hosco, adicto a los exabruptos. Acaso también las pocas entrevistas que dio también hicieron lo suyo.

Por ejemplo, en una entrevista publicada en 1967 en el diario La mañana, de Montevideo, Onetti le contesta así a la periodista María Esther Gilio, quien le había preguntado por la bondad de su literatura: “No, mi literatura es una literatura de bondad. El que no lo ve es un burro”. Sincero, salvajemente sincero. Como su literatura.

Pero, según Hortensia Campanella, especialista uruguaya, quien curó una exposición de manuscritos y objetos de Onetti en Montevideo, en 2005, esa imagen es en buena parte solo producto del mito. En la página www.clubcultura.com/clubliteratura/clubescritores/onetti/ se recoge esta impresión que la estudiosa tiene del carácter del autor: “Era una persona cálida, afectiva, con un enorme sentido del humor, siempre con ganas de jugar, de hacer bromas (...). No muchos saben que le encantaban los niños, jugar con ellos o simplemente observarlos; decía que las personas que no conservan algo de su infancia no podían ser amigos suyos”.

A propósito del centenario de su nacimiento se ha avivado el interés por su obra. Aparte del largo estudio que le dedica Vargas Llosa, ‘El viaje a la ficción. El mundo de Juan Carlos’, Círculo de Lectores, prepara las ‘Obras completas’ de Onetti y la coalición Punto de Lectura ha lanzado nuevas ediciones de las clásicas ‘El pozo’, ‘Los adioses’ o ‘Para esta noche’. Este hombre, que pasó los cinco últimos de su vida echado sobre una cama, bebiendo whisky y leyendo novelas policiales, ahora es recordado intensamente, según su compatriota y poeta Cristina Peri Rossi como “uno de los pocos existencialistas en lengua castellana”.

La pasión amatoria
A los 21 años Onetti se casó con su prima María Amalia Onetti, con la que tuvo un hijo llamado Jorge. Viajó por primera vez a Buenos Aires, poco más tarde publicó sus primeros cuentos y escribió una novela, que ha sido recuperada parcialmente como ‘ Tiempo de abrazar’.

En 1934 se casó con María Julia Onetti, hermana de su primera esposa. Pero esta relación fue más fugaz. En los años cuarenta se mudó a Buenos Aires y se casó con Elizabeth María Pekelharing. Publicó ‘Tierra de nada’.

En 1961 se publicó ‘ El astillero’, y en 1963 ‘Juntacadáveres’ . Conoció a Dorothea Muhr, Dolly, su última mujer.

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